La esencia de la Gran Manzana
Fue en 1939 cuando el m¨²sico Duke Ellington conoci¨® al que ser¨ªa su m¨¢s estrecho colaborador, Billy Strayhorn. Ellington, que ya por entonces era el duque, en un viaje a Pittsburgh qued¨® impresionado por el talento del joven pianista Strayhorn. Le invit¨® a ir a Nueva York y unirse a su banda. Duke lo vio tan inseguro que le hizo un plano con todas las indicaciones para llegar hasta su casa, que estaba en Sugar Hill, el Harlem elegante de aquel entonces. Billy Strayhorn se present¨® al poco tiempo en la casa Harlem pero no con las manos vac¨ªas: llevaba la partitura de una melod¨ªa que hab¨ªa creado inspir¨¢ndose en las indicaciones del maestro. A Duke Ellington le gust¨® tanto aquel Take the A train (Toma el tren A) que a partir de ese momento la tocaba siempre al comienzo de sus conciertos. La melod¨ªa se convirti¨® en canci¨®n y no hay cantante de jazz que se precie que no la haya interpretado, aunque es la voz de Ella Fitgerald la que la hizo m¨¢s popular: "Tienes que tomar el tren A / para ir a Sugar Hill en lo m¨¢s alto de Harlem / Si pierdes el tren A / descubrir¨¢s que has perdido la manera m¨¢s veloz de llegar a Harlem / R¨¢pido, m¨®ntate, ahora, est¨¢ viniendo / escucha esos ra¨ªles retumbando. ?Todos al tren! / M¨®ntate en el A / pronto estar¨¢s en Sugar Hill en Harlem". El metro de Nueva York ha servido de inspiraci¨®n para much¨ªsimas canciones, pero es esta melod¨ªa, que parece llevar la velocidad escrita en las mismas notas de su partitura, la que encarna el alma de las venas subterr¨¢neas de la ciudad.
El metro trataba de buscar soluciones a una brutal concentraci¨®n humana
La presencia de la gente es la que hace dif¨ªcil que uno se encuentre en una situaci¨®n arriesgada
Deslizas la Metrocard y es como si hubieras pagado entrada para la gran comedia humana
Hace tres a?os se celebr¨® el centenario de la inauguraci¨®n del metro. Dado que el metro ha vertebrado la ciudad moderna, para cualquier ciudad la efem¨¦ride es esencial, pero Nueva York es una de esas ciudades que est¨¢ muy presente en la obra de sus artistas. Esa presencia se debe en gran parte a su condici¨®n indiscutible de ciudad inspiradora pero tambi¨¦n a la marcada tendencia americana al realismo, a certificar con poemas, cuadros o novelas todo aquello que su tiempo les pone delante de los ojos. Y si Nueva York est¨¢ presente en el arte popular, no se queda atr¨¢s el metro, que es el reverso de la ciudad, no menos vivo que la superficie y, por alguna raz¨®n poderosa, el lugar de donde brotan historias para no olvidar.
La primera piedra del metro de Nueva York se puso en mayo de 1900. Antes se hab¨ªan hecho intentos de unir los barrios de la ciudad con trenes elevados, pero aumentaba el caos de una ciudad que se api?aba insanamente en sus zonas bajas. El Lower East Side era a ¨²ltimos de 1919 uno de los barrios m¨¢s poblados del mundo. Los reci¨¦n llegados, jud¨ªos, irlandeses, italianos, luchaban por sobrevivir en habitaciones inmundas de las que hoy hay muestra en el Museo de los Tenements, un diminuto pero interesant¨ªsimo recorrido para hacerse una idea de lo que era subsistir en aquel hormiguero. El metro trataba de buscar soluciones a esa brutal concentraci¨®n humana e intentaba paliar los serios inconvenientes que Nueva York presentaba para convertirse en una ciudad ¨¢gil y comercial. Recorrer las ocho millas que van de Norte a Sur supon¨ªa una cantidad absurda de horas. Adem¨¢s, el Ayuntamiento de Nueva York miraba desde hac¨ªa tiempo con indisimulada envidia el ejemplo del metro de Londres. Como siempre ocurre en Estados Unidos, la voluntad del municipio no era suficiente, y fue gracias a la iniciativa de inversores privados que supieron imaginar astutamente el negocio en el que estaban invirtiendo lo que puso la obra en marcha. Cuatro a?os dur¨® la construcci¨®n de esa primera l¨ªnea, cuatro a?os en los que se moviliz¨® a 12.000 hombres en su mayor¨ªa irlandeses e italianos, cuatro a?os que dejaron decenas de muertos y centenares de heridos. Una vez m¨¢s, los neoyorquinos se mostraron conscientes de lo que esa vena abierta iba a suponer para las generaciones futuras, y hay im¨¢genes de las obras que han pasado a formar parte de un documental realizado por la televisi¨®n p¨²blica para celebrar el centenario: obreros excavando tierra, obreros entre el cableado y las aguas y los gases subterr¨¢neos, se?oras vestidas de ¨¦poca caminando por estrechas plataformas de madera, edificios apuntalados para evitar su derrumbe. El documental provoca envidia. El espectador puede asistir con bastante nitidez a la vida cotidiana de una ciudad en 1900 y nos permite imaginar el esfuerzo que supuso construir algo que hoy parece tan integrado en nuestra cotidianidad. Esas im¨¢genes nos permiten tambi¨¦n observar algo que hace del metro de Manhattan algo ¨²nico. Los ingenieros no siguieron el modelo de excavaci¨®n profunda que hab¨ªan realizado los ingleses. La consecuencia es que el traqueteo de los vagones se oye en el silencio de las funciones teatrales, el metro se ve a trav¨¦s de las rejillas de las aceras y levanta las faldas de las mujeres, circunstancia que fue aprovechada golosamente por Billy Wilder.
En 1904 fue inaugurada esa primera l¨ªnea: "?De City Hall a Harlem, en s¨®lo 15 minutos!". Los propietarios del The New York Times supieron calibrar c¨®mo el metro ampliaba las fronteras de la ciudad, y trasladaron su redacci¨®n al edificio de la calle 42. Ten¨ªan una parada de metro a pie de calle que facilitaba la rapid¨ªsima distribuci¨®n del peri¨®dico. La presencia del rotativo en la plaza se hizo tan popular que ¨¦sta pas¨® a llamarse Times Square, y no tuvo que pasar mucho tiempo para que fuera el lugar elegido por los ciudadanos para celebrar la llegada del a?o nuevo.
Pero el temperamento protest¨®n tan singular de los neoyorquinos, enseguida les anim¨® a demandar m¨¢s l¨ªneas para que los otros barrios estuvieran tambi¨¦n comunicados con Manhattan. En 1905, el metro lleg¨® al Bronx; en 1908, a Brooklyn; en 1916, a Queens. Estas nuevas arterias provocaron una fiebre inmobiliaria que alivi¨® al sur de Manhattan de su superpoblaci¨®n y ayud¨® a la consolidaci¨®n de los nuevos barrios. Muchos jud¨ªos encontraron en el Bronx el para¨ªso. All¨ª fue a parar Le¨®n Trostki junto con su familia durante unos meses en 1917. Son curiosas sus palabras sobre este barrio. Trotski alaba las comodidades que presenta su apartamento en esa zona de clase obrera de Nueva York: ascensor, colector en cada piso para la basura, portero... Maravillas de los barrios nuevos que supon¨ªan entonces una promesa de futuro y en los que florec¨ªa una nueva conciencia de clase. Por su parte, un agente inmobiliario negro consigui¨® que gran parte de la poblaci¨®n negra que malviv¨ªa en el sur de Manhattan se fuera trasladando a Harlem, que pas¨® a ser algo as¨ª como la capital negra del pa¨ªs y el centro neur¨¢lgico del jazz, lejos de ese Harlem deprimido de los setenta que ahora, t¨ªmidamente, va levantando cabeza tras los desoladores a?os en los que la droga y la delincuencia fueron las reinas de la vida del barrio.
El trazado del metro de Nueva York, tal y como lo conocemos hoy, fue terminado en 1940, pero hab¨ªa cambiado la vida de sus habitantes mucho antes. Si la playa de Coney Island recib¨ªa antes de la llegada del metro a cientos de domingueros, despu¨¦s de la comunicaci¨®n entre Manhattan y Brooklyn el n¨²mero ascendi¨® al mill¨®n. Las fotos de Coney Island en aquellos a?os tienen una cualidad c¨®mica y alegre: una playa abarrotada por esa clase trabajadora que se api?a para disfrutar de la gratuidad del sol, del agua salada y del algod¨®n dulce en los puestos de ese parque de atracciones que ahora parece estar en peligro de muerte por la revitalizaci¨®n inmobiliaria de la zona.
Despu¨¦s de tanto tiempo, 67, sin grandes mejoras ni nuevos trazados, ha sido este a?o cuando el alcalde, Michael Bloomberg, ha puesto la primera piedra de una nueva l¨ªnea, la que recorrer¨¢ el lateral Este de la isla. Pero no es extra?o el abandono en el que se encuentran muchas de las instalaciones del metro: Nueva York, que fue a principios del siglo XX la capital del mundo de las obras p¨²blicas, dej¨® desvanecer su capitalidad y hoy vive de las rentas, que son importantes, porque en sus aceras se levanta la arquitectura m¨¢s prodigiosa del siglo pasado, pero no suficientes. La ciudad es bella y vieja. Dos cualidades que llevaron a Marcelo Mastroiani a definirla como la nueva Venecia. Curiosamente, tambi¨¦n hace aguas, como la vieja ciudad italiana. Es tal la cantidad de lluvia que cae sobre sus aceras que al bajar a chorros por las bocas de metro desborda los colectores. Para que la isla no se inunde tiene que ser drenada continuamente por su cuatros costados. A veces parece como si la ciudad tuviera un responsable de mantenimiento chapucero que se dedicara a arreglar todas las aver¨ªas parcheando aqu¨ª y all¨¢. Para una mentalidad europea es milagroso que la ciudad resista sin m¨¢s contratiempos de los que hay.
Nueva York est¨¢ decr¨¦pita, y el metro es un buen ejemplo de ello. La sensaci¨®n que provoca en el visitante cuando realiza su primera excursi¨®n subterr¨¢nea es la de aturdimiento: del gran t¨²nel negro entran y salen trenes que m¨¢s que deslizarse por los cuatro carriles parecen acuchillarlos literalmente, tal es el ruido que hacen a su paso; por las v¨ªas negras corretean esas ratas suburbanas que han encontrado all¨ª el h¨¢bitat so?ado. El visitante las se?ala y se asusta. El neoyorquino asiste sin perturbarse a eso y a casi todo. Se puede distinguir a un residente de un forastero en la forma de mirar ese sorprendente espect¨¢culo humano que el metro ofrece gratuitamente con la famosa Metrocard, el bonotransporte. Deslizas la Metrocard por la rendija y es como si hubieras pagado la entrada para la gran comedia humana. No se trata solamente de la diversidad racial, a la que uno puede asistir en otras ciudades; es algo m¨¢s: el metro neoyorquino acoge a los locos urbanos, a mendigos sorprendentes, a buenos m¨²sicos que han de pasar examen para tocar en los andenes, a m¨²sicos falsos que se cuelan y aporrean las guitarras cantando corridos, a predicadores b¨ªblicos, a una mendiga que se hace elegant¨ªsimos trajes de noche con bolsas negras de basura, pero, sobre todo, el metro es el lugar donde la segregaci¨®n, tan poderosa incluso en Nueva York, se resquebraja. Pobres, ricos, viejos, adolescentes, negros, blancos, de Nueva Jersey, del Bronx o del Soho han de verse las caras bajo tierra. El metro es el elemento cohesionador de una ciudadan¨ªa acostumbrada al transporte p¨²blico, que alquila un coche si es que quiere ir al campo.
Dado el continuo aluvi¨®n de viajeros que entran y salen de los vagones, se puede decir que el metro de Nueva York es un lugar seguro; es precisamente la presencia de la gente la que hace dif¨ªcil que uno se encuentre en una situaci¨®n arriesgada. Sobre estos asuntos escribi¨® una mujer llamada Jane Jacobs un ensayo imprescindible en defensa de la vida ciudadana a principios de los sesenta. Curiosamente, no era una experta en urbanismo, ni arquitecta, ni ingeniera, ni pol¨ªtica. Jane Jacobs fue una activista, vecina del Village, que se dedic¨® a observar la vida urbana. Y c¨®mo lo hizo. La visi¨®n de Jacobs fue tan perspicaz que su libro, Vida y muerte de las grandes ciudades americanas, se convirti¨® de inmediato en la m¨¢s poderosa respuesta intelectual a la tendencia de los grandes arquitectos a detestar la vida peatonal. Ellos hab¨ªan fijado la fecha de caducidad de la vida de los barrios del centro a favor de espacios completamente acotados: el de ocio, el de trabajo y la vivienda. Jacobs despert¨® muchas conciencias; hay quien dice que el libro caus¨® tal impacto que salv¨® en gran parte al Village de la garra de los especuladores. Los ciudadanos se movilizaron para defender la vida de las calles peque?as, su esencia. Este libro, casi un manifiesto en contra de la segregaci¨®n, se public¨® en 1961, pero su mensaje se actualiza cada vez que en una ciudad se construye un barrio con el ¨²nico objetivo de enriquecer a sus promotores, sin tener en cuenta la necesidad de relaci¨®n que tendr¨¢n sus futuros habitantes. El texto de Jacobs habla de las aceras, pero sus conclusiones son extrapolables a la vida subterr¨¢nea. El metro sirve porque es seguro; el metro enlaza unas realidades sociales con otras, es un arma contra el aislamiento; el metro permite vivir sin la esclavitud del coche, que ha destrozado ciudades como Miami o Los ?ngeles. Su habitabilidad va pareja a la de las calles que tiene encima. Cuando en los a?os setenta y ochenta Nueva York era una ciudad a punto de tirar la toalla por el alt¨ªsimo nivel de peligrosidad, el metro acusaba la misma realidad. El cine document¨® aquel tiempo en el que todas las paredes de los vagones estaban inundadas de graffitis. Es el metro de la persecuci¨®n de French Connection o la de aquel jovenc¨ªsimo Travolta viajando de Brooklyn a Manhattan en Fiebre del s¨¢bado noche. Hay quien dice que Nueva York ha perdido su sabor, su esencia, que es ahora una especie de Venecia tur¨ªstica. Probablemente, los que lo dicen no han vivido nunca el desasosiego de la inseguridad. Sentir nostalgia de aquel metro inquietante es un t¨®pico que suelta con relativa frecuencia ese tipo de gente relacionada con la cultura que suelta lugares comunes ignorando que lo son.
Yo me mont¨¦ por primera vez en el metro neoyorquino en 1991. Ya era un lugar seguro, y aun as¨ª me alarm¨® la violencia del ruido y la visi¨®n de ese arca de No¨¦ que transportaba a todas las especies posibles dentro de la humana. Han pasado casi diecis¨¦is a?os, pero a¨²n hoy cuando deslizo el filo de mi Metrocard s¨¦ que estoy pagando por algo m¨¢s que el transporte. No es un sentimiento de forastera; al neoyorquino (que mira aunque no lo parezca) le ocurre igual. Cada vez que te encuentras con alguien es raro que la conversaci¨®n no empiece con un: "?Sabes lo que me ha pasado hoy en el metro?". Son historias que animan conversaciones, que inspiran cuentos o canciones. Una de esas historias, ya legendaria, se me viene a la cabeza: la figura triste de Charlie Parker en 1954, tras la muerte de su hija, tomando el metro para dejarse llevar a cualquier sitio, como uno de esos mendigos que dormitan recorriendo la ciudad, como ese hombre muerto del que los pasajeros, durante d¨ªas, pensaban que estaba dormido.
Lorca, en Chinatown
Cuatro cosas tiene el hombre que no sirven en la mar: ancla, gobernalle y remos,y miedo de naufragar.
Antonio Machado
Uno de los poetas elegidos para ilustrar los vagones durante el centenario del metro fue Antonio Machado. Quien esto escribe le¨ªa con emoci¨®n estos versos cada ma?ana en mis viajes de norte a sur.El metro de Nueva York es el m¨¢s extenso del mundo. Cuenta con 468 estaciones y funciona 24 horas al d¨ªa los siete d¨ªas a la semana. Aunque es conocido como el Subway, casi un 40% de su recorrido transcurre en la superficie, en ra¨ªles elevados, acueductos o puentes. Este a?o, el alcalde ha inaugurado las obras de la nueva l¨ªnea que descongestionar¨¢ la parte Este de la ciudad. El metro es, sin duda, uno de los elementos m¨¢s significativos de Nueva York. Toda una cultura popular gira en torno a su poderosa presencia. Del metro han escrito los neoyorquinos y los visitantes. En 1929, Lorca escribe una carta a sus padres en la que cuenta la excitaci¨®n que le produce equivocarse de parada y aparecer en Chinatown. El paso de este siglo ha quedado inmortalizado por la fotograf¨ªa, desde los conmovedores retratos que hiciera Walker Evans en 1938 hasta los que hoy d¨ªa siguen realiz¨¢ndose clandestinamente. La ropa y las costumbres han cambiado, pero hay un gesto com¨²n de ensimismamiento y cansancio que iguala a los pasajeros de todas las ¨¦pocas.
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