La ciudad del silencio roto
Hay una Barcelona desde el aire y otra desde el suelo. La vista a¨¦rea que hace reconocible a la ciudad es la cuadr¨ªcula del Eixample: cuadr¨ªcula violada por la especulaci¨®n inmobiliaria, que convirti¨® los patios de manzana en construcciones. El proceso de destrucci¨®n de ese territorio hoy central lo cuenta bien Eduardo Mendoza en La ciudad de los prodigios. Quiz¨¢ la ciudad que narra no sea la verdadera, pero es la veros¨ªmil: una ciudad en la que los perros tienen derechos que se niegan a los humanos.
Pero la ciudad del aire es insoportable desde el suelo: una pista de ruido que ni siquiera decrece en d¨ªas como ayer, cuando las calles se vac¨ªan para las motomierdas (esos chismes que corren poco y petardean todo lo que pueden con absoluta impunidad). El ruido irrita, de ah¨ª que la ciudad central est¨¦ permanentemente irritada: masacrada por la contaminaci¨®n ac¨²stica y la tur¨ªstica.
Barcelona se ha convertido en una ciudad con el silencio roto. Pero no es irreversible
Luego est¨¢ la otra ciudad: ¨¦sa en la que a¨²n es posible hablar con alguien sin elevar el tono. Esa ciudad se encuentra en los barrios de la periferia. En los altos de Sarri¨¤ y Pedralbes (a tropecientos mil euros el decibelio de menos) y en las antiguas villas: Horta, algunas zonas de Sants, el antiguo n¨²cleo de Les Corts y el Sant Andreu que ha captado la fotograf¨ªa de Joan Guerrero.
Ha desaparecido el Sant Andreu que ten¨ªa cines de domingo: el Ode¨®n, el Atl¨¢ntida, el Recreo. Como han desaparecido los cines de Sants: el Galileo es un aparcamiento, el Gayarre, ni se sabe; el Liceo, un centro comercial; el Arenas se fue sin armar ruido. Cines en los que hab¨ªa una general bulliciosa y una platea tan animada como el Splendor, historiado por Stefano Benni en un extraordinario cuento incluido en El bar del fondo del mar.
Barrios sobre los que acechan las gr¨²as, verdaderos depredadores del urbanismo pl¨¢cido. Hace a?os, cuando la izquierda no s¨®lo ten¨ªa vocaci¨®n de administrativa, sino que pretend¨ªa dise?ar la vida, en Cambridge hubo un movimiento destinado a salvar un barrio entero amenazado por la especulaci¨®n por el simple delito de ser c¨¦ntrico: bellas casas unifamiliares con calles silenciosas. Un bocado apetecible para las constructoras. Esas mismas que ahora se ciernen sobre el silencio de la periferia barcelonesa. Aquella izquierda afirmaba que el proyecto era un despilfarro: tirar una casa que estaba bien para construir otra que quiz¨¢ ni siquiera fuera mejor.
No hay que llorar por lo que se fue. Salvo por la esperanza de un mundo mejor, que tambi¨¦n parece haberse ido. Sin embargo, el paseo por las callejas de Sant Andreu, el sosiego para el pensamiento, devuelven la confianza en la acci¨®n del hombre. Tal vez por eso los modernos poderes p¨²blicos se abalanzan contra el silencio, que es tanto como decir contra la posibilidad del pensamiento. Se trata de aturdir al hombre, de evitar que sea capaz de razonar.
Ruido (mal llamado m¨²sica) en el metro y en los trenes, en los taxis (ah¨ª no es m¨²sica, sino radio-predicadores), en los trabajos: lo primero que hacen los obreros de la construcci¨®n es dotarse de transistores y ponerlos a toda m¨¢quina. Hasta los conductores de autob¨²s llevan la radio puesta. Las zonas de ocio se dotan tambi¨¦n de ruido, de forma que se dificulte el hablar (el acto humano por naturaleza). Le¨®n Felipe se fue con la palabra, se trata ahora de evitar que el hombre sepa siquiera que la tiene. Que atruene el mundo, que los motores rompan la tranquilidad del pensar.
Barcelona se ha convertido en una ciudad con el silencio roto. Pero conviene saber que no es irreversible, que la reconquista del silencio a¨²n es posible, por lo visto.
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