Aficionados profesionales y tensi¨®n pol¨ªtica en Espa?a
Creo que la mayor¨ªa estaremos conformes en el diagn¨®stico de que existe una sobrecarga de tensi¨®n en la vida pol¨ªtica de los espa?oles. Algo m¨¢s complicado ser¨ªa e1 ponernos de acuerdo en las causas de este exceso de tensi¨®n. Por supuesto, existen problemas pol¨ªticos graves en el horizonte de nuestra vida p¨²blica: la amenaza del terrorismo, el futuro de la organizaci¨®n territorial de nuestro Estado y los riesgos sobre el futuro mismo de nuestro Estado y nuestra naci¨®n, estar¨ªan a la cabeza de estos problemas. Pero un examen comparado de los mismos, tanto en perspectiva internacional como en perspectiva hist¨®rica interna, no nos dar¨ªa una explicaci¨®n suficiente para los perfiles excesivamente picudos dominantes hoy en nuestra vida pol¨ªtica.
En ausencia de otros factores econ¨®micos, sociales y culturales, creo que no es muy forzado concluir que la causa fundamental de la presente situaci¨®n tiene origen estrictamente pol¨ªtico: la lucha por la conservaci¨®n y la conquista del poder. Como ha dicho un antiguo presidente del Gobierno, Espa?a podr¨ªa vivir hoy una situaci¨®n preb¨¦lica; lo que puede haber de exagerado en el calificativo, se ver¨ªa agravado por ser esa situaci¨®n el resultado de la gesti¨®n pol¨ªtica de los que tienen por misi¨®n fundamental ordenar nuestra convivencia.
Se trata de una situaci¨®n ins¨®lita. El personal pol¨ªtico espa?ol ha conseguido la singular haza?a de convencer a significativos sectores de la opini¨®n nacional, empezando por el grueso de los medios de comunicaci¨®n, de que el pa¨ªs est¨¢ pr¨®ximo a un serio conflicto civil sin otros motivos sustanciales distintos al deseo de ese personal de asegurarse la permanencia o el acceso al poder. Insisto en el calificativo de ins¨®lito para describir esta situaci¨®n. Espa?a ha conocido en su pasado serias situaciones de crisis pol¨ªticas. Pero ninguna de estas situaciones se produjo sin el cortejo de inestabilidades econ¨®mico-sociales y serios conflictos religiosos y culturales como parece suceder en el momento actual.
Semejante panorama solamente es posible por la disoluci¨®n de la distinci¨®n entre profesionales y aficionados que se ha producido en nuestra vida pol¨ªtica. En Espa?a se ha abierto paso la idea de que profesional de la pol¨ªtica es aquel que sabe concentrar sus energ¨ªas y habilidades en la conquista y consiguiente conservaci¨®n del poder. Contra lo que puede pensarse a primera vista, esto no siempre ha sido as¨ª. Ni en la vida pol¨ªtica europea ni espa?ola del pasado ha circulado como moneda corriente esta visi¨®n descarnada del profesional de la pol¨ªtica. En mayor o menor proporci¨®n, al profesional pol¨ªtico se le supon¨ªa un sentido del Estado, la lealtad a unas convicciones b¨¢sicas sobre el modo de organizar la vida p¨²blica y un proyecto realista para llevar a la pr¨¢ctica estas convicciones. Pol¨ªticos que han hecho de la conquista y el mantenimiento del poder su ¨²nico objetivo, han existido siempre. El problema consist¨ªa en que no eran reconocidos como profesionales de la pol¨ªtica, sino como aventureros de la misma. La transformaci¨®n en aficionados de aquellos hombres de vocaci¨®n p¨²blica leales a los viejos patrones es la que nos ofrece la presente situaci¨®n de unos aficionados que se creen profesionales por haber antepuesto la empresa de conquista y mantenimiento del poder a otras consideraciones.
El estado que presenta nuestro actual sistema de partidos es un instrumento indispensable para explicar esta situaci¨®n. Nuestros grandes partidos se van transformando en empresas que velan por sus empleados de la cuna a la sepultura. Para ello solamente es necesario un requisito b¨¢sico: la fidelidad sin l¨ªmites a la organizaci¨®n partidista. El patriotismo es sustituido por un peculiar patriotismo de partido. La discusi¨®n de los grandes problemas pol¨ªticos no es una cuesti¨®n que ocupa ya el tiempo de nuestras grandes organizaciones pol¨ªticas. La fidelidad al l¨ªder y al caucus dirigente jubila la fidelidad a convicciones ideol¨®gicas y pol¨ªticas. La l¨®gica de esta vida partidista se ha conseguido llevar en Espa?a a la vida de nuestras instituciones. La mejor ilustraci¨®n de ello es la resignada aceptaci¨®n de la distinci¨®n entre magistrados conserva-dores y progresistas, una inusitada distinci¨®n capaz de borrar la propia conciencia profesional de algunos de nuestros magistrados.
Esta situaci¨®n ha sido consentida por la sociedad espa?ola. Si las cosas marchan bien en nuestra vida econ¨®mica, si nuestra sociedad es capaz de crecer y desarrollarse con su presente vida pol¨ªtica, no parece exagerado a algunos pagar el peaje que pueden representar una parte de nuestros pol¨ªticos y seguir adelante. Incluso aunque estemos dispuestos a aceptar este planteamiento c¨ªnico de las cosas, debemos reconocer que una parte considerable de ese personal pol¨ªtico ofrece indicios de haber ido demasiado lejos por un camino equivocado. No cabe al respecto sino imaginar qu¨¦ hubiera sido de Espa?a si parte del presente personal se tuviera que haber visto con una situaci¨®n como la que vivi¨® nuestro pa¨ªs en el momento de la transici¨®n. Mirando m¨¢s all¨¢, a los a?os treinta o a la crisis con que se cierra el siglo XIX, se abre la hip¨®tesis pesimista de que los resultados hubieran sido muy similares a los que nos depar¨® nuestro tr¨¢gico pasado. Aunque ese pasado presentaba atenuantes, si no justificaciones, a la acci¨®n de los pol¨ªticos del momento. No se trata de llamar la atenci¨®n sobre una situaci¨®n privativa de nuestro pa¨ªs y mucho menos todav¨ªa de volver a una cr¨ªtica inmisericorde, de sabor regeneracionista, de los pol¨ªticos. Lo que sucede es que en Espa?a las cosas parecen ir desliz¨¢ndose, contra toda l¨®gica, por un camino que va m¨¢s all¨¢ de lo sucedido en otros pa¨ªses europeos.
Espa?a ha crecido espectacularmente desde la segunda mitad del siglo XX. Nuestra sociedad tiene hoy muy poco que ver con la del pasado. Nuestro crecimiento econ¨®mico, nuestro despliegue cient¨ªfico y cultural, nuestra evoluci¨®n social, nos sit¨²an hoy en un punto del desarrollo internacional sin paralelo con el ocupado en el siglo XIX o la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, y por lo que hace a una parte importante de los pol¨ªticos que gestionan hoy nuestra vida p¨²blica, pocos estimar¨¢n que se ha seguido el mismo nivel de evoluci¨®n. Incluso en algunos puntos concretos, podemos temer que hemos retrocedido. La corrupci¨®n visible en nuestra actual vida p¨²blica puede ser un ¨ªndice de ello. La altura del debate pol¨ªtico, el nivel intelectual dominante en el mismo, pod¨ªan ser otros terrenos en que la comparaci¨®n con nuestro pasado liberal democr¨¢tico resultase negativa para el momento actual.
Sin deslizarnos por las propuestas arbitristas, parece obligado que la sociedad espa?ola se pare a pensar acerca de lo que sucede en su "clase pol¨ªtica". Que incluso una parte importante de los propios pol¨ªticos, en 1a que todav¨ªa pueden confiar los espa?oles, inicie una revisi¨®n de su comportamiento. Que restablezcamos entre todos una nueva divisi¨®n entre aficionados y profesionales en nuestra vida p¨²blica.
Lo que parece evidente es que una sociedad como la espa?ola de estos primeros a?os del siglo XXI no tiene razones para aceptar resignadamente una vida pol¨ªtica como la que parece dibujarse en la actualidad. La prensa, la universidad, los sindicatos, lo que resta de vida en nuestros partidos, la sociedad civil en su conjunto, tienen algo que decir ante el presente panorama. Porque por detr¨¢s del presente combate de nuestros sedicentes profesionales de la pol¨ªtica, un combate hoy por hoy relativamente inocuo, se pueden incubar conflictos de mayor alcance para nuestra sociedad. La incapacidad de conllevarse la mayor¨ªa y la oposici¨®n es la que abre el camino a alianzas pol¨ªticas que ponen en cuesti¨®n la lealtad al Estado y al sistema pol¨ªtico y a estrategias pol¨ªticas que hacen imposible el consenso ante las reglas b¨¢sicas del juego pol¨ªtico. El no reconocerse como adversarios leales es lo que abre la puerta a unas hipot¨¦ticas resistencias a la alternancia en el poder. La falta de respeto a las instituciones del Estado es la que siembra las bases para una impugnaci¨®n de sus decisiones. En este sentido, es de esperar que la decisi¨®n del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Catalu?a no pueda suponer una reedici¨®n del problema generado en 1934 por la Ley de Cultivos. No es descabellado pensar que lo que hoy parece alarmismo injustificado puede transformarse ma?ana en riesgos concretos. El Estado y el sistema pol¨ªtico son artefactos que alcanzan su plena justificaci¨®n en momentos de crisis. Por eso, en tiempos de bonanza, resulta obligado mantenerlos en forma.
Andr¨¦s de Blas Guerrero es catedr¨¢tico de Teor¨ªa del Estado en la UNED.
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