Indios desplumados
Cuando se cierra un estadio se apaga un poco la ciudad. Los recintos deportivos son hogueras que no s¨®lo calientan a quienes hierven en su interior sino que dan calor y luz a toda una comunidad. Si la televisi¨®n result¨® el nuevo fuego familiar, el f¨²tbol se ha convertido en la gran llama social. No hace falta ser atl¨¦tico para lamentar la futura demolici¨®n del Calder¨®n. Al margen de la devoci¨®n por unos colores o incluso por un deporte, es f¨¢cil apenarse por la p¨¦rdida de un importante lugar de reuni¨®n, de un sincronizador y acelerador de corazones. El terreno de juego siempre h¨²medo por el aliento del r¨ªo era una turbina de pasiones que reactivaba a gran parte de Madrid. Pocas construcciones est¨¢n tan asociadas a la vida como un estadio. Por eso su clausura arrastra una sombra de muerte. Parece como si las almas de los cientos de miles de aficionados que se sentaron en las gradas a lo largo de su historia vayan a continuar gritando gol (o "?huy!") a modo de eterna psicofon¨ªa en Pir¨¢mides.
En los ¨²ltimos a?os se han cerrado cines y salas de conciertos m¨ªticas donde los madrile?os nos hemos sentido vivos. Una ciudad palpitante goza de numerosos puntos er¨®genos que no coinciden precisamente con los parques, las calles peatonales o los lagos que ahora amenazan con ahogar el recuerdo vertical del Calder¨®n. La Peineta, un lugar hasta ahora inh¨®spito y sin historia a pesar de haber albergado grandes actuaciones, pretende ser el nuevo coliseo rojiblanco. Quiz¨¢ en el futuro sea un templo de peregrinaci¨®n para los atl¨¦ticos y un espacio querido por los madrile?os, pero de momento la destrucci¨®n del Calder¨®n s¨®lo es una mala noticia.
Cualquier afici¨®n sentir¨ªa la desaparici¨®n de un estadio con 40 a?os de historia como el del Manzanares, pero tarde o temprano agradecer¨ªa mudarse a un recinto m¨¢s amplio y c¨®modo. Los atl¨¦ticos, sin embargo, son diferentes. La mayor¨ªa de los "indios" no quiere romper con su pasado aunque el m¨¢s reciente hable de infiernos y portazos europeos. El atl¨¦tico medio quiere la gloria precisamente porque existe el cataclismo, paladea la victoria porque tiene presente el sabor de la derrota. El triunfo no es el mismo si no se contempla en el espejo de fracaso. No es cuesti¨®n de hacer borr¨®n y cuenta nueva, sino de seguir peleando la ecuaci¨®n hasta conseguir un resultado positivo. En poco m¨¢s de un mes, el Atl¨¦tico se ha desprendido de sus dos grandes referentes: el Vicente Calder¨®n y Fernando Torres. En el f¨²tbol suceden estas cosas, uno se va de vacaciones confiado y a la vuelta se ha quedado sin estadio y sin estrella, es como meterse en el mar para descubrir que ya no est¨¢ tu ropa ni tu toalla en la orilla. Los madridistas tambi¨¦n sufrieron esta traici¨®n estival con la venta de Fernando Redondo, el golpe m¨¢s doloroso que han padecido los blancos en los ¨²ltimos a?os.
Parece mentira (sobre todo para alguien que no comparta el f¨²tbol) c¨®mo el traspaso de un jugador y la venta de un estadio pueden amargarte las vacaciones, o al menos agriarte ese rato de playa en el que leemos que en Madrid ya no estar¨¢ esper¨¢ndonos ese lateral incisivo al que jaleamos durante 10 temporadas o la vieja taquilla donde hac¨ªamos colas bajo el fr¨ªo.
Es curioso c¨®mo los edificios emblem¨¢ticos de una ciudad permanecen en la memoria colectiva durante a?os. Conservamos una ciudad invisible en la mente independiente de la real, sin acostumbrarnos a la nueva fisonom¨ªa de la metr¨®polis, percibiendo con extra?eza las nuevas construcciones y echando en falta otras desaparecidas. As¨ª nos sucede a muchos madrile?os en este momento de dram¨¢ticos cambios urban¨ªsticos. No conseguimos habituarnos a las torres de la antigua Ciudad Deportiva del Real Madrid y, de la misma forma, nos chocar¨¢ el vac¨ªo del Calder¨®n cuando no est¨¦.
Dec¨ªan los habitantes de Nueva York, e incluso Nueva Jersey, que fue duro hacerse a un cielo sin las Torres Gemelas. En ellos persisti¨® un vac¨ªo f¨ªsico, espacial, que tard¨® en borrarse. Apuesto a que nos suceder¨¢ lo mismo con el Calder¨®n. Durante a?os, mientras circulemos por el t¨²nel de la M-30 que antes cobijaban sus gradas o cuando paseemos por el lago que pretende enterrar su c¨¦sped, nos acordaremos de que all¨ª, sin embargo, nadie quiso nunca dejar de llorar.
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