Hervor
Dec¨ªa Gauguin, a la desesperada, que "un kilo de verde es m¨¢s verde que medio kilo". Esa asociaci¨®n entre intensidad y peso le parec¨ªa la ¨²ltima posibilidad de experimentar la presencia del color. Su presencia, verdaderamente, pues no fue lo bastante arrojado para abrir las puertas de su existencia, como C¨¦zanne. "El color est¨¢ vivo, es lo ¨²nico que vuelve vivas las cosas", le dice a Gasquet frente a la monta?a Sainte-Victoire. Vivas, las cosas se van: pesan y flotan a la vez. ?Qui¨¦n podr¨ªa pesar a una paseante al vuelo? "Todo lo que vemos, se dispersa, se va", le sigue diciendo. El conflicto de Gauguin se ha resuelto en manos de C¨¦zanne en otro sobre intensidad y aire. Si la pintura de C¨¦zanne se desmorona continuamente -y eso es lo que nos atrae de ella- no es por ning¨²n acierto o imposibilidad con la forma, como dijeron las vanguardias, sino por esa inestable vivacidad del color que busca sin cesar au plein air, entre los pinos h¨²medos y calientes. C¨¦zanne ha abierto su cuerpo a la pintura de Tiziano: el color, piel de Marsias siempre, no es representaci¨®n ni presencia de nada, simplemente est¨¢, late para aletear: vapor, respiraci¨®n, luz. Ese color que respira acelera todo a su paso: "Un cuadro se ve al instante o no se ve nunca", le sigue diciendo a Gasquet. Y es que, convertidos en ciudadanos despojados de ritual, apenas recordamos ya que la rapidez del ojo fue en otro tiempo el signo de respeto a la vivacidad de las cosas.
Obras posminimalistas, se ha dicho, aunque yo, en la estela de Nietzsche, prefiero llamarlas p¨®stumas
Las piezas que Wolfgang Laib expone en el Reina Sof¨ªa son tambi¨¦n visiones raudas de esa vivacidad. La leche que se deposita en la concavidad de una losa de m¨¢rmol hasta confundirse con ¨¦l, blanco sobre blanco, oscilando todo entre lo fluido y lo s¨®lido, pero tambi¨¦n entre el estanque y el espejo -fantasma de Narciso y cuerpo de Pierrot somos en un solo trago-; la cera de abeja que trepa en escalones para recordar zigurats -En ning¨²n lugar, en todos los lugares, la ha llamado: el trabajo de la Historia en picaduras ascendentes-; las ofrendas de arroz colocadas en l¨ªnea en platos de lat¨®n, o la alfombra de polen de avellano extendida en una habitaci¨®n no son representaciones ca¨ªdas de la tragedia del paisaje moderno, como alguna vez se ha dicho. Por el contrario, esas materias, irrepresentables por preciosas y preciosas por cotidianas, desmovilizan cualquier representaci¨®n anterior: el espejo, la arquitectura, la alfombra... S¨®lo queda la leche imponi¨¦ndose al m¨¢rmol, el polen al suelo, el arroz a los caminos. Obras postminimalistas, se ha dicho de ellas, aunque yo, en la estela de Nietzsche, prefiero llamarlas p¨®stumas. ?No es eso lo que nos indican las fotos de Laib en cuclillas entre las flores, recogiendo el polen -la pintura- que previamente ha cultivado? Perfecto emboscado, como hubiera dicho J¨¹nger, que espera el fin del tiempo para volver a tirar los dados: basta un poco de cera para reanimar la arquitectura y un simple brik de leche para pensar en Narciso. ?Eso s¨ª que es filosofar con el martillo!
Las obras de Laib son encrucijadas que nos plantean la lucha entre la red de sensaciones que desprendemos de las cosas y la red conceptual que arrojamos sobre ellas, ante las que el artista acaba retrocediendo. "La naturaleza se las arregla siempre, cuando la respetamos, para decir lo que significa", dec¨ªa C¨¦zanne. Wolfgang Laib tambi¨¦n da un paso atr¨¢s ante la naturaleza para que ella se haga evidente.
?Cu¨¢nto pesa ese polen que extiende meticulosamente con la ayuda de un colador? Apenas importa, pues lo que nos atrapa es el fulgor de su elevaci¨®n. Y en efecto: los bordes difusos del polen, al temblar ante nuestros ojos, desencadenan el temblor de todo el aire sobre ¨¦l, generando as¨ª un emborronamiento atmosf¨¦rico, como el de los prados al amanecer. La obra se vuelve m¨¢quina de desenfoque que nos perturba la vista para hacernos sensibles las energ¨ªas del paisaje. Ante este polen que palpita, el recuerdo de La f¨¢brica del prado de Francis Ponge se vuelve autom¨¢tico: "Pintura de una sola capa. Los fondos vuelven a salir". As¨ª funciona tambi¨¦n el prado del arte: al mirarlo, asciende, y nos sentimos expectantes, transformados de espectadores en esperadores, devorados por el recuerdo, tan banal, tan certero, de la leche hirviendo en el cazo. Todo se nos hace visible en el hervor del aire: la leche en el m¨¢rmol asciende para poner a bullir nuestro blanco reflejo, el polen se evapora en la bruma del ojo, la cera en olor que trepa por el tiempo, el arroz en el humo invisible de un sacrificio que nunca llegar¨¢... El artista, sabedlo, libera la flotaci¨®n de las cosas. C¨¦zanne lo dijo a su manera: "La naturaleza no radica en la superficie; radica en la profundidad. Los colores son la expresi¨®n de esa profundidad. Suben de las ra¨ªces del mundo".
Miguel ?ngel Garc¨ªa es profesor de Historia del Arte de la Universidad Complutense. La muestra Wolfgang Laib. Sin principio-Sin fin puede verse en el Museo Nacional Reina Sof¨ªa (www.museoreinasofia.es. Madrid, calle de Santa Isabel,52) hasta el pr¨®ximo 17 de julio.
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