?pera sin corbata
Para quien no tenga el alma herida por el dolor de los animales, nada en las Naves del Espa?ol del Matadero har¨¢ recordar su sufrimiento. Yo siento un sobrecogimiento recorriendo con la mirada ese gigantesco espacio donde un d¨ªa, muchos, la acci¨®n fuera de terror y de muerte. Quiz¨¢s (seguro) algo quede impregnado en sus muros, pero hoy (el tiempo a favor) la escena ha cambiado y aquel territorio se ha convertido en un escenario fabuloso para el drama de la representaci¨®n. La adaptaci¨®n de las naves llevada a cabo por el escen¨®grafo franc¨¦s Jean-Guy Lecat, en colaboraci¨®n con Mario Gas y Francisco Fontanals, ha convertido el Matadero en un espacio in¨¦dito en Madrid: necesario desde un punto de vista cuantitativo, por la magnitud de tales dimensiones f¨ªsicas destinadas a la cultura, y, principalmente (dados tanta destrucci¨®n y mal gusto), desde un punto de vista cualitativo, al mezclar de forma admirable la est¨¦tica industrial del XIX con la funcionalidad y las tendencias modernas. Un espacio precioso que se explota al l¨ªmite para ofrecer las mejores posibilidades a su nueva naturaleza de teatro.
Tras la sonrojante pol¨¦mica vivida en los ¨²ltimos tiempos acerca de la programaci¨®n oper¨ªstica del Teatro Real, fue un aut¨¦ntico placer asistir a la ¨®pera en el Matadero. El montaje de Mario Gas de la obra Ascenso y ca¨ªda de la ciudad de Mahagonny, con m¨²sica de Kurt Weill y texto de Bertolt Brecht, fue un estreno de lujo. Un lujo art¨ªstico, intelectual, que nada tiene que ver con los puritanos, reaccionarios oropeles del Real. Frente al polvoriento meri?aque dieciochesco, la belleza de un cuerpo desnudo, su sugerencia er¨®tica, tr¨¢gica, metaf¨ªsica, humana, no desentona en el Matadero. Y, tres siglos despu¨¦s del corpi?o y la polilla, fomenta un acercamiento al g¨¦nero que parecen no desear los llamados amigos o amantes (o concubinos) de una ¨®pera de patio de butacas asfixiado de lam¨¦s y estolas de vis¨®n con la que, por mi parte, podr¨ªan quedarse tan ricamente si no fuera porque el Real tambi¨¦n lo pago yo y porque tambi¨¦n yo estuve en pie en su patio de butacas, aplaudiendo a Calixto Beito con el mismo entusiasmo con que aplaudimos el otro d¨ªa a Mario Gas.
No era un entusiasmo previo. Ten¨ªa ganas de la m¨²sica de Kurt Weill y ten¨ªa pereza de la literatura de Brecht. Mientras que Weill ha seguido resonando siempre, a¨²n en silencio, Brecht era un recuerdo adolescente sin nostalgia. Pero Mahagonny me atrap¨® en el Matadero. Desde la segunda fila, casi pod¨ªamos tocar a los personajes, que recorr¨ªan, poderosos en su interpretaci¨®n dram¨¢tica y vocal (cantantes-actores, o viceversa, pero ambas cosas de verdad, no como en otros montajes oper¨ªsticos), un escenario enorme y a la vez cercano, de una accesibilidad que nos incorporaba a una escenograf¨ªa de brillante y eficaz elegancia. A la izquierda, la orquesta, rescatada de su foso secular, cobraba el justo protagonismo que merece la m¨²sica: sobre las tablas, al mismo nivel que el texto pero sin interferir en la escena desarrollada por el reparto gracias a una afortunada separaci¨®n en forma de cubo de cristal. Una orquesta exquisita, que conduce o acompa?a la acci¨®n a trav¨¦s de una interpretaci¨®n sabia, en la que las dificultades y las disonancias (las de la partitura, las del texto, las de la vida) se combinan, se expresan, se superan con inteligencia y sensibilidad. Si no hubiera habido libreto, el de Mahagonny del otro d¨ªa habr¨ªa sido un espl¨¦ndido concierto. Lo fue y, adem¨¢s, fue una espl¨¦ndida ¨®pera: m¨²sica y texto indisolubles. Un texto duro y delicioso, humano (fieramente humano, podr¨ªamos decir) y radical. Me recre¨¦ en Weill, recuper¨¦ a Brecht.
El alcalde asisti¨® a la representaci¨®n. Estaba sentado detr¨¢s de nosotros y pod¨ªamos o¨ªrle. Expresaba a sus acompa?antes su satisfacci¨®n y su orgullo por la reforma del Matadero y por la obra producida por el Teatro Espa?ol; una satisfacci¨®n que sonaba sincera y un orgullo que resultaba leg¨ªtimo. Yo estaba de acuerdo con ¨¦l. Y ¨¦l representaba en el patio de butacas la posibilidad real de otra derecha. La que es capaz de quitarse la corbata para ir a la ¨®pera y no se escandaliza de los diversos caminos que recorren el arte y el pensamiento. La derecha ilustrada, en fin. Gallard¨®n ha sido capaz de poner de largo uno de sus mejores proyectos con el montaje a lo grande de la obra de un comunista, como cualquier verdadero amante de la poes¨ªa ha de ser capaz de apreciar la grandeza en un poema del filofascista Pound. Lo cual es al menos de agradecer.
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