Las sillas
No saben qui¨¦nes somos, pero desde hace un par de semanas no pueden pensar en otra cosa. Nos desean. Se remueven en sus sillas y sue?an. No dejan de so?ar con nuestros votos. Somos el fundamento de la democracia, es cierto; ellos (los candidatos) lo saben y lo admiten, pero somos tambi¨¦n (y quiz¨¢s ante todo) la llave de sus puestos de trabajo y el tornillo que los fija con fuerza (la fuerza de los votos) a sus amadas sillas, sillones y poltronas. La democracia, seg¨²n c¨®mo se mire, parece el escenario de una obra de Ionesco, es decir, una pieza con unas cuantas sillas que deben ocuparse. De nuestras intenciones depende su futuro: el de los candidatos, s¨ª, pero tambi¨¦n el de las sillas y sillones y esca?os donde se sentar¨¢n los elegidos.
Nadie piensa, sin embargo, en las sillas. Es curioso. Nadie piensa que un d¨ªa (un mal d¨ªa) se le pueda romper una pata a una silla o ser pasto de la carcoma. A nadie le preocupa, al parecer, el inseguro porvenir de las sillas y su inm¨®vil cansancio. Nadie escucha sus quejas, sus crujidos como sordos lamentos. ?A qui¨¦n le importa la salud de las sillas? ?Qui¨¦n se hace cargo del peso que soportan? Creo que en Inglaterra existe un pueblo en donde los pol¨ªticos son pesados antes y despu¨¦s de cumplir sus mandatos. Mal asunto si engordan. Malo para las sillas y quiz¨¢s malo para otros muebles de la casa p¨²blica. Aqu¨ª nadie se pesa y, si lo hace, la b¨¢scula revela que nuestros candidatos, a pesar de su aspecto, son todos anor¨¦xicos. Tres tristes esqueletos impecunes parec¨ªan los alcaldes de Donostia, Vitoria y Bilbao al mostrarnos su escueto patrimonio antes de la campa?a electoral.
Nadie piensa en las sillas, o quiz¨¢s lo que pasa es que pensamos que las sillas aguantan todo lo que les echen. Los candidatos aman a las sillas, no hay duda, pero a veces hay amores que atan. Los candidatos sienten un ardiente deseo hacia las sillas. Una ex parlamentaria de Unidad Alavesa se llev¨® a casa su esca?o, enamorada de ¨¦l, tan amoldada a ¨¦l que decidi¨® tenerlo para siempre junto a ella. Son historias de amor que humanizan a la clase pol¨ªtica. Nadie puede saber el apego que un pol¨ªtico llega a sentir hacia su asiento. Tenemos s¨®lo indicios del amor que profesan a sus sillas, pero debe ser muy apasionado. Algo ocurre una vez que se sientan en ellas, un misterio gozoso, sin duda, algo que debe asemejarse al ¨¦xtasis. Es como si el sill¨®n los transformase, como si diese forma a una ambici¨®n que tal vez ni siquiera conoc¨ªan. Pero, sin darnos cuenta, ya estamos atribuyendo culpas a las sillas. Sin darnos cuenta estamos convirtiendo a las sillas en c¨®mplices de no se sabe qu¨¦ o de s¨ª se sabe qu¨¦, pero las sillas son ¨²nicamente sillas.
El pasado fin de semana, en la plaza de Okendo de San Sebasti¨¢n hab¨ªa unas pocas sillas y unos pocos oyentes sentados mientras el candidato a la alcald¨ªa, el socialista Od¨®n Elorza, expon¨ªa sus propuestas en materia de plazas y de espacios p¨²blicos. M¨¢s solo que la una. El candidato estaba, sin embargo, de pie. Es lo malo que tienen las campa?as electorales. El candidato debe levantarse (aunque haya cuatro oyentes). No estar¨ªa bien visto que el candidato hable c¨®modamente sentado en una silla y detr¨¢s de una mesa. Hay que largar de pie. Los militantes son quienes est¨¢n sentados en sus sillas plegables. Los candidatos sudan la camiseta y soportan en posici¨®n de firmes sus propios discursos, pero en el fondo sue?an con las sillas. Lo hacen todo pensando en las sillas. No en sentarse en las sillas, sino en la esencia misma de las sillas.
El ejercicio del poder, seg¨²n Michel Foucault, genera resistencias, pero en el Pa¨ªs Vasco no parece que sean demasiadas. Las sillas se han tenido que resignar al peso de sus inquilinos a lo largo de d¨¦cadas. Si las sillas, al igual que las piedras, hablaran... Pero las sillas callan. Giulio Andreotti, la vieja salamandra de la pol¨ªtica italiana, dijo aquello de que el poder desgasta sobre todo a quien no lo tiene. Y todav¨ªa m¨¢s a quien lo pierde. Por eso los pol¨ªticos con mando sienten aut¨¦ntico pavor a perderlo y se adhieren de modo literal a sus sillas y agitan el fantasma de la abstenci¨®n en sus m¨ªtines. Nadie quiere perder el contacto con ellas (las sillas). Ni las traiciones ni los navajazos de la vida pol¨ªtica, ni las enfermedades ni los sapos tragados o por tragar son razones suficientes para romper la uni¨®n con sus poltronas. Dec¨ªa Hobbes que s¨®lo la muerte aplaca la sed de silla.
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