Vida de perros
Tengo la impresi¨®n, en estos tiempos veraniegos, que ha disminuido de forma notable la poblaci¨®n de perros callejeros. Se ven, en las horas tempranas, los que sacan a sus amas y amos de paseo, tras la extensible correa con la que se les intenta sugerir algo parecido a la libertad, cosa que, por otra parte, tambi¨¦n practicada con los propietarios. Los canes chamberileros parecen haber asumido las ordenanzas y preceptos higi¨¦nicos que les conciernen, y una reconfortante mayor¨ªa deposita el sobrante org¨¢nico en los aislados alcorques, brindando un abono suplementario. No ceden en el h¨¢bito ritual de alzar la pata sobre las bolsas de basura y las ruedas de los autom¨®viles aparcados. Pero escasean aquellas flacas y mendicantes criaturas que aparec¨ªan con la excavadora, en cualquier obra, y se esfumaban al cubrir aguas e izar la bandera; quiz¨¢ porque hayamos perdido la costumbre de mirar hacia lo alto o que ya no se estila coronar los trabajos con el alegre flamear del rojo y el amarillo.
El caso es que, desde hace un tiempo, no tengo perro, pero un pariente que conf¨ªa en mis sentimientos generosos suele dejarme el suyo en custodia cuando las obligaciones o los placeres le alejan de la capital. Es un chucho, recogido por caridad, hijo de cien padres, sin asomo de filiaci¨®n ni casta pero listo y gracioso como un lazarillo y con mejores inclinaciones. Era, en origen, uno de tantos animales sin due?o que ahora apenas encontramos.
?ste disfruta de excelente memoria y talante de adaptaci¨®n, y se adapta al cambio transitorio de destino con aparente alegr¨ªa, como el futbolista que defiende voluntarioso la nueva camiseta. Administra el confidente rabo que nadie le cort¨® y advierte en el acto los cambios de humor de su provisional anfitri¨®n. Suele tumbarse sobre el costado izquierdo, con las patas delanteras elegantemente cruzadas. Si alzo la cabeza del papel, del libro o de cual fuera la ocupaci¨®n, encuentro sus ojos vivaces, diligentes, que me transmiten un renovado mensaje de optimismo, subrayado en el m¨®vil c¨®digo secreto de las orejas, banderines se?aleros de un idioma que, la verdad, no entiendo. La menor invitaci¨®n es correspondida con un salto hasta mi regazo.
Salimos a pasear ma?ana y tarde. Contravengo la disposici¨®n municipal y no le engancho la correa; hay poca gente en la calle y me siento fiador de su comportamiento cuando investiga en las calles colindantes, reconociendo ¨¢rboles y neum¨¢ticos. Cojea de la gamba trasera derecha, lo que no impide un airoso y trivial galope; en sus tiempos fue atropellado un par de veces. Ahora s¨®lo cruza las calles por el paso de cebra y acompa?ado.
Quienes disponemos de un perro, aunque sea en dominio transitorio, acabamos con rasgos comunes. Coincidimos en horas parejas, nos sonre¨ªmos como miembros de una pac¨ªfica y sigilosa secta. Los animales se olfatean cort¨¦smente o gru?en convencionales amenazas. Mi vetusto patrocinado a¨²n caracolea vanidoso en torno a la hembra y finge instintos olvidados. Nos parecemos. Pienso que los perros madrile?os figuran entre los m¨¢s simp¨¢ticos del mundo y rechazo la falacia de catalogarlos seg¨²n la raza y los or¨ªgenes. No he conocido un gato ni un perro tontos. Algunos amos, s¨ª, y ser¨ªa posible que fuera contagioso. Abundan los de mediano y peque?o tama?o, manejables, hogare?os, amigos de las viejas y viejos del distrito, irresponsables confidentes, coraz¨®n vecino de los solitarios.
Dentro de muy poco regresar¨¢ su propietario y con ¨¦l se ir¨¢, sin despedirse de m¨ª con un atisbo de su ojo redondo y chispeante. Aceptado y hasta la pr¨®xima vez que convalide su adhesi¨®n plena y por la forma de calzarme los zapatos sepa que vamos a dar unas vueltas a la manzana. Volver¨¢ a ocurrir. Los primeros d¨ªas considerar¨¦ seriamente sentar la cabeza y tener perro formal, permanente, hasta que la muerte nos separe. Atenuada la miserable costumbre de abandonarlos, el ser humano aprende la responsabilidad de incorporar a su existencia la de estos palpitantes seres. Llegados a un acuerdo razonable, puede decirse que no es mala la vida de perros que podemos llevar. Tambi¨¦n a nosotros nos vacunan y estamos al extremo de un lazo cuya longitud no siempre depende de la voluntad propia.
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