Polvo, sudor y hierro
Dice la tradici¨®n que Babieca, el legendario caballo del Cid, naci¨® en Babia, en las monta?as del Reino de Le¨®n, y que, antes de pertenecer al m¨ªtico caballero, sirvi¨® a un rey moro de Sevilla que presuntamente lo habr¨ªa tomado como bot¨ªn de guerra en una de sus incursiones por el norte de la Pen¨ªnsula. Verdad o no, lo que parece evidente es que Babieca era un caballo muy resistente, habida cuenta del territorio que recorri¨® en uni¨®n de su due?o; incluso, seg¨²n dice la leyenda, llevando a ¨¦ste ya muerto.
Este a?o se cumplen los 800 del Cantar que glosa sus aventuras, y que escribi¨® o copi¨®, no se sabe bien, un tal Per Abbat ?para unos, un abogado burgal¨¦s, y para otros, un juglar de Caracena? en Soria, y con ese motivo las diputaciones de las provincias que aqu¨¦l cita expresamente se han lanzado a promocionar un camino que, aunque complicado y largo, podr¨ªa competir con el famoso de Compostela a poco que alguien se lo proponga. Belleza no le falta, ni itinerarios por los que poder perderse, ni siquiera leyendas, como a aqu¨¦l.
El camino del Cid, que es el que el Cantar recoge, comienza en Vivar, en Burgos, el solar del caballero que algunos han querido convertir en la quintaesencia de lo espa?ol, de lo cat¨®lico y de lo ortodoxo, si bien que no fuera as¨ª, o por lo menos no exactamente. Espa?ol no lo era, puesto que a¨²n no exist¨ªa Espa?a; cat¨®lico lo fue, pero sin exagerar (ni su actitud ante el enemigo, ni sus servicios prestados a algunos reyes moros casan bien con esa idea), y ortodoxo no lo fue, salvo que por ortodoxo se entienda andar errante la mayor parte de su vida, bien haya sido por decisi¨®n propia, bien porque le desterrara el rey, como narra el Cantar en su comienzo. Lo cual no impide que en su Vivar natal le recuerden como a un h¨¦roe y, ¨²ltimamente tambi¨¦n, como un motivo de atracci¨®n tur¨ªstica. Desde el molino del r¨ªo Ubierna, heredero del que fuera propiedad del propio Cid, y frente al que una piedra se?ala la "legua 0" del camino, hasta el vecino convento de monjas clarisas donde se conserv¨® mucho tiempo el manuscrito del Cantar (hoy en la Biblioteca Nacional de Madrid), todos coinciden en intentar sacarle al personaje el mayor rendimiento posible. El due?o del molino, por ejemplo, da credenciales para el camino al tiempo que atiende el bar que ha montado en su interior; las monjas del convento venden dulces con nombres alusivos al guerrero: tizonas, l¨¢grimas del destierro, mantecadas Do?a Sol o panes dulces Do?a Jimena, y los dem¨¢s vecinos, en fin, cada uno a su manera, intentan aprovecharse de la reciente moda cidiana montando bares y restaurantes cuyos nombres y reclamos, unidos a los del Ayuntamiento, han convertido el peque?o pueblo en un parque tem¨¢tico medievalizante y bastante hortera. Todo sea por el Cid? y por la pasta.
Entre Vivar y Burgos apenas distan 12 kil¨®metros. Doce kil¨®metros que, en tiempos del Campeador, deb¨ªan de estar desiertos, pero que ahora cruza una carretera a cuyos bordes crecen las urbanizaciones, sobre todo a medida que aqu¨¦lla se acerca a Burgos. El Cantar dice que al abandonar Vivar vieron un cuervo a la derecha y que al acercarse a Burgos lo vieron a la izquierda, lo que parece ser era un buen augurio; pero hoy es dif¨ªcil ver otra cosa que los coches que llenan la carretera. La ciudad, no obstante, no ha cambiado demasiado. Ha crecido, ciertamente, pero su estructura central es la misma que la que encontrara el Cid, arracimada en torno a su catedral, que tampoco es la misma iglesia ante la que aqu¨¦l rez¨® antes de partir definitivamente al destierro. A cambio, la actual catedral g¨®tica conserva, en el centro del crucero, los restos del h¨¦roe y de su mujer, Jimena, despu¨¦s de permanecer durante siglos en San Pedro de Carde?a, y, en el museo, un arca de madera llamada el Cofre del Cid, en recuerdo quiz¨¢ de aquellas arcas con las que el Cid enga?¨® a los jud¨ªos Raquel y Vidas, quienes creyeron que conten¨ªan dinero en lugar de arena, para que les financiara el viaje. Los restos mortuorios, no obstante, no est¨¢n completos. Falta la tibia que se exhibe ?con documento de certificado y todo? en el vecino arco de Santa Mar¨ªa (hoy convertido en museo tambi¨¦n) y, por supuesto, los huesos que los franceses se llevaron del sepulcro de San Pedro de Carde?a, y que fueron a parar, por designios dif¨ªciles de entender, nada m¨¢s y nada menos que a la Rep¨²blica Checa, donde a¨²n est¨¢n.
El arenal del otro lado del r¨ªo Arlanz¨®n, donde el Cid y sus hombres acamparon esa noche, es ya un mont¨®n de edificios, y lo mismo ocurre con los dem¨¢s lugares que el Cantar cita en sus versos. No obstante ello, la ciudad entera recuerda a su viejo h¨¦roe, ya sea en los nombres de sus comercios, ya sea en los de las propias calles. Y, por supuesto, en las esculturas que ha levantado en su memoria, y entre las que destaca la ecuestre del Campeador cabalgando sobre Babieca a la entrada del puente de San Pedro.
As¨ª, de la misma forma, tom¨®, seg¨²n el Cantar, el camino de San Pedro de Carde?a, el cenobio cisterciense en el que, al decir de aqu¨¦l, dej¨® a su esposa y a sus dos hijas al cuidado de los monjes. El cenobio permanece como entonces, en el lugar de beatus ille en el que lo hicieron, y ello a pesar de los avatares que sufriera a lo largo de los siglos, entre los que no fue el menos doloroso el abandono a causa de la Desamortizaci¨®n. Restaurado y habitado nuevamente, el monasterio se ha convertido en la Jerusal¨¦n del Cid, con sus recuerdos del personaje, sus leyendas y motivos alusivos (el mismo Babieca, dicen, est¨¢ enterrado a sus puertas) y, sobre todo, el magn¨ªfico sepulcro del Cid y do?a Jimena, violentado y expoliado durante la invasi¨®n francesa y hoy convertido en un cenotafio. Los monjes que lo ense?an lo hacen en el convencimiento de que, aunque los restos del Cid y do?a Jimena yazcan hoy en la catedral de Burgos, sus esp¨ªritus siguen aqu¨ª.
De San Pedro de Carde?a a San Esteban de Gormaz, ya en la provincia de Soria, el Cantar solamente cita un misterioso "Espinaz de Can", lugar ya desaparecido o transformado en el actual Espinosa de Cervera, al sur de Silos. La toponimia y su antig¨¹edad sin duda juegan a su favor. As¨ª que hay que suponer, a juzgar por la geograf¨ªa, que el Cid pasar¨ªa por Covarrubias, ya entonces plaza importante, y que escuchar¨ªa a lo lejos el gregoriano silense mientras cabalgaba en direcci¨®n al Duero, donde estaba la frontera de Castilla en aquel tiempo. Hab¨ªan pasado ya siete d¨ªas de los nueve que el rey Alfonso VI le hab¨ªa dado para abandonar su reino. El paisaje, en verano y en aquel tiempo, deb¨ªa de ser terrible, como bien imagin¨® Manuel Machado: "El duro sol, la sed y la fatiga. / Al destierro con doce de los suyos, /polvo, sudor y yerro, / el Cid cabalga". Aunque ahora, en primavera, todo est¨¢ verde y lleno de flores.
El camino entra en Soria por Alcubilla de Avellaneda, que nada tiene que ver con la del Marqu¨¦s, que es la que nombra el Cantar, que est¨¢ pasado ya San Esteban. El paisaje cada vez es m¨¢s terroso, aunque se dulcifica un poco ante la proximidad del Duero. Todav¨ªa es joven a estas alturas y corre sembrando sotos. A San Esteban, el Cid no entr¨® (s¨ª lo har¨ªa en otro tiempo y, en los del propio Cantar, sus hijas), pues, aparte de ir con prisa, nadie le iba a ayudar, como le sucediera en Burgos. El rey Alfonso VI as¨ª lo hab¨ªa ordenado. As¨ª que, sin ver "la buena ciudad" que el Cantar glosa en sus versos, y en la que se constru¨ªa entonces el p¨®rtico m¨¢s antiguo del rom¨¢nico castellano ?el de la bella iglesia de San Miguel?, sigui¨® en direcci¨®n al Duero, que cruz¨® por el vado de Navapalos. El vado hoy lo atraviesa un puente y el pueblo est¨¢ abandonado (pese a que, desde hace alg¨²n tiempo, un alem¨¢n intenta recuperarlo, y, con ¨¦l, la t¨¦cnica del adobe); todo lo dem¨¢s est¨¢ como entonces: el vado, los ruise?ores, los campos llenos de flores, la panor¨¢mica atr¨¢s, sobre el r¨ªo Duero? Aqu¨ª empezaba la "extremadura", como se conoc¨ªa entonces al territorio que, despoblado y sin protecci¨®n, se extend¨ªa entre la frontera, que entonces marcaba el Duero, y la sierra de Miedes, en el Sistema Central, ya vigilada por los moros.
Su primera noche en ella, el Cid y sus hombres la pasaron en la Figueruela, un t¨¦rmino del actual pueblo de Fresno de Caracena (del que muchos sostienen era el autor del Cantar, por la gran profusi¨®n de nombres que da al hablar de la zona), en el que, seg¨²n aqu¨¦l, al desterrado se le apareci¨® en sue?os el ¨¢ngel san Gabriel, quien le anunci¨® que har¨ªa su viaje con suerte: "Cabalgad, Cid, el buen Campeador / pues nunca con tan buena suerte cabalg¨® var¨®n?". As¨ª que, confortado, al d¨ªa siguiente cruz¨® la sierra de Miedes, cerca de las ruinas de Tiermes, yendo a dar a tierra mora. Lo hizo de noche, para evitar ser visto, y al amanecer estaba ya al otro lado. Era el ¨²ltimo d¨ªa del plazo dado por el rey para que abandonara definitivamente su reino.
Por tierra enemiga, el Cid, al que por el camino se le hab¨ªan ido uniendo muchos otros caballeros castellanos (hasta 300 pendones cont¨® en la sierra de Miedes), avanza con m¨¢s cuidado. Aunque su fuerza es grande, m¨¢s lo es la de sus enemigos, por lo que procura evitar las ciudades m¨¢s importantes de ¨¦stos. As¨ª, dice el Cantar, dej¨® Atienza a su izquierda ?pese a que los carteles tur¨ªsticos digan que la conquist¨®? y baj¨® en l¨ªnea recta hacia el r¨ªo Henares, donde levant¨® sus tiendas en un lugar emboscado, cerca del pueblo de Castej¨®n. Atr¨¢s hab¨ªa dejado el legendario robledal de Corpes, donde la presunta afrenta de sus dos hijas a manos de sus maridos, los infantes de Carri¨®n, hoy un pueblacho orgulloso de ser el protagonista de tan tormentosa historia, aunque los estudiosos dicen que ni existi¨® ni sucedi¨® aqu¨ª. Al rev¨¦s, por los datos del Cantar, m¨¢s parece que el lugar donde su autor sit¨²a la falsa afrenta fuera otro pueblo de Soria, cuyo nombre, Castillejo de Robledo, tambi¨¦n alude a esa toponimia. Sea como haya sido la historia, lo que es cierto es que el Cid Campeador, desde su campamento junto al Henares, mand¨® a parte de sus hombres a saquear Guadalajara y Alcal¨¢, y que ¨¦l mismo, mientras tanto, hizo lo propio con Castej¨®n, aprovechando que sus vecinos hab¨ªan salido a los campos. Dice el Cantar, record¨¢ndolo: "M¨ªo Cid por las puertas entraba /en la mano trae desnuda la espada / quince moros mat¨® de los que encuentra al paso /A Castej¨®n gan¨®, con el oro y la plata?".
De Castej¨®n de Henares ?sigue diciendo el Cantar?, el Cid parti¨® hacia el este, r¨ªo arriba, en direcci¨®n al reino de Zaragoza (Guadalajara pertenec¨ªa a la taifa de Toledo). En su camino cruz¨® "las Alcarrias", esto es, el altiplano que separa los valles del Henares y del Tajo, por donde discurre hoy la carretera entre Madrid y Zaragoza, y en alg¨²n punto de ¨¦sta pas¨® hacia el r¨ªo Taju?a, que sigui¨®, siempre hacia el este, buscando el campo de Taranz, como se llamaba entonces al p¨¢ramo monta?oso que se extiende, al sur de Medinaceli, por las tierras que hoy pertenecen al antiguo se?or¨ªo de Molina de Arag¨®n. Anguita, pueblo vetusto, enriscado en una hoz del r¨ªo Taju?a y famoso por sus cuevas que otrora fueran viviendas, sale citado en el Cantar como ¨²nica referencia a partir del conquistado Castej¨®n. De all¨ª hasta Ariza y Cetina, ya en tierras de Zaragoza, no dice nada el Cantar; pero cabe pensar, por la direcci¨®n seguida, que el Cid y sus compa?eros atravesaron La¨ªna y Chaorna, hoy en la demarcaci¨®n de Soria, evitando las ciudades de Medinaceli y Arcos, y cayendo al r¨ªo Jal¨®n pasada Ariza tras atravesar un pobre e inh¨®spito territorio que entonces, como hoy, estar¨ªa casi desierto, con la ¨²nica excepci¨®n de los castillos que, como los de Montuenga o Arcos, vigilaban la Marca Media o frontera entre los reinos de Toledo y de Valencia ?al que pertenec¨ªa la taifa mora de Zaragoza? y, m¨¢s tarde, de Castilla y Arag¨®n.
Pero, cuando el Cid cruz¨® la frontera, ¨¦sta estaba vigilada a¨²n por los moros, y por eso evit¨® en su paso sus puntos m¨¢s importantes, como Medinaceli, al norte, o Molina de Arag¨®n, al mediod¨ªa, acampando aquella noche entre las poblaciones de Ariza y Cetina. Aunque tampoco se detuvo mucho. A la ma?ana siguiente sigui¨® por el r¨ªo abajo hasta la cercana Alhama, cuya hoz cruz¨® sin pararse (ni siquiera las termas ¨¢rabes le hicieron detenerse a descansar), hasta acampar de nuevo, pasado Ateca, en "un cerro redondo, fuerte y grande", a la vista del castillo de Alcocer. Todas las poblaciones citadas, tanto la hoy ferroviaria Ariza como la terral Cetina, con su evocador palacio y su c¨¦lebre poeta, am¨¦n del que all¨ª cas¨® ?nada m¨¢s y nada menos que Quevedo?, o la mud¨¦jar y dulce Ateca ?patria de los chocolates Hueso?, cualquiera puede visitarlas, pero la de Alcocer permanece en el misterio. Y eso que, en torno a ella, tuvo lugar una de las batallas m¨¢s cruentas de cuantas narra el Cantar del Cid. Llegadas a Valencia ?dice ¨¦ste? noticias de la presencia del Cid en el territorio, el rey Tam¨ªn envi¨® a combatirlo a dos de sus mejores lugartenientes, los emires F¨¢riz y Galve, al frente de 3.000 guerreros. Enseguida llegaron, Segorbe y Teruel arriba, a la vista de los invasores, a los que pusieron cerco por espacio de quince d¨ªas, al cabo de los cuales, cortado el agua y el suministro, el Cid decide enfrentarse a ellos, a pesar de ser sus hombres muchos menos que los moros. Le ayudara el ¨¢ngel Gabriel o no, lo cierto es que el Cantar dice que el Cid gan¨® la batalla y que los emires F¨¢riz y Galve, heridos y derrotados, corrieron a refugiarse Jal¨®n abajo hasta Terrer y Calatayud, hasta donde les persigui¨® el Cid.
Con el bot¨ªn conseguido ?"quinientos diez caballos, am¨¦n de ense?as y armas"?, una parte del cual hace llevar a Burgos, el Cid contin¨²a camino, ahora por el r¨ªo Jiloca, que es un r¨ªo tan feraz como el Jal¨®n. Especialmente en la primavera, con los frutales llenos de flores que en el verano ser¨¢n los higos, las cerezas y los melocotones que le han dado fama a esta tierra. Del camino, el Cantar poco dice, empero, salvo que, "al apartarse del r¨ªo Jal¨®n, tuvo buenos ag¨¹eros". Cabe pensar, no obstante, en vista de la direcci¨®n seguida, que dejara a un lado Daroca, la ciudad amurallada metida en una hondonada que, con sus cinco kil¨®metros de per¨ªmetro y su fuerte dotaci¨®n, como Calatayud, atr¨¢s, era a¨²n inexpugnable para el Cid, y que lo mismo hiciera con Calamocha, al sur de la cual ir¨ªa a acampar, en un "cerro grande y alto" desde el que se domina toda la altiplanicie del r¨ªo Jiloca y la v¨ªa de Arag¨®n hacia Valencia. El cerro sigue all¨ª, con los restos de la fortificaci¨®n que el Cid hizo construir, y el pueblo que creci¨® abajo, y cuyo nombre, Poyo del Cid, alude al cerro y al personaje, ofrece al que lo visita muestras de su presencia en ¨¦l. Aparte de una escultura, una serie de paneles relatan sus aventuras -las de verdad y las legendarias-, a la vez que muestran distintos mapas de la divisi¨®n de Espa?a en la ¨¦poca en la que vivi¨®. Que fue -todo hay que decirlo- la segunda mitad del siglo XI, esto es, un siglo antes de que se escribiera el c¨¦lebre Cantar.
Desde el Poyo, donde permaneci¨® alg¨²n tiempo (entre 1088 y 1092, seg¨²n la historia), el Cid domin¨® y asol¨® todo Teruel, desde Albarrac¨ªn, al oeste, hasta Alca?iz, al este, adentr¨¢ndose incluso en tierras de Huesca y L¨¦rida. Le pagaban tributos Montalb¨¢n, Daroca y Cella, y hasta Teruel, que entonces era una aldea. Aunque enquistado en tierra enemiga, era el due?o y se?or de aquellos pagos. Al cabo de cuatro a?os, el Cid decidi¨®, no obstante, haciendo caso al consejo de que "quien en un lugar vive siempre, lo suyo se le acaba", proseguir su avance hacia el este y, dando un salto en el mapa, trasladar su campamento hasta Olacau, ya en plena sierra del Maestrazgo, que conoc¨ªa de su periodo de servicio al conde de Barcelona. Olocau, el nido de ¨¢guilas musulm¨¢n que todav¨ªa hoy sigue pareci¨¦ndolo, era el lugar perfecto para esconderse, y para, desde ¨¦l, lanzar razzias por la zona. La geograf¨ªa abrupta del Maestrazgo, con sus ca?ones tajados en plena roca y sus hermosos pueblos colgados de las monta?as (Mirambel, Forcall, Cantavieja?), conocieron sus andanzas como conocer¨ªan luego las del general carlista Cabrera y, a¨²n m¨¢s recientemente, las de los maquis, respondiendo a su condici¨®n de tierra de huidos. Dice bien Jos¨¦ Enrique Ruiz-Dom¨¦nec, director del Instituto de Estudios Medievales catal¨¢n, que la ¨¦poca del Cid fue la de la transici¨®n de la econom¨ªa del pillaje a la de la ocupaci¨®n agr¨ªcola y que la Edad Media fue nuestro particular Far West.
En Olacau termina la primera parte del Cantar, que es la que corresponde al destierro (lo hace, eso s¨ª, con otra batalla, la que el Cid libr¨® en el pinar de T¨¦var, en los alrededores de Torre Mir¨®, en Morella, con el conde catal¨¢n Berenguer Ram¨®n II, que le consideraba en zona de su influencia y al que, aparte de hacerle preso, le gan¨® la espada Colada), y empieza la de las Bodas, cosa que hace con estos versos: "Ha poblado m¨ªo Cid el puerto de Olocau / ha dejado Zaragoza y las tierras de ac¨¢ / ha dejado Huesca y tierras de Montalb¨¢n / Por Oriente sale el sol y hacia all¨ª volvi¨® la vista Hacia la mar salada empez¨® a guerrear".
X¨¦rica, Onda, Almenara, las tierras de Burriana y el castillo de Murviedro ?actual Sagunto? aparecen citadas entre sus conquistas, aunque la toponimia, a¨²n hoy, marca su paso por otros sitios. As¨ª, los de La Iglesuela y Villafranca del Cid, en la raya de Teruel con Castell¨®n ?uno a cada lado de ella?, o, m¨¢s abajo, Lucena, y, por supuesto, los numerosos castillos que ostentan su patron¨ªmico, con mayor o menor verdad hist¨®rica. Pueblos todos con solera (algunos, como La Iglesuela, aut¨¦nticas huellas vivas de la Edad Media), pero convertidos ya, a medida que se desciende hacia el mar, en ciudades industriales y tur¨ªsticas. Poco tiene ya Onda, por ejemplo, de lo que conociera el Cid, y lo mismo pasa con Burriana o con la misma Sagunto. Las f¨¢bricas de azulejos, los naranjos, los hoteles, las autov¨ªas y las urbanizaciones ocupan hoy la famosa huerta que el Cid ir¨ªa talando a su paso hacia Valencia, que era su verdadero destino. Aunque le costar¨ªa a¨²n varios a?os ganarla. Incluso pas¨® de largo, hacia Cullera y a¨²n m¨¢s all¨¢, hasta Beniatjar y X¨¢tiva, mientras manten¨ªa el cerco que habr¨ªa de doblegar la ciudad m¨¢s importante ya entonces de todo el Levante peninsular. Y sede de uno de los reinos moros m¨¢s poderosos de la Espa?a isl¨¢mica.
"En tierra de moros cogiendo y ganando / durmiendo de d¨ªa y por las noches luchando / en ganar aquellas villas m¨ªo Cid emple¨® tres a?os", dice el Cantar al hablar de ello, y remacha, al contar la toma de Valencia: "Nueve meses cumplidos, sabed, sobre ella estuvo / cuando lleg¨® el d¨¦cimo hubi¨¦ronsela de dar". Hab¨ªa logrado su objetivo. Aquel que se hab¨ªa marcado cuando parti¨® hacia al destierro y el que le habr¨ªa de congraciar con Alfonso VI, su rey a pesar de todo. Eso dice la leyenda, aunque la historia es muy diferente. Pero no importa. El juglar lo cant¨® as¨ª y as¨ª qued¨® en la memoria de las gentes que, a lo largo de los siglos, la oyeron en aldeas y castillos y se la repitieron luego a los suyos, transform¨¢ndola, al hacerlo, cada vez. Luego vino la mitificaci¨®n, el intento de beatificaci¨®n incluso, la utilizaci¨®n pol¨ªtica y religiosa de una figura compleja, llena de contradicciones, muy diferente de la que nos han pintado. A nueve siglos ya de su muerte y a ocho del manuscrito que glosa sus aventuras, lo que queda de verdad es el camino que recorri¨® por media Pen¨ªnsula, y que cruza el espinazo de esa tierra -Guadalajara, Soria, Teruel, Castell¨®n, Valencia-? que todav¨ªa sigue siendo un descubrimiento.
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