Hab¨ªa una vez una princesa...
Parte telenovela, parte reality show, la vida y muerte de la princesa Diana se convirti¨® en el ¨¦xito medi¨¢tico m¨¢s grande de la historia, porque cont¨® con un elemento por el que las masas de famosos suspiran, pero jam¨¢s podr¨¢n emular: el toque m¨¢gico de un cuento de hadas. La joven t¨ªmida y bella que se enamora del Pr¨ªncipe; la boda del siglo; los diamantes y los rub¨ªes; los vestidos m¨¢s caros del mundo; las vacaciones en Gstaad, en M¨®naco y en el crucero de la Reina; la amarga separaci¨®n; la docena de amantes, ricos y pobres; la tristeza de los principitos; los suegros gru?ones; el marido mezquino; la "otra mujer"... Todos los ingredientes del best seller se reunieron de tal manera que si fuera una historia de ficci¨®n nadie la creer¨ªa.
Para los parisienses la historia de Diana parece haberse quedado en una an¨¦cdota
Su hermano no le dej¨® una casa familiar cuando ella acababa de separarse de Carlos
Lo que es verdad es que los brit¨¢nicos son gente inhibida que sufre a la hora de relacionarse
Y como colof¨®n, el escenario donde se llev¨® a cabo el desenlace tr¨¢gico, el acto final de la historia: Par¨ªs, la ciudad del amor y la moda; el barroco y dorado Hotel Ritz; la orilla del r¨ªo Sena. Pero cuando uno va al lugar concreto de los hechos, la imagen cambia; la realidad colisiona con el mito.
Un poco pasada la medianoche del 31 de agosto de 1997, tras cenar en la suite imperial del Ritz con Dodi al Fayed, cocain¨®mano hijo de un multimillonario egipcio con el que hab¨ªa iniciado un affair hac¨ªa seis semanas, la Princesa de Gales se subi¨® con ¨¦l y un guardaespaldas a un Mercedes Benz conducido por un empleado de Al Fayed, que estaba borracho. El Mercedes sali¨® disparado del Ritz, en la elegante Place Vend?me -templo dedicado a Napole¨®n, Dior y Cartier-, hacia la Place de la Concorde, donde guillotinaron en 1793 a Luis XVI y a su esposa Mar¨ªa Antonieta. El coche dio media vuelta a la plaza, pas¨® de lado la entrada a los Campos El¨ªseos y cogi¨® la siguiente a la derecha, bordeando el r¨ªo Sena, con la Torre Eiffel iluminada y visible ahora enfrente y a la izquierda. El coche, que iba al doble de la velocidad permitida, entr¨® en un t¨²nel y sali¨®; entr¨® en un segundo t¨²nel, y nunca sali¨®. Un lugar m¨¢s an¨®nimo para morir, en circunstancias m¨¢s banales (el guardaespaldas era el ¨²nico que ten¨ªa puesto el cintur¨®n de seguridad y fue el ¨²nico que sobrevivi¨®), ser¨ªa dif¨ªcil de imaginar.
Uno recorre el t¨²nel, de unos 150 metros, hoy, y lo que menos se le ocurre es asociarlo con romance o glamour. Nada en su interior -ni una X en la columna central contra la que el coche se estrell¨®- conmemora el tr¨¢gico episodio de aquella noche. Las paredes blancas descoloridas recordar¨ªan el servicio p¨²blico de una estaci¨®n de tren si no fuera por el maquillaje naranja chill¨®n de las luces del techo. Sobre la salida del t¨²nel por la que el Mercedes hubiera emergido si no hubiera chocado, junto al Pont de l'Alma, que cruza el Sena, hay una escultura de una llama dorada. Muchos de los turistas que acuden al lugar suponen que la escultura es un homenaje a la Princesa. Y por eso, paseando por all¨ª este mes, veo cuatro rosas marchitas y un par de ramos de flores en el suelo, alrededor de la base. Sin embargo, la escultura ya estaba ah¨ª la noche en que Diana muri¨®, a los 36 a?os. La Flamme de la libert¨¦ (La llama de la libertad) es una r¨¦plica de la antorcha de la Estatua de la Libertad que vigila la entrada al puerto de Nueva York, y que Francia regal¨® a Estados Unidos en 1886.
El ¨²nico recuerdo aut¨¦ntico de la Princesa cerca del lugar donde muri¨® lo ofrece un muro cubierto de graffitis que f¨¢cilmente se podr¨ªa entender como una competici¨®n para ver qui¨¦n escribe las l¨ªneas m¨¢s cursis sobre ella. Hay mensajes de California, Filipinas, Chile, Honduras y Pakist¨¢n; en italiano, japon¨¦s, hind¨², franc¨¦s, por supuesto ingl¨¦s, y tambi¨¦n en espa?ol. Puede leerse: "Una Princesa en la Tierra / Una reina en el cielo". "Tu belleza es eterna". "Diana, que duermas en paz... ?qu¨¦ p¨¦rdida para este mundo!"; y, en espa?ol: "Lo hemos conseguido. Por fin te dejamos una nota de tres vasquitas bien majas. Lady, que te vaya bien bonito all¨¢ donde est¨¦s".
En agosto los turistas pululan por Par¨ªs, pero la verdad es que no hab¨ªa m¨¢s de diez curiosos a mediod¨ªa en la escena del accidente de coche m¨¢s televisado de la historia, todos extranjeros. En cuanto a los parisienses, la historia de Diana parece haberse quedado en una an¨¦cdota. Tras atravesar el Canal de la Mancha en tren descubro que para los ingleses tambi¨¦n. O, al menos, que quedan pocos rastros visibles de la histeria que se desat¨® en la semana entre su muerte y su entierro.
En la abad¨ªa de Westminster, donde se llev¨® a cabo el funeral en el que el hermano menor de la princesa fustig¨® a la familia real, se recuerda a Shakespeare y a Dickens, pero no a Diana. En la plaza al lado de la abad¨ªa, Parliament Square, y debajo del Big Ben est¨¢n a punto de descubrir una estatua de Nelson Mandela junto a la de Winston Churchill. Pero ninguna se?al de la princesa de corazones, o la princesa del pueblo -People's Princess, como la bautiz¨® Tony Blair-.
El palacio de Kensington, hogar londinense de la esposa del heredero al trono ingl¨¦s, casi desapareci¨® bajo 10.000 toneladas de flores en los d¨ªas posteriores al accidente. Pero hoy el ¨²nico vestigio que se ve de lo que algunos detractores de aquellos tiempos denominaron "el fascismo floral" es una mesa alrededor de la que est¨¢n sentadas cuatro mujeres y cuatro ni?os. Est¨¢n pintando de oro unas hojitas met¨¢licas que formar¨¢n parte de una escultura, una planta, diente de le¨®n. A la entrada del austero palacio, construido de ladrillo rojo en la ¨¦poca en la que del otro lado del canal Luis XIV, el Rey Sol, constru¨ªa extravagancias como la de Versalles, hay un cartel que invita a voluntarios a participar en el laborioso trabajo de pintar las hojitas. La idea es tener hechas a tiempo para el aniversario de la muerte de Diana 10 esculturas que "hagan eco de las miles de flores que dejaron los dolientes hace 10 a?os". El diente de le¨®n, explica el cartel, es la flor indicada porque "como muchas veces se dice, las semillas del diente de le¨®n transportan pensamientos y sue?os a los seres queridos".
Hay ingleses que siguen expres¨¢ndose as¨ª cuando piensan en Diana, y sin duda los veremos en nuestros televisores la noche del 31 de agosto, pero no quedan muchos. ?C¨®mo explicar, entonces, el contraste entre esta relativa pasividad y el estallido de llanto nacional que provoc¨® la muerte de la princesa? El consenso general en su momento fue que los ingleses hab¨ªan abandonado aquel estre?imiento emocional que los ha caracterizado, que por fin hab¨ªan liberado su largamente reprimido lado latino. Y con Diana como catalizador. Como dijo el siempre faciloide Tony Blair a la autora de uno de los seis nuevos libros sobre Diana que se han publicado con motivo del d¨¦cimo aniversario (s¨®lo uno de los cuales ha vendido moderadamente bien), "Diana nos ense?¨® una nueva forma de ser brit¨¢nicos".
Bueno. Up to a point, como dir¨ªan los brit¨¢nicos de toda la vida. Hasta cierto punto. Lo que es verdad es que los brit¨¢nicos son gente inhibida que sufre en el intento de relacionarse de manera natural con los dem¨¢s. Por eso todav¨ªa no tienen claro los hombres si se deben de dar la mano cuando se ven (es verdad: lo hagan o no lo hagan, se sienten inc¨®modos); por eso se emborrachan, para poder dar rienda suelta a sus sentimientos; por eso son tan ir¨®nicos, el reflejo nacional por re¨ªrse de todo esconde el terror que tienen a mostrarse como realmente son. Y por eso el rasgo que los define (vean las pel¨ªculas de Hugh Grant) es la verg¨¹enza, el estar inc¨®modos, sentirse en apuros.
Los ingleses saben que son as¨ª y les duele. Y por eso la Diana que tocaba a los leprosos y lloraba con pacientes con sida moribundos se convirti¨® en la imagen idealizada, la fantas¨ªa hecha carne, de c¨®mo les gustar¨ªa ser, a diferencia de la imagen m¨¢s aut¨¦ntica que presentaba el resto de la familia real. Empezando por la reina madre, una adicta al gin-tonic que muri¨® cinco a?os despu¨¦s de Diana a los 101 a?os: se hubiera cortado las venas antes de dar un beso en p¨²blico a un homosexual agonizando en un hospital.
El problema es que la "nueva forma de ser brit¨¢nicos" no ha calado. Blair se ha ido, considerado un farsante por gran parte de la gente que una vez vot¨® por ¨¦l, y en su lugar, ante la satisfacci¨®n general del p¨²blico, se ha instalado un sombr¨ªo calvinista escoc¨¦s. Nunca cal¨®. Cuando los ingleses perdieron a Diana no perdieron a un ser humano; la que muri¨® fue un personaje en una novela, o una pel¨ªcula. Como las l¨¢grimas que caen al final de Love Story. No dejan huella. Aunque el recuerdo del desbordado sentimentalismo que exhibieron los ingleses aquellos d¨ªas no se olvida. Un largo art¨ªculo en The Guardian este mes sobre este tema comenz¨® con estas tajantes palabras: "Se ha convertido en un recuerdo vergonzante...".
Pero en aquel momento la gente se lo crey¨®. Por eso, al principio los habitantes del pueblo m¨¢s cercano al lugar de la campi?a inglesa donde est¨¢ enterrada Diana tem¨ªan verse asediados por las hordas, que su pac¨ªfico entorno rural se iba a convertir en un circo permanente al estilo de Lourdes en Francia, o Graceland, la casa de Elvis Presley. Se equivocaron. Muestra de lo fugaz que fue el fen¨®meno Diana lo da el hecho de que los terrenos ancestrales de la familia Spencer no atraen hoy ni la mitad de devotos que atrajeron en 1998. Althorp House, cien kil¨®metros al norte de Londres, fue el lugar al que llevaron el cuerpo de Diana la tarde del 6 de septiembre, inmediatamente despu¨¦s de la ceremonia oficial de la abad¨ªa de Westminster. La casa, casi tan grande como el palacio de Kensington y 200 a?os m¨¢s antigua, es fiel al gusto tradicional de la aristocracia inglesa: grandes salones alfombrados unidos por largos pasillos que rebosan pinturas de caballos, perros y lores y ladies de los siglos XVIII y XIX, en algunos casos vestidos de toga romana color p¨²rpura.
Lo que distingue a Althorp de las docenas de casas se?oriales de este tipo en Inglaterra son tres cosas: la peque?a isla arbolada en el medio de un lago que oculta la tumba de Diana; la exhibici¨®n permanente llamada A Diana Celebration y la tienda donde uno puede comprar jabones, pendientes y relojes conmemorativos autorizados por el hermano de Diana, Charles, el noveno conde Spencer, que est¨¢ presente el d¨ªa que voy, firmando copias de su ¨²ltimo libro, sobre sus ancestros. Un cartel pone que Spencer estar¨¢ disponible para firmar entre las 13.15 y las 15.00. Pero a las 13.25 ya no hay m¨¢s cola. Diez se?oras compraron el libro y nadie m¨¢s. Tampoco est¨¢ lleno a rebosar el complejo tur¨ªstico, del tama?o de 10 campos de f¨²tbol, en el que Spencer ha convertido la finca familiar. Es un s¨¢bado soleado de agosto, pero el total de visitantes en el recinto cabr¨ªan tranquilamente en un par de autobuses.
Habr¨ªa menos inter¨¦s todav¨ªa en Althorp si no fuera por el papel protagonista que tuvo Charles Spencer en el funeral de su hermana, si no hubiera dado el discurso en el que contrast¨® la severidad emocional de la familia real con la calidez de su hermana, que ¨¦l defini¨® (carteles en Althorp nos lo recuerdan, por si lo hemos olvidado) como una mujer "¨²nica, compleja, extraordinaria, irremplazable"; que fue "la esencia de la compasi¨®n, del deber, del estilo, de la belleza". El hermano se ha apoderado de su legado sentimental, adem¨¢s de los ping¨¹es beneficios tur¨ªsticos que le ha brindado Althorp House. Sin embargo, varios libros y art¨ªculos de prensa denuncian una clara hipocres¨ªa detr¨¢s de este oportuno cometido. Cuando Diana estaba en su momento m¨¢s vulnerable, reci¨¦n separada de su marido Carlos, llam¨® a su hermano para pedirle que le dejara una de sus casas en la enorme finca familiar, pero ¨¦l se la neg¨®, argumentado que no soportar¨ªa el inevitable l¨ªo medi¨¢tico que se generar¨ªa en su vecindad. Diana llor¨® desconsoladamente al recibir la respuesta, por carta. Pero no se deber¨ªa de haber sorprendido. La relaci¨®n que tuvieron los dos hermanos siempre fue fr¨ªa, distante, inglesa.
Pero en esto no habr¨¢n reparado las se?oras que hac¨ªan cola en la tienda de Althorp para que el conde Spencer les firmar¨¢ su libro. Adem¨¢s, ?por qu¨¦ hacerlo? La vida privada de Diana fue tan banal, tan poco extraordinaria, como su ¨²ltimo amante, el heredero Dodi, que -como ella- tampoco tuvo que trabajar nunca para ganarse el pan; o como su propia muerte, a manos de un conductor borracho en un t¨²nel parisiense cualquiera. No nos dej¨® ning¨²n recuerdo s¨®lido: ninguna canci¨®n, como Elvis; ninguna pel¨ªcula, como Marilyn Monroe. Donde ella se realiz¨® y donde su p¨²blico la ador¨® fue en el espejo en el que se miraba, en la telenovela donde actu¨®, en su ef¨ªmero cuento de hadas.
RUTA DE VIAJE: Uniforme colegial y traje de boda
La entrada a la exhibici¨®n permanente Diana, a Celebration cuesta 20 euros. Es un minimuseo, mitad capilla, cuya primera oferta es una secuencia de antiguas pel¨ªculas familiares en las que Diana juega a los cinco o seis a?os con un conejito, o construye castillos en la playa, o se sube a una bicicleta en el jard¨ªn. Despu¨¦s est¨¢ el uniforme que llev¨® en el colegio, blazer rojo y falda gris, aunque no se hace menci¨®n de que con 16 a?os suspendi¨® todas las asignaturas. M¨¢s adelante, entre muchas cosas m¨¢s, est¨¢ el men¨² de una cena de cumplea?os para la princesa Margarita en el Hotel Ritz de Par¨ªs en 1980, y en el que ella escribi¨®, a mano: "Estaba sentada al lado del pr¨ªncipe Carlos"; est¨¢ el vestido que llev¨® el d¨ªa, un a?o despu¨¦s, en el que se cas¨®; la letra de la canci¨®n que le cant¨® su gran amigo Elton John (luego gran amigo de David y Victoria Beckham, los herederos de Diana en el imaginario colectivo ingl¨¦s) en el funeral en la abad¨ªa de Westminster, transmitido en vivo y en directo por todo el planeta, y la versi¨®n original del discurso que ley¨® en aquella ocasi¨®n su hermano, Charles, con una l¨ªnea tachada a ¨²ltima hora que pon¨ªa: "Damos gracias a Dodi al Fayed por haber hecho que las ¨²ltimas semanas de Diana fueran tan felices".
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.