Historias de la extra?a tierra de nadie
Josep Ramoneda relata la vida de cuatro inmigrantes que intentan desde el Magreb saltar a una vida mejor. Y da su opini¨®n
1 HISTORIA DE A.-"He venido a trabajar y no puedo volver atr¨¢s. Hace un a?o que mi hijo no come de su padre", dice. A. lleva m¨¢s de tres meses en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla. Cuenta A. que salt¨® la valla el 3 de diciembre de 2006, aprovechando un gran aguacero que mantuvo a los soldados marroqu¨ªes dentro de sus garitas de guardia. Parece que aquel d¨ªa lo intentaron cinco y pasaron dos. A. se rompi¨® la mu?eca y el tobillo y se hizo un enorme corte en la barriga. El salto de A. desmiente dos cosas a la vez: que la valla sea inexpugnable y que, como dijo la propaganda del Gobierno en su momento, la valla est¨¦ pensada para que los inmigrantes que la desaf¨ªen no se hagan da?o.
A. se rompi¨® la mu?eca y el tobillo y se hizo un corte en la barriga cuando salt¨® la valla de Melilla
A los tamiles S. y T. les dicen que se corten el pelo, pero es el ¨²ltimo rasgo de identidad que les queda
La nigeriana F., de 15 a?os, se debate entre volver a su pa¨ªs o caer en las redes de la prostituci¨®n
Se calcula que unos 2.000 subsaharianos est¨¢n acampados actualmente entre Melilla y Oujda
La valla que cierra Melilla, meti¨¦ndose incluso en el mar para pon¨¦rselo dif¨ªcil a los que intenten pasar a nado, es met¨¢lica y tiene unos doce kil¨®metros de largo y una altura de ocho metros. En realidad, no es una valla, son cuatro. Cuatro barreras ligadas entre ellas por unas tramas de acero para atrapar, en el segundo o en el tercer paso, al que osa emprender la carrera de obst¨¢culos, catapultado por la fuerza de la desesperaci¨®n. La parte alta de la valla es m¨®vil para hacer m¨¢s dif¨ªcil el intento. A medida que te aproximas, el silencio se impone. Un silencio que me record¨® el muro de Berl¨ªn. Es la verg¨¹enza la que hace que las personas bajen la voz e incluso la cabeza cuando se acercan a ella. En el lado espa?ol hay una carretera de servicio por la que circula de vez en cuando la Guardia Civil. En un punto, la valla toca con las labores de construcci¨®n de un campo de golf: valiosa aportaci¨®n al esperpento del inefable Imbroda, presidente de Melilla. En el lado marroqu¨ª, una garita cada cincuenta metros con soldados armados que no dudan en tirar si los inmigrantes se acercan a la barrera. Se ven tiendas de campa?a y movimientos de militares marroqu¨ªes en una franja que, en realidad, es espa?ola, porque la valla est¨¢ entrada en el territorio de Melilla y los mojones que marcan la vieja frontera quedan a cinco o seis metros de distancia en el lado marroqu¨ª. A unos trescientos metros del mar, en la parte este de la ciudad, la valla sube un mont¨ªculo desde el cual se ve una larga perspectiva de esta reja hecha para que los ciudadanos del Primer Mundo se sientan protegidos de los parias de la Tierra. Es un ignominioso monumento que Europa erige a sus propios miedos, y, por tanto, una expresi¨®n de su vulnerabilidad.
A. est¨¢ desesperado porque la recuperaci¨®n de las operaciones que le hicieron por las lesiones que se produjo en la valla le impiden trabajar. A su familia le cuesta mucho entender que despu¨¦s de un a?o no haya podido mandar todav¨ªa un euro, no haya podido siquiera alcanzar la tierra prometida. En los pa¨ªses desde los que salen estos desesperados en busca de mejor suerte viven envueltos en fantas¨ªas tanto sobre el viaje de los inmigrantes como sobre lo que se van a encontrar cuando alcancen el para¨ªso. A. repite, como todos, que llegar a Europa es su obligaci¨®n. Y que s¨®lo Dios puede imped¨ªrselo. No conseguirlo no es solamente un fracaso personal, es una traici¨®n a la familia. A. no ha sentido miedo en su aventura, excepto cuando se ha encontrado con los militares marroqu¨ªes o con la polic¨ªa. El miedo es un privilegio de los que tienen algo que perder.
Los inmigrantes pueden entrar y salir del CETI siempre que quieran, pero ning¨²n externo puede acceder al centro sin permiso. Es de noche, hace fresco. En las afueras del recinto, un grupo de subsaharianos ha encendido un fuego para cocinar a su gusto. Hay rencillas entre ellos, generalmente relacionadas con los or¨ªgenes o con el grado de compa?erismo demostrado en situaciones delicadas. No todos son bienvenidos a compartir la comida. A. cuenta que cada vez hay menos subsaharianos y m¨¢s asi¨¢ticos en el CETI. Tiene una explicaci¨®n: la valla ha hecho aumentar las tarifas que las mafias cobran para hacer entrar a los inmigrantes en Melilla a trav¨¦s de la frontera oficial. Y con ella el poder de las mafias. Ahora cuesta, por lo menos, 2.000 euros. Una cantidad s¨®lo asequible a los que vienen de Oriente. La valla -¨¦sta y la de Ceuta- ha desplazado el problema: los que pasaban por aqu¨ª mueren ahora por millares en el Atl¨¢ntico.
La zona aduanera es un trasiego permanente: miles de marroqu¨ªes entran y salen cada d¨ªa de Melilla, donde tienen su trabajo. Mujeres marroqu¨ªes cargadas con enormes fardos, a menudo m¨¢s voluminosos que su propio cuerpo, se arruinan f¨ªsicamente pasando productos para vender al otro lado. Hay un estrecho pasadizo destinado a ellas en que a determinadas horas se agolpan por centenares. Por la noche aparecen unos seres fantasmas que vac¨ªan los containers de basura de Melilla para reciclar los materiales de desecho en Marruecos.
2 HISTORIA DE S. Y DE T.-S. y T. son dos amigos tamiles de Sri Lanka. Tienen 19 y 21 a?os. Uno de ellos lleva un ch¨¢ndal de la selecci¨®n espa?ola del Mundial 82. Ninguno de los dos hab¨ªa nacido entonces. Pero el tiempo no significa lo mismo para ellos que para nosotros. Hace dos a?os salieron de su pa¨ªs. Con orgullo exhiben un documento de identidad en el que est¨¢n fotografiados sonrientes y aseados, vestidos con corbata. Lo ¨²nico que no han perdido es la sonrisa. Pasaron por Arabia Saud¨ª, y de all¨ª en avi¨®n a Senegal. Trabajaron un tiempo porque el dinero se les hab¨ªa acabado y Europa quedaba todav¨ªa lejos. Naufragaron hace un mes frente a las Canarias. Las autoridades marroqu¨ªes, primero les metieron -a ellos y a todos los supervivientes- en un campo militar, en lo que un d¨ªa fue el S¨¢hara espa?ol; de ah¨ª fueron trasladados al otro lado de Marruecos, a la frontera con Argelia en Oujda. Las autoridades practican juegos incre¨ªblemente s¨¢dicos con los inmigrantes, s¨®lo explicables por un trasfondo de racismo y desprecio. La frontera con Argelia est¨¢ cerrada desde hace veinte a?os. De modo que les dejan all¨ª tirados, a su suerte. A estos absurdos desplazamientos de inmigrantes los llaman "reconducciones". En esta extra?a tierra de nadie, un nigeriano amenaz¨® con un cuchillo a S. y a T. y les rob¨® el poco dinero que les quedaba: 200 euros. Una fortuna para ellos. Otro nigeriano, qui¨¦n sabe si conchabado con el primero, les acogi¨® durante cuatro d¨ªas en una de las casas de labor abandonadas que las mafias nigerianas ocupan en la zona fronteriza, en los arrabales de la ciudad. Pero no les dio nada de comer. S. y T. ten¨ªan los pies destrozados y las huellas de su periplo en su cuerpo. "Tengo a dos chicos de Sri Lanka aqu¨ª", dijo por tel¨¦fono el nigeriano a un m¨¦dico de MSF. "?Y qu¨¦ me quiere decir con esto?". "Que est¨¢n enfermos". El m¨¦dico fue a visitarles y el nigeriano se desentendi¨® de ellos. Horas despu¨¦s se incorporaron al campamento de ilegales -unos quinientos inmigrantes- que hay en la parte trasera del campus de la Facultad de Derecho de Oujda. S. y T. se sostienen con una sola muleta: una sonrisa a todo el que se les acerca. El mero hecho de escucharles provoca un agradecimiento infinito a quienes son rechazados en todas partes. Nada m¨¢s llegar a la facultad, alguien les reconoce: "Mira, los de Sri Lanka". Es un compa?ero de naufragio que est¨¢ errante por Marruecos, como ellos. En el campus les han sugerido que se cortaran el pelo: por razones de higiene, pero tambi¨¦n de seguridad. Las melenas no gustan a las autoridades. Se han negado. Es el ¨²ltimo rasgo de identidad que les queda.
Oujda es una ciudad marroqu¨ª de corte franc¨¦s, de 400.000 habitantes, situada a 14 kil¨®metros de la frontera argelina. Desde que la polic¨ªa marroqu¨ª empez¨® a desplazar inmigrantes hacia los alrededores de Oujda, el decano de la Facultad de Derecho decidi¨® poner una parte del campus a su disposici¨®n. Los inmigrantes no tienen permiso para colocar tiendas. Se protegen del fr¨ªo con unos simples pl¨¢sticos. Y con los anoraks que alguna ONG ha repartido. Llegan, est¨¢n all¨ª un tiempo, que no se sabe muy bien qui¨¦n controla, y de pronto desaparecen. Muchas veces, sus compa?eros desconocen si llegaron a Espa?a o se los trag¨® el mar.
En el campus hay una mujer con un ni?o a la espalda, que el m¨¦dico se llevar¨¢ a Rabat para tratar de encontrarle mejores condiciones para vivir. El embarazo es una de las formas de explotaci¨®n de la mujer que aparecen en la inmigraci¨®n ilegal: una mujer en estado de gestaci¨®n o con un ni?o peque?o es m¨¢s f¨¢cil de pasar, y una vez en Espa?a goza de privilegios que facilitan el reagrupamiento familiar. Algunas calculan el embarazo, para hacerlo coincidir con la llegada a la frontera.
S. y T., como todos, no tienen otro pensamiento que alcanzar Europa. De nada sirve intentar persuadirles de que no es el para¨ªso. "Somos tamiles y no podemos regresar, nos matar¨ªan", dicen. Como todos, dicen estar en manos de la divinidad. "Ya s¨¦ que en Europa la gente es muy descre¨ªda", me dice un cristiano de la Rep¨²blica Centroafricana que me toma la mano y reza para que Dios haga un milagro en mi coraz¨®n. "Es Dios el que nos ha dado la fuerza para llegar hasta aqu¨ª, y s¨®lo alcanzaremos Europa si ¨¦sa es su voluntad".
3HISTORIA DE F.-F. es una chica nigeriana de 15 a?os, bella, de cuerpo diminuto. M¨¦dicos Sin Fronteras la ha ingresado en el hospital de Oujda por una infecci¨®n tropical. Las autoridades marroqu¨ªes respetan a los enfermos protegidos por MSF y no los detienen aunque sean ilegales. A F. le han dado de alta. Sali¨® de su pa¨ªs hace tiempo -dos meses dice ella, aunque a menudo se contradice- por presi¨®n familiar. Y algunos indicios hacen pensar que, sin ella saberlo, podr¨ªa haber sido comprada a su familia por una red de prostituci¨®n espa?ola. Es un trato habitual: pagan algunos pocos miles de euros por la compra de las chicas y las retienen por lo menos hasta que han devuelto 40.000 euros con su trabajo. Cuando F. fue ingresada, el m¨¦dico recibi¨® tres llamadas en una tarde de los nigerianos que la tutelan, insistiendo en que no era apendicitis lo que la chica ten¨ªa y que sobre todo no la operaran: una cicatriz deval¨²a la mercanc¨ªa. F. sale del hospital. La disyuntiva es simple. Si se la pone en manos de las autoridades marroqu¨ªes, la devolver¨¢n a su pa¨ªs, cosa que ella no quiere bajo ning¨²n concepto, y no hay ninguna garant¨ªa de que en el camino no sea vejada, violada o agredida en cualquiera de los lugares por los que se le obligar¨¢ a pasar. Si se la devuelve a sus amigos protectores, que es lo que ella quiere, lo m¨¢s probable es que su destino sea la prostituci¨®n y la explotaci¨®n. La hemos acompa?ado a una casa de labor construida en torno a un pozo, a las afueras de Oujda, donde la aguarda un grupo de compatriotas. Dos de ellos llevan la voz cantante, vestidos con pantalones estrechos y jers¨¦is arrapados, y con vistosos relojes, y con un tel¨¦fono m¨®vil y una agenda en la mano: son probablemente el ¨²ltimo eslab¨®n de la trama mafiosa. Al despedirla quedaban pocas dudas de que aquella misma noche tendr¨ªa que someterse a las exigencias de aquellos peque?os matones que apenas la saludaron al recibirla, porque a las mujeres s¨®lo se las ignora y se las usa.
Unos 2.000 subsaharianos deben estar actualmente acampados por campi?as y bosques de la zona que va de Melilla a Oujda. Hombres, algunas mujeres, e incluso algunos ni?os, ¨²tiles como pasaporte a la tierra prometida. Algunos de ellos morir¨¢n en el mar, la mayor¨ªa llegar¨¢n a Europa. Por m¨¢s que se empe?en los Gobiernos europeos es imposible poner puertas al campo. Estas vallas ignominiosas no son para impedir que vengan, son para ganar el voto de los miedosos ciudadanos europeos. ?sta es la verdad concreta que nadie quiere reconocer. El precio de este voto es que algunos miles mueran en el mar, como carneros sacrificados a los dioses por el bienestar del Primer Mundo. Todo el mundo sabe que por estas v¨ªas entran muy pocos inmigrantes, todo el mundo sabe que la inmensa mayor¨ªa llega por los aeropuertos o por la frontera francesa. Los que rondan la frontera sur de Europa son unos pocos miles de parias, chivo expiatorio de las paranoias de las sociedades bienestantes.
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