El Caballero Rushdie
Como ciudadana de una rep¨²blica, la idea de recibir honores reales me resulta un poco anticuada. M¨¢s a¨²n, es evidente que la idea de que un escritor postcolonial como Salman Rushdie acepte una condecoraci¨®n del "imperio" suscita dudas sobre la sinceridad de sus escritos antiimperialistas. Por tanto, no puedo decir que me alegrara demasiado saber que Salman Rushdie figuraba en la lista anual de t¨ªtulos concedidos por la reina Isabel II.
Pero entonces lleg¨® la noticia inevitable de que "el mundo musulm¨¢n" estaba indignado por la distinci¨®n. Un miembro del Parlamento paquistan¨ª afirm¨® que la concesi¨®n del t¨ªtulo "justificaba" los atentados suicidas. Fue como encontrarnos de nuevo ante el reality show de fan¨¢ticos que domina nuestra ¨¦poca.
Aparte de estar harta (?otra vez!) de ese incre¨ªble pu?ado de fan¨¢ticos analfabetos dedicados a la violencia, me pregunto si esta ¨²ltima pol¨¦mica significa que sir Rushdie va a pasar todav¨ªa m¨¢s tiempo en conciertos de rock y desfiles de moda. O quiz¨¢ las protestas tengan un efecto positivo, despu¨¦s de todo. Quiz¨¢ las amenazas de bomba reduzcan su trepidante vida social y le obliguen a volver a escribir. ?Ser¨¢ posible que, con todo esto, Rush-die vuelva a escribir otra gran novela, en vez de los materiales reciclados que ha producido ¨²ltimamente?
Sin embargo, lo m¨¢s importante para m¨ª ha sido que los acontecimientos recientes me han recordado mi descubrimiento de la obra de Rushdie cuando ten¨ªa 16 a?os y me propuse la tarea de leer todas sus novelas, empezando por Hijos de la medianoche (en la ¨¦poca en la que obtuvo el premio Booker, yo era demasiado joven para leer literatura "de adultos").
Durante aquellos c¨¢lidos d¨ªas de verano en Varanasi, empec¨¦ devorando Hijos de la medianoche, luego Grimus y, por ¨²ltimo, Verg¨¹enza. Con los libros sujetos con las puntas de los dedos, para no llenar las p¨¢ginas de sudor, le¨ªa tendida en frescos suelos de piedra roja, apoyada solamente en un almohad¨®n bajo los codos. Por supuesto, hab¨ªa que dar la vuelta a la almohada para buscar el lado fresco cada 10 minutos. Despu¨¦s de toda una tarde leyendo, me dol¨ªa todo, el est¨®mago, las rodillas, la espalda. Pero el suelo era la ¨²nica parte fresca de la casa, en medio de un calor que hac¨ªa insoportables la ropa, la madera y todo lo dem¨¢s.
No obstante, las incomodidades no importaban. Las novelas abrieron un mundo nuevo a una adolescente que hab¨ªa intuido algunas verdades literarias y ling¨¹¨ªsticas relacionadas con el hecho de escribir en ingl¨¦s, pero no hab¨ªa contado con el apoyo de profesores, medios de comunicaci¨®n ni otros escritores. Rushdie demostr¨® que era posible vapulear y transformar el ingl¨¦s para que sonara como la lengua que habl¨¢bamos en el patio del colegio y en el mercado. Nos ense?¨® que no hac¨ªa falta tratarlo con la deferencia y el respeto en los que insist¨ªan nuestros profesores. Nos hizo ver que pod¨ªamos ignorar a los "grandes maestros (europeos)" de la novela y contar una historia como quisi¨¦ramos. Eran unas afirmaciones espl¨¦ndidas y muy necesarias para toda una generaci¨®n nacida 30 a?os despu¨¦s que los hijos de la medianoche.
Al acabar aquel verano, nos fuimos a vivir a Nueva York, una ciudad que hace mucho que se me qued¨® peque?a, pero que es hoy el hogar escogido por Rushdie. Mi ra¨ªdo ejemplar de Hijos de la medianoche fue conmigo y me sirvi¨® para rememorar el hogar en el que mi abuela ten¨ªa los labios manchados de betel, los noviazgos se desarrollaban con arreglo a c¨®digos misteriosos y la ni?ez estaba rodeada de temores no expresados al "estado de emergencia". Y, sobre todo, la novela se convirti¨® en un recordatorio de que, incluso en el pa¨ªs de Bellow, Faulkner y Hemingway, yo pod¨ªa escribir -y escribir¨ªa- como una india.
Cuando Rushdie public¨® Los versos sat¨¢nicos, yo estaba en la universidad. Recuerdo haber le¨ªdo el libro tendida en un lugar mucho m¨¢s c¨®modo, el c¨¦sped del campus, bajo el sol de oto?o que llena toda Nueva Inglaterra de rojo y oro. Recuerdo haberme re¨ªdo con muchas cosas del libro, especialmente con las travesuras de Gibreel Farishta y las sigilosas referencias a los cotilleos de Bollywood. Mientras que en la universidad norteamericana era una especie de intrusa, la novela me permit¨ªa sentirme experta en un mundo que estaba cerrado a mis colegas no indios.
Cuando se proclam¨® la fatua y Rushdie se vio obligado a esconderse, no me sorprendi¨® demasiado, aunque las razones alegadas me parecieron insostenibles. Hab¨ªa estudiado el islam brevemente en el colegio, durante la estancia de mi familia en Pakist¨¢n y trat¨¦, en vano, de encontrar los fragmentos "blasfemos" o, por lo menos, otros que no fueran los que figuran de una u otra forma en textos anteriores de autores musulmanes.
La tercera vez que le¨ª la novela, me di cuenta -con la excitaci¨®n que s¨®lo una persona joven es capaz de sentir- de que lo que le ofend¨ªa al ayatol¨¢ no era la "blasfemia". El crimen de Rushdie era algo mucho m¨¢s sencillo y personal, y yo lo hab¨ªa visto ya en la primera lectura. Ya entonces, hab¨ªa admirado su valor al escribir el trozo en el que Gibreel vuelve la vista atr¨¢s y ve al l¨ªder isl¨¢mico radical (claramente, el estimado ayatol¨¢) devorando a miles de sus seguidores.
?No era una suerte que ninguno de los fan¨¢ticos religiosos se hubiera molestado en leer la novela? ?Cu¨¢nto mejor para el ayatol¨¢ proclamar que la novela insultaba al Profeta que decir que se sent¨ªa ofendido porque se le representaba como un oportunista asesino, exc¨¦ntrico e irracional! Aquel descubrimiento me condujo a otro bien triste: el sentido del humor es la primera v¨ªctima del autoritarismo.
Sin embargo, tambi¨¦n me ense?¨® otra lecci¨®n importante para un escritor. Si las novelas anteriores de Rushdie hab¨ªan dejado claro que pod¨ªa sentirme totalmente libre para cambiar la forma, el lenguaje y el contenido -aunque fuera una india que escrib¨ªa en ingl¨¦s-, Los versos sat¨¢nicos me ense?¨® a apreciar el valor como parte del repertorio de herramientas de un autor.
En los ¨²ltimos a?os, la pluma de Rushdie parece haber perdido el filo, en la medida en que han adquirido prioridad sus apariciones sociales. Pero su haza?a inicial sigue siendo m¨¢s importante y duradera que cualquier fatua y cualquier controversia: Salman Rushdie abri¨® de par en par las sagradas puertas de la literatura en ingl¨¦s para toda una generaci¨®n de escritores de las antiguas colonias. Y lo hizo en medio de alegres carcajadas y con una prosa luminosa que nos emocion¨® y nos encant¨®.
Aunque nunca volviera a escribir una sola palabra m¨¢s, su obra es digna de respeto. S¨®lo por eso, merece el t¨ªtulo de Caballero. Adem¨¢s, es la respuesta m¨¢s apropiada a los fan¨¢ticos que exigen su cabeza.
Sunny Singh es escritora india, autora de El libro de suicidio de la abuelita y La mirada de Krishna. Traducci¨®n de M.L. Rodr¨ªguez Tapia.
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