Las disculpas de Valentina
Lo peor fue que no se dio cuenta de nada.
Otras veces, al terminar una clase y hasta en medio de una explicaci¨®n, entre el verbo y el predicado de la misma frase, hab¨ªa advertido c¨®mo saltaban las alarmas, c¨®mo se encend¨ªan las imaginarias luces rojas que alertan de las odiosas meteduras de pata. Los profesores hablan mucho, es lo que tiene su oficio, y a veces llegaba a tiempo de corregirse, pero a veces no. Entonces se iba a casa preocupada y rumiaba su preocupaci¨®n durante las horas de vigilia y a¨²n despu¨¦s, porque el sue?o se hac¨ªa imposible mientras calculaba la bronca que le iba a echar al d¨ªa siguiente una madre suspicaz, por haber deslizado un comentario que pudiera parecer sexista, o racista, o incluso marxista, en una lecci¨®n de Conocimiento del Medio. Al d¨ªa siguiente nunca pasaba nada, pero el malestar le duraba un par de d¨ªas.
Esta vez, en cambio, no fue consciente de correr riesgo alguno. Porque aunque todos segu¨ªan sentados en la mesa, el ¨²ltimo punto del orden del d¨ªa hab¨ªa expirado. Porque aunque estaba delante de testigos, y a¨²n peor, de testigos hostiles, estaba hablando con uno solo de los presentes, que era su amigo. Y porque confiaba en el valor de las met¨¢foras. Siempre hasta ahora hab¨ªa confiado en ellas. Siempre, hasta que su hijo peque?o le hizo una pregunta que la dej¨® helada.
–Oye, mam¨¢… ?T¨² has dicho que lo que habr¨ªa que hacer es matar a unos t¨ªos de una junta de no s¨¦ qu¨¦?
–?Yo? –y se ech¨® a re¨ªr–. Claro que no. ?C¨®mo iba yo a decir eso?
–Pues es lo que est¨¢ en el corcho.
Y era verdad. Valentina se acerc¨® al corcho, ley¨® la carta de protesta que algunos de sus compa?eros hab¨ªan enviado a la direcci¨®n y no pudo creer lo que le¨ªa. "?Pero qu¨¦ he dicho yo?", se pregunt¨®, "?c¨®mo es posible…?". Y sin embargo, su amigo Luciano se lo confirm¨® enseguida.
–Yo dije que habr¨ªa que cargarse los conciertos, y t¨² me dijiste que a los que habr¨ªa que cargarse de una vez por todas es a los de la Junta de Escolarizaci¨®n.
–Pero si era un chiste –protest¨®–, y ni eso, una forma de hablar, de decir…
–Ya –objet¨® ¨¦l–, ya lo s¨¦. Pero lo que es decirlo, lo dijiste. Y ellos lo han copiado. Y han escrito una carta, y la han colgado en el corcho. Y eso no es todo. Parece que algunos padres van a firmar otra carta, en fin…
Lo peor fue que no se dio cuenta de nada, que no fue capaz de detectar el peligro, la trampa en la que se hab¨ªa metido sin la ayuda de nadie, porque tampoco logr¨® imaginar el grado de malevolencia de las personas que la estaban escuchando, un nivel al que ella, desde luego, no ha llegado en su vida y no se cree capaz de llegar jam¨¢s. Pero deber¨ªa haber contado con eso. Deber¨ªa haber comprendido que la ten¨ªan muchas ganas, que la acechaban desde hac¨ªa tiempo, que les molestaba, que les enfurec¨ªa, que la detestaban. Que este pa¨ªs ya no tiene el cuerpo para figuras ret¨®ricas. Que ya no se puede bromear delante de desconocidos. Que de un tiempo a esta parte, todos los espa?oles estamos abocados a la literalidad, y algunos, adem¨¢s, a permanecer bajo sospecha. Ahora que lo ha aprendido, nunca lo olvidar¨¢.
Por eso, esta ma?ana ha ensayado un buen rato delante del espejo del cuarto de ba?o, y ha ido repitiendo las mismas palabras por la calle, y despu¨¦s, mientras sub¨ªa las escaleras, en el recreo, en los cambios de clase. Y antes de que empiece la reuni¨®n, se asegura el primer turno de palabra, se levanta, mira a todos sus compa?eros uno por uno.
–Quiero pedir disculpas por el desafortunado comentario que hice la semana pasada de forma involuntaria, porque jam¨¢s pens¨¦ que a alguien se le ocurriera interpretarlo en sentido literal. No pretend¨ªa alarmar ni amenazar a nadie, como habr¨ªa resultado evidente para cualquiera si mis palabras no se hubieran reproducido maliciosamente fuera de contexto. En todo caso, es culpa m¨ªa, porque el control del lenguaje es una exigencia de mi oficio, y yo dir¨ªa que de alguno m¨¢s tambi¨¦n. Pero no pretendo otra cosa que disculparme y desear, eso s¨ª, que en lo sucesivo haya m¨¢s gente capaz de pedir disculpas despu¨¦s de meter la pata.
Al terminar, Valentina mira al director, que asiente con la cabeza; a Luciano, que la sonr¨ªe, y a los dem¨¢s, que permanecen tan impert¨¦rritos como si hubieran o¨ªdo llover. No ha servido de nada. Eso s¨ª que lo sab¨ªa, pero tampoco pod¨ªa hacer otra cosa.
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