Pons Prades
Cuando era peque?o desarroll¨¦ un extra?o p¨¢nico: asustarme cada vez que alguien llamaba a la puerta. Ten¨ªa mis motivos: cab¨ªa la posibilidad de que fuera la polic¨ªa. Para evitar sobresaltos mayores, los familiares acordamos un c¨®digo de timbre susceptible de ser aplicado por amigos y camaradas. A todos los dem¨¢s hab¨ªa que interpretarlos por la manera de llamar y adivinar sus intenciones, generalmente buenas. Con el tiempo, aprend¨ª a diferenciar el t¨ªmido timbrazo de la se?ora Claudina, la portera del edificio, y el del dirigente comunista Pere Ardiaca, que pulsaba el timbre siguiendo los principios de la contrase?a pero con un plus de sobriedad y disciplina de partido. Una de las personas que de vez en cuando llamaba a aquella puerta era Eduard Pons Prades, que falleci¨® el lunes a los 87 a?os.
?Loquillo y Pons Prades? Pues s¨ª, era una de esas mezclas que s¨®lo ¨¦l era capaz de conseguir
Pons Prades fue una de esas personas que resumen los efectos devastadores de la Guerra Civil y sus dram¨¢ticas consecuencias, no s¨®lo por su biograf¨ªa (que incluye una adolescencia racionalista desde el punto educativo, una juventud de militancia libertaria, una participaci¨®n en el ej¨¦rcito republicano y m¨¢s tarde en el franc¨¦s, combates clandestinos, detenciones y un tit¨¢nico esfuerzo por recuperar la dignidad cultural perdida y participar en la construcci¨®n de la versi¨®n hist¨®rica de los perdedores), sino porque llamaba al timbre de un modo ¨²nico, que enseguida te pon¨ªa sobre aviso, en guardia. Cuando abr¨ªas la puerta, all¨ª estaba ¨¦l, con sus gafas oscuras, su delgadez, su pelo rizado, su carpeta llena de papeles y una mirada viva, mirando siempre hacia atr¨¢s, dando a entender que probablemente le estar¨ªan siguiendo o vigilando. ?Qui¨¦nes? Pues los malos de entonces.
Luego se pon¨ªa a hablar con mi madre y yo volv¨ªa a mis ocupaciones hasta que se marchaba, con los mismos andares nerviosos, apresurados y conspirativos. Pons Prades desprend¨ªa una energ¨ªa peculiar, cargada de referencias a un siglo sangriento, marcado por idealismos como el suyo. No parec¨ªa ni un h¨¦roe ni una eminencia, ni ten¨ªa la labia de los dirigentes, pero transmit¨ªa una autenticidad que guardaba relaci¨®n con su particular colecci¨®n de enemigos ideol¨®gicos. Seguir su discurso resultaba dificil no porque no tuviera claro lo que contaba sino porque su propia biografia pasaba por afluentes, r¨ªos y torrentes que iban constituyendo una red de causas por las que crey¨® necesario luchar. Ejemplos: alistamiento precoz en el ej¨¦rcito republicano, rematado por una herida de guerra, y, posteriormente, vuelta al combate en forma de resistente contra el nazismo o clandestino exiliado con modales ap¨¢tridas.
La ¨²ltima vez que le vi, todav¨ªa no hace dos a?os, me cit¨® en un bar de la calle de Val¨¨ncia y apareci¨® enfundado en un jersey de sindicalista y arrastrando el carro de la compra. Pod¨ªa parecer que conten¨ªa frutas y verduras, pero no: enseguida sonri¨®, abri¨® la funda del carro y sac¨® un libro y un fajo de papeles repletos de anotaciones hechas con bol¨ªgrafo azul que se refer¨ªan a fotocopias adjuntas de documentos pertenecientes a esa memoria por la que tanto hizo y que siempre fue fiel a una de las m¨¢ximas de Malraux que ¨¦l mismo incluy¨® en uno de sus libros: "La guerra de Espa?a fue la apoteosis de la fraternidad" (resulta curioso que una tragedia fratricida genere, al mismo tiempo, tanta fraternidad).
Su manera de ser, incansable, le llevaba a desear compartir su entusiasmo o su indignaci¨®n, a contarte, con esa peculiar tendencia a la digresi¨®n, qui¨¦n era qui¨¦n y de d¨®nde ven¨ªa cada cu¨¢l. Y, de vez en cuando, consegu¨ªa reunir el material y la energ¨ªa para escribir uno de los muchos libros que nos ha dejado, algunos de ellos dedicados con esa firma ascendente, justo debajo de una de sus m¨¢ximas: "Con un fraternal abrazo". A veces, llegaba una llamada al contestador, para avisar de una presentaci¨®n o de un nuevo proyecto, y algunas de esas aventuras culminaban y, de repente, si pod¨ªas, te encontrabas en alg¨²n lugar hablando de Pons Padres ante un p¨²blico que le respetaba y entre los que, de pronto, localizabas a Loquillo. ?Loquillo y Pons Prades? Pues s¨ª, era una de esas mezclas que s¨®lo ¨¦l era capaz de conseguir. La simpat¨ªa que generaba no ten¨ªa categor¨ªa de adhesi¨®n, ni siquiera de entusiasmo incondicional por sus documentados libros, que contaron con el respaldo de su esposa Antonina Rodrigo; lo que admirabas de ¨¦l era su tenacidad, su resistencia a abandonarse, su capacidad para sonre¨ªr con una expresi¨®n ir¨®nica, la luz de esa mirada siempre alerta y la capacidad para alegrarse de los ¨¦xitos ajenos (si le¨ªa un art¨ªculo sobre sus amigos en los muchos peri¨®dicos y revistas extranjeras que le¨ªa, te los fotocopiaba y te los mandaba, con alguna anotaci¨®n vigorosa, escrita a mano). Cuando le¨ª que acababa de morir, lo primero que me vino a la memoria fue su manera de llamar a la puerta y c¨®mo, justo despu¨¦s de o¨ªrlo, yo apostaba conmigo mismo: "Seguro que es Pons Prades".
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