La gota gorda
1
Como estoy en Cartagena de Indias, me siento m¨¢s libre que si estuviera en el pa¨ªs natal. Aqu¨ª no soy el prisionero de un entorno. Si no fuera porque carezco de ellas, hasta ser¨ªa capaz aqu¨ª de descargarme de tensiones patriotas. El calor es abrumador fuera del cuarto. Se entelan fulminantemente las gafas si uno sale de la habitaci¨®n, y poco despu¨¦s pasas inmediatamente a sudar la gota gorda. Por eso tal vez me hago fuerte aqu¨ª. Adem¨¢s, creo que necesito desahogarme y contar lo especialmente dura que ha sido, tras a?os dedicado a la novela, mi reciente experiencia de regresar al cuento.
2
Volv¨ª al cuento pero sin darme cuenta de que en realidad segu¨ªa con los h¨¢bitos del novelista. Segu¨ªa utilizando un tempo moroso, nada adecuado para el relato. Las frases se alargaban sin prisas y se concentraban premiosamente en los detalles. Hasta que comprend¨ª que as¨ª no iba a ninguna parte. Ten¨ªa que ser m¨¢s consciente de que hab¨ªa regresado al cuento y estaba obligado a un sentido de la brevedad que no ped¨ªa la novela. Pero el conflicto m¨¢ximo no proced¨ªa ¨²nicamente de ese lastre de las malas costumbres adquiridas como novelista. La tensi¨®n m¨¢s fuerte la ocasionaba el duro esfuerzo por contar historias de gente normal y tener a la vez que reprimir mi tendencia a divertirme con textos metaliterarios: el duro esfuerzo, en definitiva, por contar historias de la vida cotidiana con sangre e h¨ªgado, como me hab¨ªan exigido mis odiadores, que me hab¨ªan reprochado excesos metaliterarios y brutal ausencia de gente de carne y hueso.
Sin saber que mis odiadores me reprochar¨ªan tambi¨¦n lo contrario, es decir, me recriminar¨ªan cualquier cosa que hiciera, me entregu¨¦ de buena fe a los cuentos con personajes de carne y hueso. No es que fuera algo antinatural para m¨ª, pero ya desde el primer momento me sent¨ª muy inc¨®modo con el h¨ªgado, el sudor, la peste, las vulgares frases y las l¨¢grimas de mis personajes. No pod¨ªa olvidarme de lo mucho que me identificaba con Paul Val¨¦ry cuando aseguraba que su mente no estaba hecha para las novelas tradicionales, ya que las grandes escenas de ¨¦stas, las c¨®leras, las pasiones, los momentos tr¨¢gicos, lejos de exaltarle, le llegaban como destellos miserables, estados rudimentarios en los que todas las estupideces andan sueltas, en los que el ser se simplifica hasta la tonter¨ªa.
Me recriminaban tambi¨¦n mis odiadores espa?oles que mezclara vida y literatura (pero yo me pregunto si hay esfuerzo m¨¢s cervantino que esa pasi¨®n por confundir vida y literatura) y, sobre todo, que hubiera subido a un pedestal tan alto lo literario. No me permit¨ªan que dijera lo que, por ejemplo, le toleran y le dejan decir a Francisco Ayala s¨®lo porque tiene ya 101 a?os: "Yo digo que la literatura es lo esencial, lo b¨¢sico. Todo lo que no sea literatura no existe. Porque, ?d¨®nde est¨¢ la realidad? Un ¨¢rbol lo es porque uno lo est¨¢ nombrando. Y al nombrarlo est¨¢ suscitando la imagen inventada que ten¨ªamos. Pero si no lo nombras el ¨¢rbol no existe".
3
He sudado la gota gorda con las secreciones y exudaciones de mis personajes, he hecho un esfuerzo incre¨ªble para hablar de la sangre y el h¨ªgado de las personas normales. Y ¨²ltimamente me siento ya bien adaptado a mi nueva asquerosa vida. En el fondo, siempre me han impresionado cuentistas como Raymond Carver con todas sus historias de camareras y camioneros y otros seres anodinos perdidos en la grisura de una cotidianidad aplastante. Reconozco que es uno de los genios del cuento. Tambi¨¦n me gustan esos autores que, por ejemplo, describen un campo de patatas con una precisi¨®n magistral. Pero a m¨ª siempre me ha costado hacerlo. Si ten¨ªa que describir un campo de coles, lo hac¨ªa, pero se trataba de unas coles germinando en un s¨®tano, por ejemplo, y acababa teni¨¦ndome que corregir yo mismo, golpe¨¢ndome s¨¢dicamente la mano con la que escrib¨ªa aquellos surrealismos.
4
He superado todo esto y he incorporado sangre, h¨ªgado, coles y patatas a mis cuentos, pero lo he pasado mal. Me he dedicado a hablar de seres corrientes y vulgares, es decir, de espa?oles y catalanes amostazados, apopl¨¦ticos y analfabetos, pero lo he pasado mal, muy mal. Y todo para que dijeran que he cambiado un poco de estilo. Es absurdo porque en el fondo deber¨ªa haber sabido que para cambiar de estilo basta con cambiar de tema. Lo he pasado mal porque he transpirado mucho con mis personajes. A los de mi primer cuento no he podido olvidarlos. Se pasaban el d¨ªa metidos en mi cocina, discutiendo mientras fregaban los platos. Discut¨ªan por cualquier cosa. Era uno de esos matrimonios que se quieren mucho, pero se tiran los platos literalmente por la cabeza. Una banalidad, algo muy visto. Sin embargo, me volv¨ª preciosista con ellos, ni un error a la hora de abordar su inmensa vulgaridad con precisi¨®n. El problema lleg¨® cuando descubr¨ª que nunca se iban de casa. Me levantaba a medianoche para ir a buscar algo a la nevera, y all¨ª estaban los dos, apoyados en la pared del pasillo, junto a la cocina, insomnes, ella dici¨¦ndole que era un fracasado y ¨¦l respondi¨¦ndole que se mirara la bo?iga que ten¨ªa en la nariz. Un espanto. Un horror de gente. Demasiada carne, nariz y hueso. Adem¨¢s, ?cu¨¢ntos relatos se habr¨¢n escrito ya sobre las mismas tonter¨ªas?
5
Sin embargo, para no caer en la desesperaci¨®n, me he ido haciendo a la idea de que esa pareja y otras tambi¨¦n de carne y hueso son fenomenales y que sus vidas m¨ªnimas deben ser escritas en mi casa. Adem¨¢s, ?qu¨¦ diablos? Ahora vivo satisfecho de haber vuelto al cuento y disfruto cuando veo personas que todav¨ªa son humanas, que son como pobres cobayas que repiten los errores de siempre de todas las personas que han pasado por el mundo. Me fascinan todas esas se?oras y se?ores enormemente vulgares con su nariz y su h¨ªgado tan bien puestos. Adem¨¢s, ?pero qu¨¦ diablos? ?Acaso no se trataba de cambiar de estilo?
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.