El avispero paquistan¨ª
Antes de aceptar la creaci¨®n de nuevos estados independientes, la comunidad internacional deber¨ªa pasar lista a lo ocurrido el siglo pasado, tras la primera y segunda guerras mundiales, con la partici¨®n, forzosa o voluntaria, de pa¨ªses y territorios. Corea, Vietnam y Palestina, por citar s¨®lo tres casos, demuestran que las particiones arbitrarias agravan, m¨¢s que resuelven, los conflictos. Hasta ahora, s¨®lo un experimento, el irland¨¦s, ha concluido con un ¨¦xito relativo. Y digo relativo porque, despu¨¦s de d¨¦cadas de terrorismo y 3.500 muertos, el Ulster permanece dentro del Reino Unido y la isla sigue partida. Una de las divisiones m¨¢s importantes de la historia moderna se produjo en 1947 con la partici¨®n del subcontinente indio en dos Estados, India y Pakist¨¢n, en contra de los deseos del ap¨®stol de la independencia india, Gandhi, y ante la tozuda negativa del padre de la patria paquistan¨ª, Mohamed Al¨ª Jinnah, de compartir el poder de un subcontinente unido con el partido mayoritario hind¨² de Jawaharlal Nehru. El resultado fueron tres guerras entre los dos pa¨ªses, la amputaci¨®n del Pakist¨¢n oriental, hoy convertido en Bangladesh, y el rearme nuclear indio y paquistan¨ª.
Pakist¨¢n, pa¨ªs puro en urdu, se encuentra enclavado en una zona explosiva, donde una desestabilizaci¨®n continuada podr¨ªa producir consecuencias imprevisibles para la paz mundial. No hay m¨¢s que observar en un mapa la posici¨®n de Pakist¨¢n para comprender su importancia geoestrat¨¦gica y dar la raz¨®n al jefe de la brigada antiterrorista de Scotland Yard, Peter Clarke, cuando afirmaba hace unos d¨ªas que la primera l¨ªnea de la seguridad europea se encuentra a miles de kil¨®metros de Europa. Por ejemplo, en Afganist¨¢n, en Irak y en Pakist¨¢n. Y, por eso, la atenci¨®n que han prestado todos los gobiernos responsables del mundo a los intentos fundamentalistas de desestabilizar el gobierno del general-presidente Pervez Musharraf y que culminaron la pasada semana con la masacre registrada en el asalto a la Mezquita Roja de Islamabad, la capital federal, en cuyo interior y en sus madrasas (escuela isl¨¢mica) adjuntas, las fuerzas de seguridad encontraron un verdadero arsenal de armamento de todo tipo. Porque una cosa es el intento de talibanizaci¨®n de la frontera noroeste con Afganist¨¢n, facilitado por la etnia past¨²n dominante a ambos lados de la l¨ªnea divisoria, y otra muy distinta es promover la ca¨ªda de un Gobierno poseedor del arma nuclear, con el pretexto de su laicidad y falta de entusiasmo por la implantaci¨®n de la ley isl¨¢mica. Musharraf ha aguantado las provocaciones de los islamistas durante seis meses, y si, al fin, se ha decidido a actuar, ha sido porque la situaci¨®n era insostenible desde el punto de vista dom¨¦stico e internacional. Incluso China, aliado vital de Pakist¨¢n, protest¨® en¨¦rgicamente ante Musharraf por el secuestro a manos de fundamentalistas de varios ciudadanos chinos por regentar una casa de masajes.
La demostraci¨®n de fuerza por parte del general, que se hizo con el poder en un golpe de Estado incruento en 1999 y fue nombrado presidente tras un refer¨¦ndum en 2002, ha tenido, adem¨¢s, dos objetivos de pol¨ªtica interna. Uno, desactivar el movimiento de protesta producido por la destituci¨®n del presidente del Tribunal Supremo, y dos, demostrar al sector de los servicios de inteligencia m¨¢s cercano a los integristas que, por ahora, su control de las fuerzas armadas est¨¢ fuera de toda duda. Igualmente, la firmeza demostrada es rentable ante Afganist¨¢n y EE UU, que, en repetidas ocasiones, han acusado a Pakist¨¢n de tibieza en su enfrentamiento con los extremistas islamistas, acusaciones sin fundamento en el caso del dirigente paquistan¨ª, que ha sufrido tres atentados, precisamente por su pol¨ªtica contra el fundamentalismo. Incluso la ex primera ministra exiliada, Benazir Bhutto, ha apoyado el asalto a la Mezquita Roja. Un apoyo significativo que parece indicar que las conversaciones secretas entre los enviados de Musharraf y Bhutto para llegar a un acuerdo con vistas a las legislativas de enero van por buen camino.
Musharraf deber¨¢ revalidar su mandato como presidente por votaci¨®n indirecta de la Asamblea Nacional y de las estatales el pr¨®ximo octubre.
Pero, constitucionalmente, si es reelegido, deber¨¢ renunciar a su cargo actual de jefe del Ej¨¦rcito. Necesita para gobernar sin el apelativo de dictador un primer ministro democr¨¢tico salido de las urnas. Y esa legitimidad se la puede prestar el partido de Bhutto, el PPP, que se perfila como favorito en unas elecciones libres. Un d¨²o Musharraf-Bhutto dar¨ªa estabilidad a un pa¨ªs cuya inestabilidad pone a todos en peligro.
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