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Reportaje:LECTURA

Albert Camus regresa a Argelia

Viaje imaginario del autor de 'La peste' a su pa¨ªs natal, 47 a?os despu¨¦s de su muerte

Marta Sanz

Hagamos una hip¨®tesis fant¨¢stica. Si Albert Camus (1913- 1960) regresara hoy a Argelia, ser¨ªa un hombre muy viejo. Alguien -un secretario, una esposa m¨¢s joven que ¨¦l, un id¨®latra, una hija- se habr¨ªa encargado de las gestiones burocr¨¢ticas necesarias para obtener el visado. Habr¨ªan tratado de disuadirle, pero Albert no hubiese cejado en su empe?o. Aunque los tr¨¢mites con la Embajada argelina fueran interminables. Aunque tuviera que rellenar cuatro veces el mismo papel. Aunque no entendiese bien por qu¨¦ ha de ense?ar su frasco de jarabe para los bronquios en el control de seguridad de un aeropuerto europeo. Un taxista, enviado por una instituci¨®n oficial, ir¨ªa a recogerle al aeropuerto de Argel y cargar¨ªa con su equipaje. En el veh¨ªculo, el taxista le advertir¨ªa: "Monsieur Camus, no salga cuando haya anochecido, no se aleje. Tenga cuidado. Este pa¨ªs es un lugar muy peligroso".

"Tenga cuidado, se?or. No salga cuando haya anochecido, no se aleje. Este pa¨ªs es un lugar muy peligroso", le habr¨ªa dicho el taxista tras recogerle en el aeropuerto de Argel
Cuando era un joven y llevaba los ojos bien abiertos hubo cosas que no fue capaz de ver: los ¨¢rabes alejados de los cines y de los paseos elegantes, los rezos a escondidas
El Camus resucitado piensa que en la peste que asol¨® Or¨¢n en su novela no hubo tantas v¨ªctimas como en esta otra que padece Argelia. Y que esta enfermedad de hoy es m¨¢s grave
Recuerda que en 'La peste' escribi¨®: "... dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal"
Pese a apoyar el proceso que conducir¨ªa a la independencia de Argelia, no tuvo tiempo de vivirla; tampoco vio 'La batalla de Argel', ni la nacionalizaci¨®n de la rep¨²blica de Ben Bella

Al viejo Albert ya no le quedar¨ªan fuerzas para rebelarse contra las recomendaciones y sonreir¨ªa al reconocer el paisaje a trav¨¦s de la ventanilla. Un paisaje que para ¨¦l fue sol, mar, luminosidad estridente, la patria perdida. De lejos ser¨ªan iguales los edificios, con sus fachadas blancas y su rejer¨ªa azul. Las mismas cortinas rayadas proteger¨ªan los interiores del sol punzante de esta ciudad que es como una fotograf¨ªa sobreexpuesta a la luz. El viejo Albert sentir¨ªa el deseo purificador de darse un ba?o de mar, de chuparse con la punta de la lengua los redondeles de sal cristalizada sobre la piel de los brazos. Le llegar¨ªa a su ya mala memoria el retazo de una frase que en El extranjero puso en boca de Meursault justo antes de que, empujado por ese mismo sol, la misma luz, la necesidad o la inanidad, tambi¨¦n por la tristeza, disparase contra el ¨¢rabe. Albert silabea: "Comprend¨ª que hab¨ªa destruido el equilibrio del d¨ªa, el silencio excepcional de una playa donde hab¨ªa sido feliz". Enseguida desechar¨ªa la idea del ba?o; no sabr¨ªa bien por qu¨¦, pero no querr¨ªa caer en la trampa de asociar los lugares a la felicidad, a la soledad; querr¨ªa limpiarse los ojos y ver, como un ni?o, paisajes que ya no son lo que se recuerda, paisajes de cuya contemplaci¨®n se puede prescindir, pero sin los cuales la experiencia se aloja en una especie de orfanato donde se niegan sensaciones, no estrictamente f¨ªsicas, como la incertidumbre o como un miedo inoculado desde alg¨²n punto indefinible.

Al tratar de penetrar en la sombra de los portales, el viejo Camus se dar¨ªa cuenta de que, en primer plano, las casas ya no son las mismas: las baldosas est¨¢n rajadas; las estatuas, incompletas; los patios, sucios; de cada balc¨®n penden tres antenas parab¨®licas. Oir¨ªa las llamadas de los almu¨¦danos y definitivamente, en un segundo, reconocer¨ªa lo que de antemano ya estaba claro para ¨¦l: la ciudad no es la misma. En sus libros, Albert siempre hab¨ªa estado muy atento a los sonidos; otra vez Meursault, el extranjero, le viene a la memoria: "Reconoc¨ª por un breve instante el olor y el color de la tarde de verano. En la oscuridad de mi prisi¨®n m¨®vil, volv¨ª a encontrar uno a uno, como desde el fondo de mi cansancio, todos los ruidos de una ciudad que amaba y de una cierta hora en la que sol¨ªa sentirme contento. El grito de los vendedores de peri¨®dicos en el aire ya sosegado, los ¨²ltimos p¨¢jaros en la plazoleta, el reclamo de los mercaderes de bocadillos, el lamento de los tranv¨ªas en los altos virajes de la ciudad y este rumor del cielo antes de que la noche caiga sobre el puerto, todo recompon¨ªa para m¨ª un itinerario de ciego...". Albert, jugando a la ceguera, cerrar¨ªa los ojos y volver¨ªa a escuchar la llamada a la oraci¨®n. Cuando era un joven y llevaba los ojos bien abiertos, hubo cosas que no fue capaz de ver: los ¨¢rabes alejados de los cines y de los paseos elegantes, los rezos a escondidas; la vasta extensi¨®n de Argelia, hacia abajo, hacia el desierto, el segundo pa¨ªs con mayor superficie de ?frica. M¨¢s tarde se dar¨ªa cuenta de todo y, como un profeta, temer¨ªa que la independencia de aquel lugar perdido acabara en una plutocracia militar dependiente de las potencias europeas. Albert, aun con sus cataratas, ahora los ve muy bien: esos muchachos apoyados en las paredes fuman en silencio.

El ensue?o sensorial

Monsieur Camus se dirigir¨ªa, en el taxi, a su habitaci¨®n reservada en el hotel L'Aurassi, una gran mole inexistente en su imagen evocada de las colinas de Argel. En la habitaci¨®n disfrutar¨¢ de espl¨¦ndidas vistas a la bah¨ªa y a la mara?a de callejas serpenteantes que suben y bajan por los mont¨ªculos entre una vegetaci¨®n tan tupida como siempre. El mar a un lado y, de espaldas al mar, encerrada, la vida de la urbe: La Poste, la universidad en la que Albert estudi¨® filosof¨ªa; el tumulto; un olor a panes, a pastelillos, a pescado expuesto sobre carretones de madera. El olor ¨¢cido de las mandarinas. El ensue?o sensorial del nonagenario Camus se fracturar¨ªa, como la luna de un escaparate, al detenerse su ch¨®fer ante el primer control policial. Uno cada pocos kil¨®metros, en tramos de un pa¨ªs cuya cifra de muertes violentas es de casi un mill¨®n en quince a?os. "La violencia, ?de qui¨¦n?", pensar¨ªa el viejo escritor, distra¨ªdo de pronto por los gatos, gordos gatos, que relamen las bolsas entreabiertas de basura. Cosas tan iguales y tan diferentes, porque el anciano Albert, que ya habr¨ªa obtenido el Premio Nobel por El extranjero, El mito de S¨ªsifo, Cal¨ªgula, La peste, El hombre rebelde y otros libros que ni siquiera imaginamos, se fijar¨ªa en el retrato de Zinedine Zidane -el f¨²tbol siempre le ha interesado- en las paredes del caf¨¦ La Perla; tambi¨¦n se quedar¨ªa prendido a la pantalla donde se proyectan dibujos animados de Tom y Jerry: en el centro de una plaza, todos los desocupados de Argel observan las persecuciones y las trampas del gato y del rat¨®n. Cuesta abajo, un mar roto por las gr¨²as del puerto y por los diques. Escalinatas que son calles.

Albert est¨¢ al tanto -y no precisamente por leer la prensa-, y no le han sorprendido los grupos de j¨®venes que pasan las horas apoyados en la pared mientras fuman, cesantes de todo, ni las mujeres que visten con ropas occidentales un poco pasadas de moda; otras van completamente cubiertas, y otras s¨®lo se tapan la cabeza con un hermoso pa?uelo y se pintan los ojos y lucen zapatos de tac¨®n de aguja con los talones al aire. El viejo escritor no sabe si son una contradicci¨®n viviente, pero se proh¨ªbe a s¨ª mismo juzgarlas. Para ¨¦l, todo ser¨ªa a la vez familiar y extra?o. Permanecen la kasbah, y Notre Dame de l'Afrique, y los cementerios, jud¨ªo, cristiano y musulm¨¢n; lucen, modernizados, el paseo mar¨ªtimo y la avenida de soportales que ahora lleva el nombre de Ernesto Che Guevara. Albert tampoco extra?ar¨ªa la comida: el canard, el foie, el lapin... Beber¨ªa una copa de vino que materializar¨ªa junto a ¨¦l al fantasma de su padre, el colono asentado en el departamento de Constantina que trabaj¨® para un comerciante de vinos; el padre que muri¨® pronto en una guerra y que dej¨® ni?o, pobre y enfermo, a Albert, susceptible a la tisis, a la fraternidad, al humanismo, al ¨¢rabe invisible que reclama, desde los arrabales, su derecho a existir. El ¨¢rabe que Albert -y hoy se lo reprochar¨ªa- no supo ver a tiempo.

Males propios y ajenos

Los ojos de Camus, pese al culo de vaso de vidrio de su memoria, no ser¨ªan muy diferentes tal vez de mis humildes ojos y, precavido, le costar¨ªa juzgar. Comprender. No sentirse culpable de casi todos los males propios y ajenos. Recuerda que en La peste escribi¨®: "... dando demasiada importancia a las bellas acciones, se tributa un homenaje indirecto y poderoso al mal. Pues se da a entender de ese modo que las bellas acciones s¨®lo tienen tanto valor porque son escasas y que la maldad y la indiferencia son motores mucho m¨¢s frecuentes en los actos de los hombres". Albert se olvida de lo que sigue, pero se le pone la carne de gallina cuando recupera el hilo: "El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad sin clarividencia puede ocasionar tantos desastres como la maldad". El viejo Camus no querr¨ªa hacerlo -ya es demasiado mayor para culparse de nada-, pero no podr¨ªa evitar pensar que tal vez en alg¨²n momento ¨¦l fue como esos hombres de buena voluntad, como cuando hace poco se estremeci¨® al o¨ªr un retazo de un informe sobre los desaparecidos en Argelia: secretarias, comerciantes, estudiantes, ganaderos, m¨¦dicos, profesores que desaparecen de sus casas, de sus centros de trabajo, Abdelakrim, Omar, Amina, Salim, Naima y Nadjova, Hamid..., argelinos retirados de la circulaci¨®n por las fuerzas de seguridad de esta nueva Argelia. Nunca m¨¢s se supo de ellos ni de los tres mil expedientes que Amnist¨ªa Internacional tiene abiertos. Se los llev¨® la polic¨ªa y a nadie le dan una raz¨®n. A Albert se le puso la carne de gallina, pero ya no tuvo fuerzas para m¨¢s: desde hace mucho se siente demasiado anciano. Incluso -en ese instante lo estar¨ªa notando- para este viaje a un lugar tan dif¨ªcil, este regreso que se habr¨ªa empe?ado en perpetrar.

A monsieur Camus, ya instalado en su terraza, la nostalgia se le tornar¨ªa en desilusi¨®n o en esperanza, o acaso en nuevas ideas sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad. Albert mirar¨ªa el mar y el espantoso monumento a los m¨¢rtires, y retornar¨ªa al comienzo de una de sus novelas para darle una aplicaci¨®n pr¨¢ctica a su extra?a circunstancia de hombre resucitado para palpar un futuro no vivido. De nuevo en La peste, escribi¨®: "El modo m¨¢s c¨®modo de conocer una ciudad es averiguar c¨®mo se trabaja en ella, c¨®mo se ama y c¨®mo se muere". Ahora, al releerse y tratar de valorar c¨®mo puede serle ¨²til su pensamiento, el escritor concluye que va a costarle mucho saber c¨®mo trabajan, c¨®mo aman, c¨®mo mueren estos argelinos del siglo XXI, con salarios de diez mil dinares al mes (unos cien euros), con religiones cruzadas, convicciones distintas, abandonados de la mano de Dios -por supuesto, ¨¦l sigue creyendo que Dios no est¨¢ aqu¨ª ni en ninguna otra parte- y de los hombres, bajo un gobierno en el que la corrupci¨®n se ha convertido en h¨¢bito. El dinero de Argelia retorna a la antigua Francia colonial, a la as¨¦ptica Suiza blanca y bancaria, a los pa¨ªses que no exhiben casas sucias ni rotas, al menos en el centro de sus ciudades, y Camus se preguntar¨ªa en qu¨¦ consiste la independencia de una naci¨®n. Su dignidad. Tambi¨¦n decide que Grand, el personaje de La peste que reescribe continuamente el comienzo de su obra, pensar¨ªa que la palabra "c¨®moda" no es la m¨¢s acertada en la expresi¨®n "el modo m¨¢s c¨®modo de conocer una ciudad...". Albert est¨¢ seguro de que todo es mejorable, y aunque en determinadas situaciones ha de esforzarse, conserva la fe en el g¨¦nero humano: el Camus muerto en accidente, pese a apoyar el proceso que conducir¨ªa a la independencia de Argelia, no tuvo tiempo de vivirla; tampoco vio La batalla de Argel, ni la reforma agraria, ni la nacionalizaci¨®n de la rep¨²blica socialista de Ben Bella, ni la deposici¨®n de ¨¦ste en beneficio de Houari Boumediane, ni la suspensi¨®n del proceso electoral en el que los islamistas del FIS obtuvieron la victoria en 1991, ni el gobierno de Abdelacid Bouteflika, el actual presidente, que morir¨¢ por supuesto en Par¨ªs en un sanatorio especializado en el tratamiento del c¨¢ncer y en los ate¨ªsimos cuidados paliativos. El Camus resucitado piensa que, en la peste que asol¨® Or¨¢n en su novela, no hubo tantas v¨ªctimas como en esta otra peste que padece Argelia. Y que esta enfermedad de hoy es m¨¢s grave. La plaga y el hombre tienen distintas dimensiones: aunque el hombre se crea libre, "nadie ser¨¢ libre mientras haya plagas".

Camus se duerme, mientras oye a los ejecutivos recorrer los pasillos. Celebran un congreso sobre estrategias de desarrollo sostenible de la energ¨ªa. Gas. Petr¨®leo. Una tierra rica en Zinc. Hierro. Plata. Cobre. Fosfatos. Se importan, sin embargo, alimentos de primera necesidad y casi todas las medicinas. Ma?ana, Albert partir¨¢ en avi¨®n hacia Or¨¢n. No le permiten revisitar Tipassa. No podr¨¢ ver su propia estatua all¨ª erigida entre las ruinas de otro imperio. Razones de seguridad. Albert vuelve a sonre¨ªrse ante la idea de c¨®mo van sucedi¨¦ndose los imperios, ante la paradoja de un binomio que ¨¦l declar¨® eje de las inquietudes ¨¦ticas de la modernidad: libertad y justicia. Hoy el concepto de justicia se ha metamorfoseado extra?amente: seguridad. Seguridad y libertad. Ese grumo informe que se resuelve en devastadores procedimientos profil¨¢cticos.

En el aeropuerto de nuevo, el viejo Camus sentir¨ªa las cosquillas de un sentido que, quiz¨¢s por verg¨¹enza, no practic¨® mucho durante su juventud: el sentido del humor. Las mujeres ¨¢rabes con sus ropajes hasta los pies, con sus pa?uelos, sufren los cacheos de los controles de seguridad. Se levantan las faldas, las telas, los envoltorios. El Albert m¨¢s p¨ªcaro, malintencionado, se preguntar¨ªa si es m¨¢s importante el pecado o la bomba, el pudor o el estallido de un avi¨®n en pleno vuelo. Enseguida se dar¨ªa cuenta de que la pregunta no tiene, en realidad, ninguna gracia.

Percepciones subjetivas

Or¨¢n es la ciudad de La peste. El anciano escritor dice para s¨ª mismo una de sus frases: "El sol de la peste extingu¨ªa todo color y hac¨ªa huir toda dicha". Todos los entornos son agresivos cuando est¨¢n enfermos e incluso Notre Dame de Par¨ªs se puede descomponer, como un lagrim¨®n, despu¨¦s de la lectura del peri¨®dico. El viejo Albert no cree que sea s¨®lo un problema de percepciones subjetivas. Como Tarrou, uno de sus personajes, aspira a ser un santo sin creer en Dios y a asumir la responsabilidad que le toca respecto a las penas de muerte, la segregaci¨®n, los recursos esquilmados, el abandono, el vampirismo de los procesos de pseudo-descolonizaci¨®n, la sangr¨ªa econ¨®mica y humana que est¨¢ en la ra¨ªz del reforzamiento del Islamismo m¨¢s ves¨¢nico. Par¨ªs, Madrid, Nueva York son ciudades habitadas por miles de Poncios Pilatos con las manos limp¨ªsimas. Con esos ojos, el escritor llega a la plaza del Ayuntamiento de Or¨¢n, entra en la bombonera del Teatro de la ¨®pera, se inmiscuye en los portales y pasa el dedo por el dibujo de unos azulejos para descubrir unas flores delicadas y bell¨ªsimas debajo del polvo. Antes los ¨¢rabes no pod¨ªan vivir en estas casas. Baja hacia el barrio espa?ol y en la plaza de la Perla se detiene ante la mezquita, a esa hora, llena de fieles. Demasiado llena de hombres descalzos que miran en direcci¨®n a La Meca y sienten un odio asentado en una carga de razones que, cada vez m¨¢s, tienen que ver con ese n¨²mero de muertos que parece carecer de importancia. Albert recorre la calle Madrid y coge un taxi para subir hasta la fortaleza espa?ola de la Santa Cruz y contemplar desde all¨ª el patio de Santa Mar¨ªa de la Peste. Las pestes han castigado Or¨¢n. Camus convierte una realidad en una met¨¢fora que desentierra lo m¨¢s real de entre las capas de arena que lo cubren. Recorre con la vista la l¨ªnea de costa: las bases militares, los t¨²neles que horadan la monta?a, Mazalquivir, la posibilidad geogr¨¢fica de cerrar la ciudad. Las chabolas de los emigrados de las zonas rurales se asientan sobre regueros en las pendientes de las colinas: sus moradores son las posibles v¨ªctimas de un nuevo brote de peste que, de hecho, el a?o pasado renaci¨®. Camus cree que, en su trabajo, sac¨® lo mejor de s¨ª mismo y ya puede morir. Incluso como fantasma que regresa para ayudarnos a mirar.

Cerremos la hip¨®tesis fant¨¢stica con la que se abr¨ªa este texto. En Or¨¢n, en Argel, yo, viajera sin vocaci¨®n, me dejo llevar por la fatalidad, me dejo ir sacando lo mejor de m¨ª misma, evito sentirme enferma, aunque a veces la falta de comprensi¨®n y los miedos, individuales y colectivos, se somaticen. Sufro una diarrea y una noche creo que me deshidrato sin remedio, que me voy a morir. A la ma?ana siguiente, una mujer argelina me dice: "Tiene usted mala cara." Le explico con todo el pudor del que soy capaz la causa de mi desmadejamiento y de mi palidez. Ella baja a la calle, se acerca al mercado, me regala un paquete lleno de comino molido. Me aplica el tratamiento: "Una cucharada de comino y un vaso de agua." Me curo, absolutamente me curo, y, pese a mis prejuicios, comprendo. A la vuelta, todo mi equipaje huele a cominos.

Argelia, hoy, es la amenaza informe del terrorismo islamista: a los occidentales se nos inflaman los ganglios y contraemos la peste bub¨®nica sin querer saber hasta qu¨¦ punto somos c¨®mplices de la enfermedad. Camus, el muerto, el resucitado, la hip¨®tesis, me abre una ventana: "Es evidente que un hombre tiene que batirse por las v¨ªctimas. Pero si por eso deja de amar todo lo dem¨¢s, ?de qu¨¦ sirve que se bata?". Despu¨¦s, Tarrou y Rieux, los protagonistas de La peste, se sumergen de noche en el mar.

Tres mujeres argelinas caminan por una calle de Argel, junto a un muro con carteles de la campa?a electoral del actual presidente argelino, Abdelaziz Bouteflika.
Tres mujeres argelinas caminan por una calle de Argel, junto a un muro con carteles de la campa?a electoral del actual presidente argelino, Abdelaziz Bouteflika.REUTERS

Marta Sanz

Marta Sanz (Madrid, 1967) es doctora en Filolog¨ªa y profesora de la Universidad Antonio de Nebrija de Madrid. Ha publicado las novelas 'El fr¨ªo', 'Lenguas muertas' y 'Los mejores tiempos' (premio Ojo Cr¨ªtico de RNE, en 2001); en 2003, 'Animales dom¨¦sticos', y en 2006 qued¨® finalista del Premio Nadal con 'Susana y los viejos'. Su obra m¨¢s reciente es la antolog¨ªa de poes¨ªa espa?ola contempor¨¢nea 'Metaling¨¹¨ªsticos y sentimentales'. Recientemente ha sido galardonada con el XI Premio Vargas Llosa NH al mejor relato in¨¦dito.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicaci¨®n de 'El fr¨ªo', ha escrito narrativa, poes¨ªa y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos ¨²ltimos t¨ªtulos son 'peque?as mujeres rojas' y 'Parte de m¨ª'. Colabora con EL PA?S, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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