Censuras
A m¨ª me parece que nuestra tendencia a la censura, en toda Am¨¦rica Latina, quiz¨¢ en todo el mundo hisp¨¢nico, de diferentes modos, con diferentes pretextos, desde ¨¢ngulos demag¨®gicos, tramposos, es casi irresistible. Asisto a la reuni¨®n de la SIP, la Sociedad Interamericana de Prensa, en Cartagena de Indias, en Colombia, y me encuentro en las antesalas con j¨®venes que llevan mordazas y vendas negras en los ojos, aludiendo a la prohibici¨®n de hablar y escribir e incluso a la prohibici¨®n de ver. Es una protesta contra el cierre anunciado, inminente, de una estaci¨®n de radio y televisi¨®n de Venezuela. Cuando se discute el tema en una de las sesiones de ma?ana la tensi¨®n es enorme. Una de las periodistas afectadas no puede retener su llanto frente al p¨²blico. Ese llanto, esa angustia, son la m¨¢s palmaria demostraci¨®n de la arbitrariedad de los poderes que ha comenzado a concentrar en sus manos el presidente Hugo Ch¨¢vez. Despu¨¦s dir¨¢ que nosotros afirmamos lo que afirmamos porque somos de ultraderecha, reaccionarios, fascistas, lo que ustedes quieran, o lo que el se?or Ch¨¢vez quiera. Pero estos argumentos, en nuestro mundo actual, e incluso en nuestra periferia emergente, ya no convencen a nadie. Pas¨® hace rato la ¨¦poca en que hab¨ªa que callar cosas "para no darle argumentos al enemigo". El mejor argumento que podemos regalar a nuestros adversarios es, precisamente, el de recurrir a la censura. Si censuramos es porque admitimos una debilidad nuestra muy grave. Es porque no tenemos razones verdaderamente s¨®lidas de nuestro lado y preferimos cortar el debate de ra¨ªz. Claro est¨¢, el se?or Ch¨¢vez nos acusar¨¢ de liberales y hasta de socialdem¨®cratas, mientras ¨¦l propone su socialismo bolivariano. ?En qu¨¦ consistir¨¢ esta nueva clase de socialismo? ?O ser¨¢ una palabra nueva para designar el antiguo socialismo real, el que se desmoron¨® en todas partes, salvo en una peque?a isla tiranizada? En esa isla, avanzar cr¨ªticas y objeciones tan moderadas como las que expongo en estas l¨ªneas puede llevar a una condena de veinte o m¨¢s a?os de c¨¢rcel. Pero aqu¨ª hablamos de anacronismos, de rezagos, de peque?os espacios que quedaron al margen de la historia contempor¨¢nea y que nunca ser¨¢n absueltos por la historia.
Me he arrepentido muchas veces de haber aceptado la disoluci¨®n del Comit¨¦ Permanente de Defensa de la Libertad de Expresi¨®n, organismo que presid¨ª durante los a?os de la dictadura pinochetista y que nunca debi¨® disolverse. Aprend¨ª en estos tiempos que la censura es la flor malsana de los reg¨ªmenes autoritarios, que no pueden vivir sin ella, pero que tiende a deslizarse siempre, bajo los disfraces m¨¢s diversos, en reg¨ªmenes m¨¢s normales. En Chile tenemos un respeto sagrado, casi un temor reverencial, frente a la autoridad constituida, al conjunto tradicional de las instituciones, y eso nos lleva a dos cosas: a proteger en exceso a los representantes de esos poderes y a censurar de cuando en cuando, en forma indirecta, hip¨®crita, a los que se permiten rozarlos con una frase, con el p¨¦talo de una rosa. Gracias a una reacci¨®n saludable, somos tambi¨¦n el pa¨ªs de los diarios y las revistas sat¨ªricas, publicaciones que viven de la irreverencia, de la tomadura de pelo, de la caricatura. En mi juventud exist¨ªa el Topaze y ahora existe The Clinic. No estar¨ªa mal que la SIP perdiera un poco de su formalidad y se ocupara alguna vez de estos periodismos irreverentes y en ¨²ltimo t¨¦rmino saludables.
En Chile se dir¨ªa que andamos m¨¢s o menos bien, pero este bienestar tiene un aspecto ilusorio. Andamos bien porque somos prudentes, porque evitamos el exceso, porque practicamos, sin decirlo y a veces sin saberlo siquiera, una discreta autocensura. El reciente episodio de una pel¨ªcula hist¨®rica acerca de la Guerra del Pac¨ªfico es del mayor inter¨¦s. ?Qu¨¦ pasar¨ªa si en la televisi¨®n francesa no se pasara una pel¨ªcula sobre la guerra franco-prusiana de 1870 para no perjudicar las relaciones con Alemania? La situaci¨®n es completamente inconcebible. A nadie se le pasar¨ªa por la mente en Europa censurar una pel¨ªcula sobre la guerra de Crimea, o la de 1870, o sobre las guerras mundiales del siglo XX, por razones exclusivamente diplom¨¢ticas. Si se siguieran estos criterios, habr¨ªa cuentos de ambiente b¨¦lico de Guy de Maupassant que habr¨ªa que desterrar de las antolog¨ªas. Sin hablar de muchas novelas inglesas, italianas, francesas, espa?olas del siglo XX. Es un disparate absoluto, y basta plantear el tema para notar su aspecto disparatado. Pues bien, aqu¨ª se filma una pel¨ªcula sobre algunos episodios de la guerra de 1879. Acto seguido, el canciller chileno se alarma porque las relaciones con el Per¨² se encuentran en un plan de progreso, habla por tel¨¦fono con su colega peruano, celebra consultas con un par de funcionarios de su ministerio, conversa con el director
de la Televisi¨®n Nacional, y la proyecci¨®n de la pel¨ªcula se suspende. Es decir, todos nos quedamos con la curiosidad, como ni?os castigados, y los cancilleres, sesudos, solemnes, declaran con la mayor seriedad que las relaciones bilaterales son m¨¢s importantes que unos cuantos fotogramas. Me pregunto si los peruanos y los chilenos somos tan primarios, tan infantiles como parece que nos ven nuestras autoridades superiores. ?Vamos a ofendernos, vamos a pelearnos de nuevo, vamos a retroceder en nuestros entendimientos actuales, porque nos proyectan im¨¢genes de un conflicto que ya tiene cerca de un siglo y medio de antig¨¹edad? El tema de una pel¨ªcula puede ser una guerra, pero esto no implica que la visi¨®n sea necesariamente belicista. Por el contrario, son muchas las pel¨ªculas de guerra que tienen un poderoso mensaje de paz. Com¨ª hace poco en mi casa de Santiago con uno de los grandes poetas del Per¨², Carlos Germ¨¢n Belli. Hace un par de meses estuve aqu¨ª con Alonso Cueto y con otros escritores y cr¨ªticos peruanos. Tengo grandes amigos de ese pa¨ªs desde hace muy largo tiempo. Nadie so?ar¨ªa con que una pel¨ªcula, por buena o por mala que fuese, pudiera perturbar estas viejas conexiones. Lo que sucede es que nuestras autoridades suelen ser nerviosas, susceptibles, inseguras. Hagamos pel¨ªculas de la conquista, de las guerras de la Confederaci¨®n y del Pac¨ªfico, de la paz de los a?os veinte, de los chilenos en Lima y los peruanos que ahora se re¨²nen en gran n¨²mero debajo de los muros de la catedral de Santiago, muros que antes, en a?os coloniales, serv¨ªan de cobijo para ventas de estampas milagrosas, de pequenes, de jarrones de chicha, de fritangas de toda clase. Alguien me podr¨ªa decir que los intelectuales de ambos pa¨ªses reaccionan de otra manera que los ciudadanos comunes y corrientes, pero aqu¨ª interviene otro proceso mental inaceptable: el de la subestimaci¨®n. Ni los chilenos ni los peruanos de a pie son bobos: todos saben distinguir muy bien entre el presente y las historias b¨¦licas de un pasado ya bastante remoto.
En la reuni¨®n de la SIP hubo una sesi¨®n importante dedicada al periodismo narrativo. El orador central iba a ser Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez, autor de la Historia de un n¨¢ufrago y de otros cl¨¢sicos del g¨¦nero, pero al final no pudo asistir. Pens¨¦ por mi lado en ejemplos de periodismo narrativo y empezaron a surgir nombres de grandes escritores de antes y de ahora. Dostoievski, en sus Memorias del subsuelo, hizo periodismo narrativo, y tambi¨¦n lo hizo Chateaubriand en sus Memorias de ultratumba. Los episodios de Par¨ªs despu¨¦s de la derrota de Napole¨®n en Waterloo, de los muelles del Sena ocupados por batallones de gaiteros escoceses, son inolvidables. ?Y las p¨¢ginas del diario de Victor Hugo sobre las Tuller¨ªas saqueadas despu¨¦s de la revoluci¨®n de 1830? ?Y el Homenaje a Catalu?a de George Orwell, las escenas de tiroteos entre anarquistas y comunistas en los alrededor del Hotel Oriente de las ramblas barcelonesas? Mi conclusi¨®n es la siguiente: ning¨²n g¨¦nero literario desaf¨ªa m¨¢s a las instituciones censoras, al esp¨ªritu de censura, que el periodismo narrativo. Todo el que lo ha practicado alguna vez lo sabe de memoria. Por eso hay que defenderlo a brazo partido, como lo hicieron en aquella mesa ma?anera y dominical Tom¨¢s Eloy Mart¨ªnez, Joaqu¨ªn Molina y algunos otros, y por eso hay que atacar la censura sin la menor vacilaci¨®n y cualquiera que sea la forma que adopte. Toda mi simpat¨ªa est¨¢ con los j¨®venes que desfilaban esa ma?ana en silencio, con la boca amordazada y con los ojos vendados.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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