Rostros que nos persiguen
Caminaban por la ciudad como ensimismados en una especie de procesi¨®n digna de la Santa Compa?a. Quiz¨¢s por eso nadie hab¨ªa reparado en ello antes de entrar. Pero todo se hizo evidente a la salida. Despu¨¦s de que se sumergieran entre esa galer¨ªa del miedo y el color; de la carne y la modernidad; del disfrute y el desamparo que atrapa a todo el mundo al contemplar esa impresionante ristra de obras maestras: las que se exhiben en la muestra El espejo y la m¨¢scara. El retrato en el siglo de Picasso, comisariada por Pilar Alarc¨®n, en el Museo Thyssen y la Fundaci¨®n Caja Madrid hasta el 20 de mayo.
Todos los visitantes daban extra?as vueltas alrededor de la estimulante noria de rostros que les miraban desde los marcos. El silencio se impon¨ªa entre la moqueta y el techo y casi todos se dejaban sorprender por el estado de ¨¢nimo que desped¨ªan los gestos desde cada cuadro. A muchos les inquietaba nada m¨¢s entrar la colorida desesperaci¨®n expresionista de Van Gogh; a otros les intimidaba la fr¨ªa altivez de Modigliani; quien m¨¢s quien menos respond¨ªa con muecas despistadas ante el descaro refrescante de Otto Dix y Max Beckmann o se sobrecog¨ªa en medio de la sincera sencillez de los personajes de C¨¦zanne.
Casi todos se dejaban sorprender por el estado de ¨¢nimo que desped¨ªan los gestos desde cada cuadro
Una mujer entrada en kilos contemplaba extasiada la elevada esbeltez de los 'giacomettis'
Todos parec¨ªan de acuerdo en que tanto los hallazgos de ese campesino de la paleta franc¨¦s como las rupturas de Matisse marcaron muchos nuevos caminos que luego un contundente rey malague?o que se hizo genio universal recondujo hasta lo inagotable. Tanto que en la exposici¨®n se hace evidente y cristalina esa frase reciente y reveladora del artista Bonifacio cuando declar¨® hace poco en una entrevista: "Picasso nos ha jodido a todos". Depende c¨®mo se mire, a lo mejor ha sido el responsable de arrojar a los artistas hacia una b¨²squeda radical de la originalidad, que no es tan est¨¦ril como los m¨¢s pesimistas creen, si no al contrario.
Pero lo extra?o ocurri¨® a la salida, en el camino hacia el otro espacio de la exposici¨®n, en la plaza de San Mart¨ªn, junto a las Descalzas. Una mujer de belleza can¨®nica para estos tiempos de locura est¨¦tica y anuncios de yogur sin leche aprovech¨® un enorme espejo roto que hab¨ªa plantado en la carrera de San Jer¨®nimo para mirarse a fondo: buscaba desesperadamente alg¨²n rastro en su cuerpo ejemplar que la hiciera digna de un retrato cubista de Juan Gris o de Braque, hipnotizada por el efecto que le hab¨ªa causado la contemplaci¨®n de esos planos suyos hechos a?icos y reagrupados sin curvas en una inquietante disciplina rectangular. A su alrededor se agolparon otras figuras que dejaban adivinar en el gesto la belleza fr¨ªa de algunas mujeres de Picasso o retazos de la obnubilada desesperaci¨®n que desprenden las criaturas de Stanley Spencer o del gran Lucien Freud.
Despu¨¦s, por la calle de Preciados, ese r¨ªo de viandantes que es imposible recordar una vez atravesamos la acera peatonal atestada se desvelaba como una cabalgata de individualidades entre las que no era dif¨ªcil reconocer las cabezas infantiles de Mir¨®, los frondosos colores de Maurice de Vlaminck, la ex¨®tica lejan¨ªa ind¨ªgena de las muchachas de Gauguin en alguna inmigrante, la inaprensible oscuridad histri¨®nica de los personajes de Kokoschka y la piadosa deformidad que imprime a sus modelos Soutine.
Luego, dentro del espacio de la plaza de San Mart¨ªn, una mujer entrada en kilos contemplaba extasiada la elevada esbeltez de los giacomettis y un hombre miraba de un lado a otro buscando las cabezas perdidas y arrancadas de cuajo de Francis Bacon al tiempo que un joven con man¨ªas persecutorias desconfiaba del ego repetitivo de Andy Warhol. Los ni?os se espantaban ante los trazos gruesos y violentos de Auerbach y Leon Kossoff entre las sospechosas sonrisas de los vigilantes, que contemplaban todo con las manos cruzadas sobre la espalda.
Al salir, junto a las escaleras del aparcamiento, alguien hab¨ªa llamado al Samur. Una se?ora se hab¨ªa desmayado en plena calle despu¨¦s de que un mendigo con flauta acompa?ado de su perro sarnoso le pidiera un euro. Los testigos se esforzaban por explicar lo sucedido a un polic¨ªa que sospechaba con una mueca de lo que le dec¨ªan. Seg¨²n ellos, aquel mendigo era el vivo retrato de un eminente garabato de Antonio Saura que se supon¨ªa formaba parte de la exposici¨®n. Dentro, efectivamente, encontraron un marco sin lienzo entre los cuadros del pintor manchego. Parec¨ªa un agujero negro.
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