Est¨¦tica de la reaparici¨®n
Cuando tienen lugar los atentados a las Torres Gemelas de Nueva York, Stockhausen los califica como la obra de arte perfecta ("la obra mejor ejecutada jam¨¢s"). D¨ªas m¨¢s tarde, se percata del horror que encierra su clasificaci¨®n (tambi¨¦n le llueven suspensiones de pr¨®ximos conciertos) y se arrepiente. Pero ya no hay remedio: primero, porque est¨¢ dicho; segundo, porque su primera certeza abre un camino que nos aboca sin contemplaciones al abismo de estos tiempos. A esta ¨¦poca nuestra en la que arte y pol¨ªtica traspasan cotidianamente sus fronteras, enzarzados en una coreograf¨ªa de pasos pactados, enemistades c¨®mplices y necesidades mutuas. El hechizo del arte sobre la pol¨ªtica (y de la pol¨ªtica sobre el arte) cuenta con alertas muy l¨²cidas. La de Giorgio Agamben detecta el car¨¢cter perform¨¢tico de la pol¨ªtica, que se ha convertido en la "esfera de los puros medios, de la gestualidad absoluta e integral de los hombres". La de Miguel Morey nos hace reparar en la conjunci¨®n de arte y fascismo a partir de la atracci¨®n mutua que los imanta.
No es posible considerar el mal y el atentado como algo ajeno o inhumano
En la escalofriante definici¨®n de Stockhausen estalla algo de ese deslumbramiento por unos atentados que se suceden en la franja horaria id¨®nea -telediario de la ma?ana en Am¨¦rica, de la tarde en Europa, de la noche en Asia-, lo que garantiza el m¨¢ximo impacto visual, optimiza su envoltorio simb¨®lico y multiplica su crueldad. (Desde entonces, se hace dif¨ªcil concebir un videoarte con ese nivel extremo de efectividad). Sin embargo, lo m¨¢s siniestro de esta definici¨®n no apela a ese posible car¨¢cter est¨¦tico -el arte no es necesariamente la expresi¨®n de una redenci¨®n del bien; calificar algo como art¨ªstico no significa aplaudirlo- sino a la perfecci¨®n, que parece dirigirse a su capacidad de aniquilaci¨®n, a la entrada de la muerte en la ecuaci¨®n. "El crimen nunca es perfecto", conced¨ªa Baudrillard, pero "la perfecci¨®n siempre es criminal". De hecho, los creadores m¨¢s interesantes -Rimbaud, Marcel Duchamp, Thelonious Monk, Glenn Gould, Bobby Fischer- no lo han sido por perfectos sino, precisamente, por su b¨²squeda de una perfecci¨®n que no consiguen. La perfecci¨®n no es, para ellos, un resultado art¨ªstico sino un imposible que incluso los lleva a desaparecer, como puede leerse en los personajes que trasiegan por las narraciones de Thomas Bernhard, Julio Cort¨¢zar o Enrique Vila-Matas. A diferencia de la obra de arte m¨¢s valorada por Nietzsche (aquella que es capaz de construirse a s¨ª misma), la est¨¦tica del terrorismo nos habla de una obra que se destruye a s¨ª misma, a los asesinados y al que la crea.
S¨®lo que los atentados del fundamentalismo isl¨¢mico no provienen de las Mil y una noches, no se trata de ¨¢rabes que se aproximan hacia nuestra destrucci¨®n armados con cimitarras y en alfombras voladoras. Son, tal como suena, parte del capitalismo, de una zona antidemocr¨¢tica y violenta de este modo de vida, una fase del sistema que ha sabido utilizar muchos de los mecanismos que lo subliman: el mercado (la Bolsa y el petr¨®leo); los avances tecnol¨®gicos (telefon¨ªa, aviaci¨®n, internet, universidades elitistas occidentales); o el estilo de los medios de comunicaci¨®n (Al-Jazeera). Cuando Daniel G. And¨²jar contrapone en sus piezas las maneras en que aniquila el ej¨¦rcito regular de Estados Unidos -a distancia- y las de Al Qaeda -por deg¨¹ello-, se aprecian, a primera vista, dos estilos distintos de matar: uno civilizado y otro b¨¢rbaro, uno limpio y otro extasiado en la sangre, uno propio de la guerra convencional y otro de un ej¨¦rcito irregular. Pero se da el caso de que ambos remiten a videojuegos occidentales y tienen un correlato con h¨¦roes virtuales que inundan cualquier tienda de nuestras ciudades. As¨ª pues, como recomendaba Edward Said, estamos ante un problema al que hay que afrontar como un fen¨®meno contempor¨¢neo, no mitol¨®gico o b¨ªblico. No es posible considerar el mal y el atentado como algo ajeno o inhumano. M¨¢s bien al contrario, como ha expuesto Josep Ramoneda, el terrorista ser¨ªa el caso, exagerado, de un ser humano que "es capaz de usar estrat¨¦gicamente la violencia".
As¨ª como Stockhausen decidi¨® concederle carta est¨¦tica a los mayores atentados de la historia contempor¨¢nea, el terrorista occidental Unabomber no parece tener en alta estima el hecho art¨ªstico, al considerarlo "peligroso" -como cualquier ultraconservador- y definir que "las formas de arte que apelan a los intelectuales del izquierdismo moderno tienden a enfocarse en la sordidez, la derrota y la desesperaci¨®n". Para Unabomber, en todo caso, no hay remedio en ning¨²n flanco de la pol¨ªtica, pues "los izquierdistas son masoquistas" y "los conservadores son mentecatos".
Dentro de estas l¨®gicas pueden abordarse algunas obras art¨ªsticas sobre el terrorismo. Es el caso, por ejemplo, del ahora separado colectivo El Perro y su proyecto The Democracy Shop sobre la tortura en Abu Ghraib. O Banksy, que relaciona Disneylandia, esa galaxia moderna de ocio y peregrinaci¨®n familiar, con Guant¨¢namo en Big Thunder Mountain Railroad. O incluso Harold Pinter, que convierte en una v¨ªdeo-performance contra George W. Bush y Tony Blair su discurso de recepci¨®n del premio Nobel de Literatura.
Por decisi¨®n, por ignorancia o por temor -a veces por estos tres elementos mezclados- se da el hecho de que la mayor¨ªa de las po¨¦ticas emanadas del terror operan, ante todo, en el interior de Occidente y como una cr¨ªtica a sus diversas injusticias sociales. Nunca a los atentados en s¨ª mismos y hacia los m¨®viles internos que les animan y que no pasan exclusivamente por mitos como los de David contra Goliat o el de Robin Hood contra el noble rico de turno.
En otra ¨¦poca -cuando a¨²n no era considerado como un icono de consumo global- el Che Guevara calificaba al guerrillero, y a s¨ª mismo, como una "fr¨ªa y selectiva m¨¢quina de matar". Pese a utilizar la lucha de guerrillas y todas las formas no convencionales de enfrentamiento que estuvieran a su alcance, todav¨ªa la muerte impon¨ªa un l¨ªmite: el que se circunscrib¨ªa a los implicados, por lo que se evitaban, si es que esto era posible, perjuicios a terceros. Hoy todo eso es historia antigua.
Entre 1989 y 2001 -del 9 de noviembre al 11 de septiembre-, entre el muro de Berl¨ªn y las Torres Gemelas, se da el tr¨¢nsito entre la est¨¦tica de la desaparici¨®n (apuntada por Paul Virilio) y la angustia por la reaparici¨®n (del atentado) esbozada tambi¨¦n por Virilio en Ciudad p¨¢nico. De Virilio a Virilio no s¨®lo el arte y la pol¨ªtica han fracturado los bordes que una vez los separaron. Tambi¨¦n se han quebrado los l¨ªmites entre los da?os colaterales y los objetivos "seleccionados", entre las armas de destrucci¨®n nunca encontradas y las armas de transmisi¨®n que ya nunca dejar¨¢n de encontrarnos a nosotros; no importa si provienen de los terroristas o de los aliados.
En esa atm¨®sfera de p¨¢nico vivimos bajo la convicci¨®n de una cat¨¢strofe reiterada, dentro del loop de una hecatombe que no acaba, con todos los efectos y simulaciones del accidente, pero con una causalidad nada providencial. En Nueva York o en Kabul, en Madrid o en Bagdad... alguien va a apretar un bot¨®n.
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