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Reportaje:

Amazonia. La sangr¨ªa contin¨²a

La cadena de desolaci¨®n afecta gravemente al 'pulm¨®n de la Tierra', camino de una neumon¨ªa irreversible. Con la poblaci¨®n ind¨ªgena diezmada, la violencia, los asesinatos, la deforestaci¨®n y la esclavitud se reproducen como en siglos pasados. El saqueo no cesa y la alarma no acaba de surtir efecto

A comienzos del siglo XVII, los sertanistas portugueses dedicados a la caza de esclavos en la cuenca amaz¨®nica advert¨ªan en un proverbio: "No existe el pecado m¨¢s abajo del la l¨ªnea del Ecuador". Un capataz europeo que trabajaba en una explotaci¨®n de caucho, en la ¨¦poca del boom cauchero amaz¨®nico de finales del siglo XIX y principios del XX, se?alaba: "Cuando voy a la selva se me olvida el Evangelio". Iniciado el siglo XXI, las leyes no avanzan en los territorios del Amazonas y cualquiera de esas dos frases podr¨ªa pronunciarse ahora mismo, ya que la violencia, el asesinato y la esclavitud se reproducen como anta?o, con el a?adido de una imparable explotaci¨®n del medio ambiente sin precedentes. Hoy, como siempre, hablar del Amazonas es hablar de saqueo de los recursos naturales y violaci¨®n de los derechos humanos, dos atentados que no pueden comprenderse el uno sin el otro. A la postre, y si se reflexiona un poco, bien podr¨ªa concluirse que lo que el hombre hace en la Amazonia no es otra cosa que convertirse en el peor adversario de s¨ª mismo, empe?ado en una tr¨¢gica b¨²squeda de la autoinmolaci¨®n por la destrucci¨®n de su h¨¢bitat y el desprecio de sus principios y sus leyes.

A¨²n existen 80.000 trabajadores esclavizados, seg¨²n las organizaciones humanitarias
"Se nutren los se?ores mamando al pueblo de las tetas, mientras el pueblo mama de las piedras"
En EE.UU. pagan miles de d¨®lares por subespecies raras de peces-gato del Amazonas

La geograf¨ªa amaz¨®nica es un espacio de vibrante desmesura que puede llegar a convertirse en el escenario de la mayor desolaci¨®n. Este r¨ªo magn¨ªfico de m¨¢s de 6.500 kil¨®metros de longitud, al que ofrendan sus aguas m¨¢s de mil tributarios, cubre una cuenca que, en principio, supera los 7.000 millones de kil¨®metros cuadrados, esto es: un ¨¢rea de drenaje que es unas catorce veces superior al tama?o de Espa?a. Pero, en realidad, es m¨¢s grande todav¨ªa. Cuando, en el a?o 1800, el sabio explorador Alexander von Humboldt recorri¨® Venezuela y el norte de Brasil, encontr¨® un canal, al que los ind¨ªgenas llamaban Casiquiare, que comunicaba el gran r¨ªo Orinoco con el Negro, uno de los principales afluentes del Amazonas. ?Qu¨¦ significa eso en Geograf¨ªa? Pues, en s¨ªntesis, que las dos cuencas son una sola, lo que quiere decir que el tama?o de la Amazonia se expande casi otro cuarto de mill¨®n de kil¨®metros cuadrados. Vista en un mapa, el ¨¢rea amaz¨®nica de drenaje parece ocupar m¨¢s o menos la mitad de Am¨¦rica Latina, mojando territorios de Venezuela, Guyana, Colombia, Ecuador, Per¨², Brasil y Bolivia.

Todos conocemos lo que ello supone a efectos de p¨¢lpito de vida. En ese espacio se concentra el 20% del agua dulce del planeta y el 30% de la vida animal y vegetal. Es la reserva biol¨®gica m¨¢s grande y variada del mundo, con un total de casi siete millones de especies de plantas y animales; entre otras, 2.000 de peces. Y este escenario de vida portentosa es tambi¨¦n lo que han dado en llamar el pulm¨®n de la Tierra, pues sus inmensos bosques procesan la mayor parte del di¨®xido de carbono del aire para convertirlo en ox¨ªgeno. Dicen los viejos refranes que el hombre no s¨®lo vive de pan. Es del todo exacto: subsistimos tambi¨¦n gracias a lo que respiramos.

Los hombres comenzamos a destruir este inmenso altar de la naturaleza desde muy temprano, puede decirse que a partir del momento en que los ¨¢vidos europeos llegaron a su cuenca. Y lo hicimos tanto desde un punto de vista de rapi?a de las materias primas como de destrucci¨®n de formas de organizaci¨®n social de las etnias que poblaban la Amazonia.

Los primeros de todos fuimos los espa?oles. ?Qu¨¦ buscaban nuestros antepasados? El Dorado, el oro que supon¨ªan escondido en aquellas selvas indome?adas. Un tal Gonzalo de Pizarro, hermano del conquistador de Per¨², comand¨® una expedici¨®n en busca de la m¨ªtica ciudad que supon¨ªan pavimentada del preciado metal. No la hallaron. Y cuando iban en busca de comida, dos peque?as naves echadas a un r¨ªo por orden de Pizarro, en la cabecera del actual Napo, recorrieron por vez primera el gran Amazonas hasta su desembocadura, ya que la fuerza de la corriente les impidi¨® volver atr¨¢s a reunirse con sus compa?eros. El capit¨¢n de la flotilla se llamaba Francisco de Orellana y corr¨ªa el a?o 1542. No hab¨ªa oro en parte alguna. Pero s¨ª numerosos indios en las orillas a los que asaltar para robarles los alimentos y lo poco que pose¨ªan. Mataron a unos cuantos cientos con sus arcabuces, supusieron que encontraban mujeres guerreras -de ah¨ª, el m¨ªtico nombre de Amazonas, surgido de las leyendas de la antigua Grecia-, y una buena parte de los 57 hombres que emprendieron el viaje perecieron de hambre y de fiebres antes de llegar al mar. En aquel tiempo se calcula que habitaban la cuenca del gran r¨ªo seis millones de ind¨ªgenas.

Hubo una segunda expedici¨®n espa?ola en busca de El Dorado en 1560, la que comand¨® Pedro de Urs¨²a, al que asesin¨® y arrebat¨® el mando su perverso jefe militar o maestre de campo, Lope de Aguirre, famoso gracias a las cr¨®nicas literarias de Ciro Bayo y Ram¨®n J. Sender, y a los filmes sobre su figura de Werner Herzog y de Carlos Saura. Tampoco Aguirre encontr¨® El Dorado, y tanto ¨¦l como sus hombres perecieron en el intento. Pero dejaron, como Orellana, varios centenares de indios muertos a sus espaldas y no pocas aldeas arrasadas.

Los portugueses sucedieron en la rapi?a a los espa?oles cuando ¨¦stos se retiraron de nuevo hacia el Oeste, a sus territorios de Ecuador y Per¨², en donde supon¨ªan que el oro no se terminar¨ªa nunca. Los lusos hab¨ªan emprendido la colonizaci¨®n de la Amazonia viniendo desde la desembocadura del r¨ªo, en la regi¨®n que bautizaron como Par¨¢ y cuya capital era Bel¨¦m. All¨ª quemaron miles de hect¨¢reas de bosque virgen para crear grandes plantaciones, sobre todo de ca?a de az¨²car y, m¨¢s tarde, de caf¨¦. Pero necesitaban mano de obra. Y emprendieron la caza del indio adentr¨¢ndose m¨¢s y m¨¢s en las selvas amaz¨®nicas, rumbo a Occidente. Para darle un manto de Cruzada cristiana a semejante pillaje, Lisboa invent¨® una curiosa legislaci¨®n: las "guerras justas", que fue como se denominaron las acciones armadas dirigidas a combatir a quienes impidieran la propagaci¨®n de la fe cat¨®lica y asegurar la vida y las haciendas de los s¨²bditos de Portugal. Todos los indios capturados en esas guerras eran considerados "esclavos leg¨ªtimos". Las leyes no hablaban, sin embargo, de los derechos de los indios. Un jesuita portugu¨¦s, Jo?o Daniel, calculaba que, entre 1615 y 1652, m¨¢s de dos millones de indios perdieron la vida en manos de los sertanistas. Y afirmaba: "Hab¨ªa tanta facilidad en los blancos para matar indios como para matar mosquitos". Hacia 1750, la mayor¨ªa de las etnias ind¨ªgenas de la Amazonia, y con ellas las lenguas, se extinguieron bajo el fuego del genocidio. Ni un solo tupinamb¨¢, ni aruanes, ni muras, ni manaos, ni iquitos, ni guanares, ni tapaj¨®s, ni omaguas, entre otros cuantos grupos ¨¦tnicos, quedaron sobre la faz de la Tierra para contarnos la historia de sus antepasados.

Por aquellos tiempos, pocas voces se alzaron en defensa de los indios. Un jesuita checo, Samuel Fritz, a finales del siglo XVII, trat¨® de preparar la defensa de los omaguas en territorios que a¨²n se disputaban Espa?a y Portugal, fundando reducciones, o misiones, al estilo de las que la orden hab¨ªa organizado en Paraguay. Pero la agresividad de Lisboa y la indiferencia de Madrid hicieron in¨²til su tarea, y a Fritz se le orden¨® regresar a Quito. En 1750, Portugal y Espa?a fijaron las actuales fronteras del Amazonas, con el Tratado de Madrid, ratificado por el de San Ildefonso en 1777.

La independencia de los pa¨ªses en donde se extiende la Amazonia no signific¨® el fin del expolio ni la llegada de la justicia para los indios, sino todo lo contrario. La revoluci¨®n industrial estaba en marcha en Europa y en Estados Unidos, y las materias primas se hac¨ªan cada vez m¨¢s necesarias. En 1839, el americano Goodyear inventaba el proceso de vulcanizaci¨®n del caucho; en 1888, el irland¨¦s Dunlop, el primer neum¨¢tico, y en 1902, el franc¨¦s Michelin ideaba el primer neum¨¢tico desechable. El caucho se convert¨ªa en el oro verde, el motor del desarrollo industrial en Occidente. Y as¨ª surgi¨® la figura del cauchero y as¨ª se talaron millones de ¨¢rboles de la Amazonia y as¨ª los indios se llevaron, como siempre, y pese a que la esclavitud ya hab¨ªa sido abolida desde 1888 en aquellas regiones, la peor parte del reparto.

El primer gran cauchero fue Carlos Fernando Fitzcarrald, un aventurero peruano que organiz¨® una red de estaciones para el transporte fluvial del caucho desde el interior de las selvas hasta Iquitos, y desde all¨ª hasta el Atl¨¢ntico, siguiendo el curso del Amazonas. Las leyes no exist¨ªan en sus territorios y Fitzcarrald obten¨ªa la preciada goma imponiendo trabajos forzados a las etnias que somet¨ªa a golpe de fusil. Ten¨ªa un ej¨¦rcito de 300 hombres armados con fusiles Winchester, compuesto por mestizos e indios civilizados, y a las tribus que se le enfrentaban, simplemente les aplicaba la t¨¦cnica del exterminio. Se calcula que fue responsable de la muerte de m¨¢s de diez mil indios.

Fitzcarrald, que muri¨® a los 35 a?os cuando su barco fue engullido por un remolino del r¨ªo Urubamba en 1897, amas¨® una inmensa fortuna. Aunque sus oficinas y almacenes estaban en Iquitos, viv¨ªa en una suntuosa mansi¨®n en la selva, cerca de la actual Sepahua. Trabajadores chinos atend¨ªan su jard¨ªn oriental y s¨®lo beb¨ªa champ¨¢n franc¨¦s. A su obra civilizadora no le faltaban ex¨¦getas, como el franciscano Gabriel Sala, que escrib¨ªa por aquellos a?os: "Puesto que no quieren vivir como hombres, sino como animales [los indios], debemos tratarles lo mismo que a ¨¦stos y echarles bala cuando se oponen injustamente a la vida y al bien de los dem¨¢s". A Fitzcarrald se le dedic¨® una calle en Iquitos, hoy rebautizada con el nombre de Indios M¨¢rtires.

Sin embargo, sus ¨¦xitos como empresario los mejor¨® otro cauchero peruano, Julio C¨¦sar Arana, que, usando su habilidad diplom¨¢tica y con el apoyo de capital brit¨¢nico, en 1904 fund¨® la Peruvian Amazon Rubber Corporation, cuyas oficinas principales estaban en la ciudad brasile?a de Manaos. Arana consigui¨® la explotaci¨®n de las inmensas selvas que rodean el r¨ªo Putumayo, al norte del curso del Amazonas, territorios que pertenecen a Colombia y que entonces estaban en litigio entre este pa¨ªs y Per¨². La riqueza en caucho parec¨ªa infinita. Pero Arana se encontraba con el mismo problema de todos: necesitaba mano de obra barata. Y ten¨ªa otro a?adido: abolida la esclavitud, no pod¨ªa permitirse implantarla en sus explotaciones siendo socio de empresarios brit¨¢nicos. Entonces se le ocurri¨® una forma simulada de esclavitud: el trabajo endeudado, aplicado siglos antes por los conquistadores espa?oles en las monta?as andinas para la obtenci¨®n del oro.

Arana se implant¨® en las aldeas de la etnia huitoto y comenz¨® a reclutar trabajadores por el sistema de empr¨¦stito: les vend¨ªa a plazos rifles, machetes, hachas, ropas, herramientas para su trabajo, materiales para construirse su propia caba?a, comida y baratijas para sus esposas; recib¨ªa la resina cauchera en balas con un n¨²mero determinado de kilos, y de ah¨ª iba descontando la deuda de los peones. Naturalmente, Arana controlaba los pesos y medidas y los precios de los productos vendidos a los huitoto. De modo que ¨¦stos, endeud¨¢ndose m¨¢s y m¨¢s seg¨²n sus necesidades, quedaban en manos de Arana de por vida, e incluso pasaban las deudas a sus hijos, en caso de morir o quedarse in¨²tiles para el trabajo. Con el paso del tiempo, Arana refin¨® sus t¨¦cnicas de explotaci¨®n. Form¨® un ej¨¦rcito de hombres armados dirigidos por capataces blancos y exigi¨® a cada jefe local huitoto una producci¨®n m¨ªnima de 460 kilos de caucho al mes. Si no se cumpl¨ªa el cupo, los castigos eran feroces: latigazos, encarcelamientos en celdas sin agua ni luz, semiahogamiento, violaci¨®n de las mujeres ante su familia; y al paso del tiempo, la crucifixi¨®n en casos extremos, la mutilaci¨®n de dedos, manos y orejas, sal en las heridas y toda suerte de torturas. Incluso el aperreamiento, esto es: hombres vivos echados como comida para los grandes mastines de los capataces.

En su novela 'La vor¨¢gine' (1924), el escritor colombiano Jos¨¦ Eustasio Rivera, que relat¨® los horrores del Putumayo, narra esta escena de borrachera de blancos en una estaci¨®n: "Un cuadrillero quer¨ªa chancearse: verti¨® petr¨®leo en una ponchera y lo ofreci¨® a los indios. Como ninguno acept¨® el enga?o, les tir¨® encima la vasija llena. No s¨¦ qui¨¦n rastrill¨® f¨®sforos, pero al momento, una llamarada crepitante achicharr¨® a los ind¨ªgenas, que se abalanzaron sobre el tumulto, con alarida loca, coronados de fuego l¨ªvido, abri¨¦ndose paso hacia las corrientes, donde se sumergieron agonizando. Los empresarios de La Chorrera (famosa estaci¨®n cauchera del Putumayo) se asomaron a la baranda con los naipes de p¨®quer en las manos. "?Qu¨¦ es esto, qu¨¦ es esto?", repet¨ªan. (...) Y al sentir el hedor de la grasa humana, escupieron sobre la gente y se encerraron impasibles".

Algunos viajeros europeos y americanos llevaron noticia de los horrores del Putumayo a Londres y la prensa se hizo eco de ellos. El c¨®nsul brit¨¢nico en R¨ªo de Janeiro, Roger Casement, una de las figuras m¨¢s importantes de la lucha humanitaria en el siglo XX, fue el encargado de la investigaci¨®n. Y su informe, publicado en 1912, confirm¨® el estado de barbarie, de pisoteo de los derechos humanos y de genocidio que imperaba en las caucher¨ªas. Arana fue llamado a Londres por sus socios, la amenaza de quiebra hundi¨® los valores de la Peruvian Company y, en 1913, la compa?¨ªa entraba en bancarrota. Arana se esfum¨® dejando detr¨¢s de s¨ª miles de huitoto muertos, cuyos descendientes, unos pocos cientos, malviven hoy en las cercan¨ªas de Iquitos y a¨²n guardan memoria, merced a los relatos de transmisi¨®n oral, de lo que ocurri¨® en aquellos nefandos d¨ªas. Al contrario que Fitzcarrald, Iquitos guarda el nombre de Arana en una calle. Nadie se ha atrevido a rebautizarla. En cuanto a Casement, irland¨¦s de nacimiento, fue ahorcado por los brit¨¢nicos en 1916, acusado de alta traici¨®n, poco despu¨¦s de fracasar el levantamiento nacionalista de Pascua en Dubl¨ªn, en el a?o 1916, a cuya causa serv¨ªa el antiguo c¨®nsul brit¨¢nico en R¨ªo de Janeiro.

En el a?o 1913, cuando se hundi¨® la explotaci¨®n cauchera amaz¨®nica, desplazada por los brit¨¢nicos a Malaisia y Ceil¨¢n con semillas robadas del Amazonas, la poblaci¨®n ind¨ªgena de las orillas del r¨ªo estaba exang¨¹e. Tribus enteras huyeron hacia el interior y otras, en a?os posteriores, lograron de las autoridades pol¨ªticas reservas donde poder sobrevivir con su cultura tradicional. Pero tan s¨®lo lograban espacios propios en aquellos lugares que no ofrec¨ªan materias primas. Si aparec¨ªa oro o cualquier otro valioso mineral, o petr¨®leo, o una planta productiva, los indios eran expulsados de inmediato.

Y as¨ª contin¨²a sucediendo hoy. Sobre el papel, los indios han ganado derechos y tierras, pero tan s¨®lo si se instalan en lugares en donde no existe riqueza alguna. No obstante, siguen siendo expulsados de todos los sitios por un sistema muy sencillo. Si a un territorio concedido a los indios llega una pobre familia blanca o mestiza y pide permiso para instalarse, los indios se apenan y se lo conceden y la familia instala su caba?a y planta un huerto. Pero otra humilde familia llega despu¨¦s y los indios se apiadan y la familia se instala. Y as¨ª sucesivamente, hasta que varias familias, ya asentadas desde a?os atr¨¢s en el territorio concedido originalmente a los indios, solicitan a las autoridades del Estado o de la provincia el derecho a formar una comunidad y tener una iglesia y una escuela. Y las autoridades se lo conceden y las pobres familias expulsan a los indios.

La realidad es que ya no existen comunidades ind¨ªgenas en las orillas del r¨ªo. S¨®lo sobreviven en algunas reservas del interior, como los yanomamis, o peque?os grupos que se han refugiado en el fondo umbr¨ªo de las selvas m¨¢s remotas y que suelen recibir a flechazos a los ocasionales visitantes blancos, aunque sean misioneros o trabajadores de los derechos humanos. Saben lo que se hacen, porque detr¨¢s de la Biblia o la Declaraci¨®n Universal de Derechos Humanos aparecen siempre el fusil y la antorcha. De los seis millones de amerindios que poblaban el Amazonas en tiempos de Orellana, hoy en d¨ªa se calcula que no queda m¨¢s de medio mill¨®n.

La mayor parte de poblaci¨®n amaz¨®nica son mestizos, a los que los brasile?os conocen como caboclos. El caboclo suele ser una persona que vive en extrema pobreza, que carece de tradiciones, dioses y lengua propia, pues ha nacido y sigue naciendo en el cruce de varias sangres y no reconoce ninguna. Es un superviviente sin futuro. Es carne de explotaci¨®n.

Y como tal se le usa. Porque el sistema del trabajo por endeudamiento no ha terminado, sino que sigue vigente y, en cierto sentido, se ha refinado. A los trabajadores de la ganader¨ªa, de la madera, del oro, del cobre, del petr¨®leo, del caf¨¦, del caucho, de la ca?a o de la soja, no se les tortura como anta?o. Pero siempre le deben al empresario y nunca acaban de pagarle. Se les llama pe?es de trecho (peones sin techo, m¨¢s o menos) y en la pr¨¢ctica no son m¨¢s que esclavos. En los bosques perdidos, tan lejos de la civilizaci¨®n y de las leyes, carecen de derechos sociales. El Gobierno de Brasilia ha emprendido, desde 1995, una decidida lucha contra este tipo de explotaci¨®n humana, y, ocasionalmente, sus agentes localizan unas plantaciones que emplean mano de obra forzada, y libera a los explotados y multa a las empresas. Por ejemplo, a principios de julio, en Par¨¢, rescat¨® a m¨¢s de 1.000 de estos peones en una plantaci¨®n de ca?a, y la polic¨ªa calcula que, desde 1965, se ha conseguido poner en libertad a m¨¢s de 18.000. Pero las organizaciones humanitarias piensan que todav¨ªa existen m¨¢s de 80.000 trabajadores esclavizados en la Amazonia brasile?a.

Casi todos los empresarios del interior de la Amazonia tienen peque?os grupos de partidas armadas. Y las usan si a alguien se le ocurre intentar poner en pr¨¢ctica un sindicato de defensa de los derechos de los trabajadores. Los castigos son duros y, por lo general, todo conflicto se arregla a tiros.

Bien lo sabe la familia de Chico Mendes, que en la regi¨®n de Acre cre¨® el Sindicato de Trabajadores Rurales y el Consejo Nacional de Trabajadores del Caucho con la intenci¨®n de defender los derechos de los peones y racionalizar la explotaci¨®n indiscriminada de los bosques. El movimiento se extendi¨® muy pronto a otros Estados y se hizo muy fuerte... demasiado fuerte. Tanto que, en 1988, el disparo de un pistolero a sueldo de los patronos acab¨® con la vida del l¨ªder sindicalista. En Acre, todos saben qui¨¦n fue el que dispar¨® y qui¨¦n le pag¨® para que lo hiciera. Pero en Acre, como en otros lugares de las regiones amaz¨®nicas, polic¨ªas y jueces son a menudo c¨®mplices de los patronos.

Sin embargo, la de Mendes no fue la primera rebeli¨®n. En el Amazonas hubo una guerra de la que poca gente ha hablado y que dur¨® casi un lustro, entre 1835 y 1840. Se llam¨® guerra del cabanagem y los estudiosos la consideran la primera revoluci¨®n social de los tiempos modernos. Tendr¨ªan que pasar unos pocos a?os hasta que asomara a la historia la mucho m¨¢s famosa y quiz¨¢ menos sangrienta rebeli¨®n de la Comuna de Par¨ªs, fechada en 1871.

Por esos a?os, en las regiones de la enorme provincia de Par¨¢, que abarcaba los territorios que se extienden a lo largo del Amazonas entre Bel¨¦m y Manaos, unas cuantas familias adineradas controlaban todos los poderes. En las plantaciones y los ranchos de ganado sobreviv¨ªa a duras penas, esclavizada de una u otra manera (de forma directa o por endeudamiento), una inmensa masa de trabajadores con sus familias. La compon¨ªan negros tra¨ªdos de ?frica, mestizos caboclos e indios tapuios (indios destribalizados). No pose¨ªan nada y viv¨ªan en miserables chamizos construidos con maderas y hojas de palma. Por eso, en Par¨¢ los llamaban cabanos, caba?eros. Y su rebeli¨®n se conoci¨®, por la misma causa, como guerra del cabanagem, la guerra de la caba?a.

En enero 1835, las autoridades detuvieron a un sacerdote que defend¨ªa a los cabanos. Y cientos de ellos, armados de hachas y viejas espindargas, tomaron el palacio del gobernador en Bel¨¦m, asesin¨¢ndolo junto con su jefe militar, y se hicieron con el poder de la capital de la provincia. Animados por las ideas de algunos intelectuales influidos por la Ilustraci¨®n, proclamaron la defensa de los Derechos Humanos y de la democracia y eligieron una Asamblea Legislativa Provincial. Formaron con urgencia un ej¨¦rcito popular y, en pocas semanas, sus conquistas se extendieron hasta Manaos. Un poema de la ¨¦poca, escrito por un poeta rebelde y que traduzco libremente, dec¨ªa as¨ª:

"Pues se nutren los se?ores

mamando al pueblo las tetas,

mientras en el pueblo maman

de las tetas de las piedras".

La reacci¨®n legalista lleg¨® con un fuerte contingente armado que combati¨® durante casi cinco a?os a los "cabanos". Al final fueron vencidos, y miles de ellos, fusilados. Los ¨²ltimos 800 rebeldes se rindieron cerca de Bel¨¦m en marzo de 1840, bajo la promesa de una amnist¨ªa que el Gobierno cumpli¨®, respetando los acuerdos y liberando de las c¨¢rceles a los prisioneros, entre ellos a los principales dirigentes de la revuelta, como Eduardo Nogueira Angelim, jefe pol¨ªtico, y Francisco Vinagre, jefe militar. Pero la vida de los trabajadores de Par¨¢ sigui¨® arrinconada en la miseria de sus chabolas, de sus caba?as. Aquella revoluci¨®n no supuso para la Amazonia ning¨²n avance pol¨ªtico, ni progresi¨®n alguna de los derechos humanos.

Y en la Amazonia sigui¨® adelante el tradicional saqueo, con algunos elementos a?adidos por el progreso.

En la actualidad, sin duda, el primer problema de gravedad es la deforestaci¨®n. Pese a las leyes dictadas desde Brasilia y, en menor medida, desde Bogot¨¢, Lima o Caracas, los madereros invaden las selvas y talan sin mesura all¨ª adonde no llegan los agentes federales. En lugares m¨¢s accesibles para la polic¨ªa, los madereros proceden a lo que se conoce hoy como talas selectivas, esto es: cortan los ¨¢rboles de maderas valiosas y los trasladan a aserraderos del interior de la selva, para transportarlos hasta los almacenes de las grandes ciudades en barcazas que recorren los miles de canales incontrolables con los que cuenta la cuenca amaz¨®nica. Estas talas, a la postre, hacen el mismo da?o que las masivas, pues rompen el equilibrio del ecosistema.

La deforestaci¨®n est¨¢ creando en la Amazonia de hoy un profundo deterioro social y medioambiental, con el uso de lo que algunas organizaciones humanitarias como Greenpeace llaman "variantes modernas de la esclavitud". Al tiempo, la mayor¨ªa de los estudiosos de los efectos de la deforestaci¨®n se?alan con tristeza que el ¨²nico remedio de este proceso desastroso no podr¨ªa venir, en ning¨²n caso, de la intervenci¨®n de los gobiernos de la regi¨®n, sino de una "desaceleraci¨®n del mercado agr¨ªcola". ?Pero qui¨¦n puede prevenir o corregir en estos tiempos de liberalismo sin barreras la desaceleraci¨®n de cualquier mercado?

Como dato, vale a?adir que la deforestaci¨®n, en los ¨²ltimos a?os, no s¨®lo no se ha detenido, a pesar de las legislaciones de los pa¨ªses del ¨¢rea, sino que ha aumentado. En el a?o 2001 desaparecieron 18.166 kil¨®metros cuadrados de bosque amaz¨®nico. En 2002, la cifra alcanz¨® los 24.476. Y en 2004 super¨® los 26.000. Y los efectos de esas talas producen nuevos males: la humedad se retira ante la falta de ¨¢rboles. Y a la falta de humedad le suceden los fuegos originados por causas naturales. Y a la falta de ¨¢rboles le sucede el aumento de di¨®xido de carbono y la reducci¨®n del ox¨ªgeno. La cadena de la desolaci¨®n se alimenta a s¨ª misma. Tose el pulm¨®n de la Tierra, camino de una neumon¨ªa irreversible.

Los ganaderos que incendian bosques para crear pastos -una pr¨¢ctica agr¨ªcola tan vieja como la edad del hombre-, o los madereros que talan sin medida para llevarse las maderas nobles, no son en estos d¨ªas los ¨²nicos responsables del desastre. En los ¨²ltimos a?os, la soja se ha convertido en un fruto muy apreciado en los mercados, sobre todo, y como es tradicional, en los asi¨¢ticos. Y la Amazonia ofrece un terreno ideal para su cultivo. De modo que, como siempre, grandes extensiones de bosque se est¨¢n quemando para obtener espacios donde plantar soja, con inversiones importantes de algunos pa¨ªses, como, por ejemplo, Jap¨®n y China. El primer productor en el mundo de esta leguminosa es Estados Unidos. Por el momento. Porque Brasil se ha situado ya en segundo lugar y est¨¢ a punto de ocupar el primer puesto. Las exportaciones de Brasil necesitan de fen¨®menos como ¨¦ste, en un pa¨ªs en el que hay grandes bolsas de pobreza y un dislocado crecimiento demogr¨¢fico. En consecuencia, ning¨²n Gobierno puede decidirse a poner coto a las quemas indiscriminadas de bosque amaz¨®nico para plantar soja en cultivos nacidos ilegalmente, aunque se levante sobre los hombros de trabajadores explotados como esclavos, con pistoleros escondidos en la trastienda y patronos que juegan al p¨®quer mientras arden los indios.

Hay muchas otras formas de expolio. El comercio il¨ªcito de animales, por ejemplo. En todos los pa¨ªses de la cuenca amaz¨®nica existen leyes muy estrictas contra el comercio de animales y su exportaci¨®n. Sin embargo, varios millones de criaturas salen cada a?o de la regi¨®n: simios, reptiles y peces, sobre todo. La mayor parte de ellos mueren en el camino, escondidos en los cinturones de los pasajeros, como las serpientes, o en las g¨¦lidas bodegas de los aviones y los barcos transatl¨¢nticos, como los simios y los loros. En los acuarios p¨²blicos y privados de Estados Unidos, por las subespecies raras de peces-gato del r¨ªo Amazonas se pagan miles de d¨®lares.

Nos quedan, en fin, las carreteras. En 1972, un golpe de Estado llev¨® al poder a una junta militar que, por medio de escuadrones de la muerte, asesin¨® a miles de ciudadanos dem¨®cratas. Aliados de los capos de la droga y de la patronal mafiosa que explota las riquezas del pa¨ªs, los m¨ªlicos abrieron la carretera Transamaz¨®nica, que une Brasilia, en el sur de la Amazonia, con Boa Vista, cerca de la frontera de Venezuela, pasando por Porto Velho, a orillas del r¨ªo Madeira, y por Manaos. La carretera supuso que a su alrededor se asentaran nuevos rancheros y madereros y que grandes extensiones de selva desaparecieran.

?Hay alguien que pueda romper esa cadena de destrucci¨®n? Hace apenas un a?o, el Gobierno izquierdista del presidente Lula da Silva ha aprobado la construcci¨®n de una nueva carretera para unir Santer¨¦m, a la vera del r¨ªo Amazonas, justo donde desemboca el bello curso del Tapaj¨®s, con Cuiab¨¢, m¨¢s de mil kil¨®metros al sur. Naturalmente, a las orillas de la carretera llegar¨¢n los cultivadores de soja, los madereros, los ganaderos y, claro, con ellos, sus peque?os ej¨¦rcitos de hombres armados dispuestos a matar a quien se oponga a la rapi?a.

Uno se pregunta si, al fin, no somos los humanos una especie ves¨¢nica y suicida. Esclavizamos y matamos a quienes se oponen a nuestra ansia de poder, pero tambi¨¦n estamos acabando con las posibilidades de supervivencia de nuestros descendientes.

Claude L¨¦vi-Strauss, el antrop¨®logo franc¨¦s que escribi¨® uno de los m¨¢s importantes libros del siglo XX, Tristes tr¨®picos, advert¨ªa cargado de pesimismo: "El mundo comenz¨® sin el hombre y terminar¨¢ sin ¨¦l". El Amazonas es el m¨¢s fiel retrato de tan terrible profec¨ªa.

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