Esperando a Noriega
Estefani Vanegas tiene ocho a?os y vive en el barrio paname?o de Tierra Prometida. Hace unos d¨ªas, la ni?a se encontr¨® en el suelo una moneda de cinco centavos y al ir a recogerla una tremenda descarga la volte¨® y le abri¨® en la espalda un agujero del tama?o de un bote de mayonesa grande. La madre de Estefani dice sin temor a equivocarse que la culpa fue de las conexiones brujas.
El nuncio Laboa pidi¨® a Tribaldos que se pusiera una sotana para ir a buscar a Noriega
Durante todos estos a?os, el general ha mantenido contactos con gente de Panam¨¢
Est¨¢n por todo el pa¨ªs, agazapadas, dispuestas a atacar a las ni?as de los barrios pobres, a prenderle fuego a un autob¨²s urbano y calcinar entre sus hierros a 26 viajeros, a lanzar por los aires una lavander¨ªa regentada por un chino. Los peri¨®dicos de Panam¨¢ hablan de las conexiones brujas con toda naturalidad, sin comillas ni m¨¢s pistas, y el extranjero no sabe a qu¨¦ atenerse hasta que descubre que no son m¨¢s que telara?as de cables il¨ªcitos dispuestos para robar la energ¨ªa el¨¦ctrica o apa?os caseros m¨¢s baratos que una reparaci¨®n formal.
Panam¨¢, 17 a?os despu¨¦s de la invasi¨®n norteamericana y de la ca¨ªda del general Noriega, es un pa¨ªs lanzado al futuro, pero escondidas detr¨¢s del medio centenar de rascacielos que alumbran la capital, de los negocios millonarios que florecen en cada esquina o de la ampliaci¨®n inminente del canal entre el Pac¨ªfico y el Atl¨¢ntico siguen acechando, desafiantes, las conexiones brujas con el pasado: una pobreza que alcanza al 40% de la poblaci¨®n y un sistema judicial tan corrupto que permite a los narcotraficantes disponer de celdas de lujo en medio de c¨¢rceles de espanto. Y, por si fuera poco, el pr¨®ximo 9 de septiembre, un individuo bajito con la cara picada de viruela saldr¨¢ de la prisi¨®n de Miami vestido de militar.
Durante los ¨²ltimos 17 a?os y ocho meses, el dictador Manuel Antonio Noriega ha guardado celosamente en su celda el flamante uniforme de general con el que el 3 de enero de 1990 se entreg¨® a las tropas de la invasi¨®n. Los gringos -as¨ª llama todo el mundo aqu¨ª a los norteamericanos- a¨²n no tienen decidido qu¨¦ har¨¢n con un hombre de 73 a?os que se empe?a en lucir el uniforme de un ej¨¦rcito que ya no existe. Tal vez lo env¨ªen de regreso a su pa¨ªs o quiz¨¢s opten por entreg¨¢rselo a Francia, que tambi¨¦n lo reclama por un proceso de blanqueo de capitales procedentes del narcotr¨¢fico. En cualquier caso, Noriega y su uniforme vuelven a tener en vilo y enfrentados, tantos a?os despu¨¦s, a los paname?os.
-V¨ªstete de cura, que tienes que ir a recoger a Noriega.
Es el d¨ªa de Nochebuena de 1989. El pa¨ªs acaba de ser invadido por los americanos. El barrio de El Chorrillo, donde los militares tienen su cuartel general, ha ardido por los cuatro costados. Hay quien dice que el incendio ha sido causado por el fuego de la artiller¨ªa yanqui. Y quien se lo atribuye a una argucia de los Batallones de la Dignidad -la fuerza de choque paramilitar del dictador- para huir aprovechando el humo y la confusi¨®n. Los comercios de la capital -"todos menos las librer¨ªas", se dice aqu¨ª en tono de chanza- han sido saqueados por bandas de incontrolados. El nuncio de la Santa Sede en Panam¨¢, el espa?ol Jos¨¦ Sebasti¨¢n Laboa, acaba de volver precipitadamente de sus vacaciones en San Sebasti¨¢n. Uno de sus amigos de la Cruzada Civilista -la oposici¨®n pac¨ªfica a la dictadura- lo ha llamado por tel¨¦fono para anunciarle: "Monse?or, se dio la invasi¨®n". Un vuelo de Iberia lo lleva desde Madrid a Miami. Al pie de la escalerilla, un avi¨®n estadounidense de transporte de tropas lo introduce en Panam¨¢. El presidente George Bush ya ha desplegado 24.000 soldados por el pa¨ªs, pero Noriega, el principal objetivo, ha conseguido escabullirse, dicen que vestido de mujer. Se habla de 80 muertos, 22 de ellos estadounidenses. Durante las primeras horas, los Batallones de la Dignidad han estado buscando rehenes gringos por los hoteles lujosos del barrio residencial de San Francisco. Disparan en los cerrojos de las puertas y se los llevan gritando escaleras abajo. El d¨ªa 24 ya todo est¨¢ en calma, pero el dictador, conocido en las calles como cara de pi?a, sigue sin aparecer. A media ma?ana, monse?or Laboa atiende una llamada a su tel¨¦fono directo. C¨¦sar Tribaldos, un personaje destacado en la oposici¨®n a la dictadura, lo observa en silencio. Est¨¢ all¨ª porque en los ¨²ltimos meses no han sido ni una ni dos las veces que Laboa le ha tenido que ofrecer asilo, y al final han terminado por hacerse amigos. Ahora la tortilla est¨¢ del rev¨¦s, y son los oficiales del ej¨¦rcito de Noriega los que est¨¢n entrando en la nunciatura buscando refugio. Laboa cuelga el tel¨¦fono y se vuelve hacia Tribaldos: "C¨¦sar, v¨ªstete con una sotana, que tienes que ir a buscar a Noriega".
Desde aquella escena de la nunciatura han pasado casi 18 a?os ya, tal vez demasiado tiempo para un pa¨ªs donde el 60% de la poblaci¨®n tiene menos de 30 a?os y donde otra buena parte bastante hace con ir enga?ando a la pobreza d¨ªa a d¨ªa. Un pa¨ªs peque?o, de apenas tres millones de habitantes, y por tanto un pa¨ªs donde la memoria sigue doliendo. Desde que Omar Torrijos lleg¨® al poder en 1968 a la ca¨ªda de Manuel Antonio Noriega en los estertores de 1989, 110 personas inc¨®modas para una u otra dictadura fueron asesinadas o hechas desaparecer. Este dato fue documentado por la Comisi¨®n de la Verdad creada durante el Gobierno de Mireya Moscoso. Fernando Berguido, abogado y periodista, fue miembro de aquella comisi¨®n. Viaj¨® de una esquina a otra del pa¨ªs escuchando testimonios desgarradores de familias rotas. Tambi¨¦n -como amigo de monse?or Laboa- fue testigo directo de la llegada de Noriega a la nunciatura. Y ahora, como presidente del peri¨®dico La Prensa, est¨¢ viviendo en primera l¨ªnea las reacciones encontradas que la inminente excarcelaci¨®n del viejo dictador est¨¢n provocando en Panam¨¢:
-Hay un sector que quiere dar la imagen de un Noriega senil, de un abuelo que s¨®lo desea volver al pa¨ªs para estar con sus nietos, pero no es ese el perfil que de ¨¦l tenemos ac¨¢. Nunca fue una persona querida. Noriega es un hombre macabro, muy resentido. Su apariencia f¨ªsica es parte de ese resentimiento. Durante la etapa de Torrijos -que s¨ª fue un dictador con cari?o-, ¨¦l se dedic¨® a la parte sucia de la dictadura: a la seguridad, a la inteligencia... Luego, tras la muerte de Torrijos en un accidente de aviaci¨®n que tambi¨¦n se le atribuy¨® a ¨¦l, Noriega se mantuvo en el poder a base de mano dura. Tambi¨¦n se le sigue temiendo por lo que sabe. Hay que tener en cuenta que estuvo en la n¨®mina de la CIA desde su etapa de estudiante en Per¨². Sab¨ªa jugar muy bien a la divisi¨®n de poderes que hab¨ªa en Estados Unidos. Era un hombre de la CIA, pero no de la DEA. Ten¨ªa contactos en Defensa, pero no en el Departamento de Estado... Y al mismo tiempo hac¨ªa negocios con Cuba, con los sandinistas, con la guerrilla colombiana, con los narcotraficantes... Hizo mucha plata, y sigue siendo el due?o de muchos secretos...
El todoterreno de Jos¨¦ Miguel Alem¨¢n se abre paso entre el tr¨¢fico ca¨®tico de la ciudad de Panam¨¢. Su ch¨®fer de rasgos ind¨ªgenas se para en un peaje, abre la ventanilla y saluda a la empleada:
-Que Dios te bendiga, que tengas un buen d¨ªa.
Alem¨¢n tambi¨¦n gasta esa moneda com¨²n en Panam¨¢ que es la amabilidad. De profesi¨®n abogado, posee un cafetal junto a la frontera con Costa Rica y en tiempos se dedic¨® a la pol¨ªtica. Tiene aspecto de gringo -alto, rubio y con los ojos azules- y de hecho su delicioso espa?ol del tr¨®pico est¨¢ salpicado de expresiones en el ingl¨¦s de la invasi¨®n. Hoy acompa?a al periodista a un encuentro con el primer presidente de la democracia. Guillermo Endara vive en uno de los muchos rascacielos del barrio de Paitilla. A¨²n anda en pol¨ªtica -aspira a presentarse en las pr¨®ximas elecciones presidenciales de 2009- y esta tarde est¨¢ enfrascado escribiendo un discurso, pero accede al encuentro junto a una piscina que se funde con el Atl¨¢ntico. Viste pantal¨®n negro de ch¨¢ndal y unas zapatillas del mismo color. La primera pregunta intenta indagar en la situaci¨®n del pa¨ªs ante la previsible llegada de Noriega. Endara pone cara de guasa y responde con una propuesta que es la mejor contestaci¨®n:
-Imag¨ªnese que a ustedes les hubiese ido Franco a visitar 20 a?os despu¨¦s...
El viejo presidente sonr¨ªe y su memoria, que a veces se resquebraja en fechas y nombres, vuela hacia aquellos d¨ªas de la invasi¨®n. ?l acababa de ganar unas elecciones, unas de esas elecciones que Noriega convocaba confiando en poder ama?ar y que cuando no lo consegu¨ªa terminaba d¨¢ndole una patada a la urna. As¨ª que cuando los norteamericanos llegan, lo primero que hacen es entronizarlo como presidente del pa¨ªs. Los paname?os no dudan de su legitimidad, pero muchos pa¨ªses desconf¨ªan de quien consideran un t¨ªtere colocado por las fuerzas de la invasi¨®n. Son d¨ªas muy dif¨ªciles. Noriega acaba de pedir refugio en la nunciatura y las fuerzas al mando del general Marc Cisneros rodean el edificio. Nada m¨¢s tomarse la cerveza que le ofrece Laboa, el dictador, vestido con pantal¨®n corto y camiseta caqui, tiene que soportar una triple presi¨®n. La calle pide su cabeza. El nuncio le susurra que ser¨ªa terrible terminar como Mussolini. Y la tercera presi¨®n -la m¨¢s chusca- es la de la m¨²sica. Los americanos han colocado altavoces con m¨²sica a todo volumen frente a la habitaci¨®n que ocupa en la primera planta. No aguanta ni dos semanas. Solo, asustado y en pantalones cortos, el dictador que fue al mismo tiempo empleado de Bush y amigo del narcotraficante Pablo Escobar decide entregarse.
-Pero yo -tercia el presidente Endara mirando muy fijamente- le voy a contar algo que nadie sabe. ?l puso como condici¨®n para entregarse hacerlo vestido de general. Laboa me llam¨® y me dijo: "?Y c¨®mo hago yo para conseguir un uniforme?". La casualidad es que yo en los ¨²ltimos d¨ªas de diciembre hab¨ªa ido a ver al general Cisneros para hablar de diversos asuntos. Y, cuando terminamos, el gringo se meti¨® en el ba?o y sac¨® un uniforme de gala de Noriega, con sus estrellas y sus vainas. Lo extendi¨® ante m¨ª y me dijo: "Se lo voy a mandar de regalo al presidente Bush". As¨ª que me acord¨¦ de aquello y le dije a Laboa: "Ap¨²rese y llamen a Cisneros, que tal vez todav¨ªa no se lo haya mandado a Bush...". Ja, ja, ja. Y cuando, pasado el tiempo, George Bush vino a visitar Panam¨¢ yo le pregunt¨¦: "Oiga, ?le lleg¨® un uniforme de Noriega?". Y ¨¦l me dijo: "No, ?por qu¨¦?". Ja, ja, ja... As¨ª que ya sabe cu¨¢l es el uniforme que ha guardado durante todos estos a?os en su celda de Miami.
?Qui¨¦n saldr¨¢ el pr¨®ximo d¨ªa 9 de septiembre de esa celda? ?Un viejo loco rid¨ªculo vestido de general? Tal vez no. Durante todos estos a?os, Noriega ha seguido estando en contacto con Panam¨¢. Elvia Gale, una vecina de la ciudad de Col¨®n, no ha dejado de mostrar orgullosa las cartas que ¨¦l le env¨ªa. La ¨²ltima empieza as¨ª: "Mi querida negra, grande y bonita...". Tampoco el ingeniero Mario Rognoni oculta que a veces recibe llamadas desde Miami. "S¨ª, me llam¨® el s¨¢bado pasado. Se le o¨ªa entero, contento". Rognoni es un tipo listo. Cuando se le formula la pregunta que todo el mundo se hace en la calle y en los despachos pol¨ªticos -"?Sigue teniendo pueblo Noriega?"-, ¨¦l da la clave de por qu¨¦ su amigo el dictador conserva a¨²n el uniforme:
-Las fuerzas de defensa ten¨ªan pueblo. Hay mucha gente que estaba mejor con los militares. El pueblo se sent¨ªa m¨¢s seguro. Y ahora que el ej¨¦rcito, por mandato constitucional, ya no existe m¨¢s en Panam¨¢ y que los viejos militares quemaron sus uniformes y esconden su pasado, Noriega mantiene el suyo bien reluciente. La gente ve en eso un s¨ªmbolo. No creo que ¨¦l quiera tener un protagonismo pol¨ªtico, pero, atenci¨®n, no se conf¨ªen, puede llegar a tenerlo...
RUTA DE VIAJE. Fuego cruzado
El pa¨ªs donde se unen los dos oc¨¦anos anda dividido. Muchos quieren ver a Noriega de vuelta para que pague por sus cr¨ªmenes. Cr¨ªmenes tan horrendos que jam¨¢s olvidar¨¢ un pa¨ªs tan peque?o y tan pac¨ªfico que hasta la independencia se consigui¨® sin sangre. Noriega fue el punto de inflexi¨®n. Viol¨®, tortur¨®, asesin¨®, hizo desaparecer a quien le estorbaba.?D¨®nde est¨¢ la cabeza de Hugo Spadafora, cuyo asesinato supuso la radicalizaci¨®n de las protestas callejeras? Todos piensan aqu¨ª que el viejo dictador sabe la respuesta a esa pregunta, pero nadie cree que se le llegue a formular. El 90% de los paname?os no se f¨ªa de su justicia. Se acaba de destapar que en las c¨¢rceles de La Joya y La Joyita varios narcotraficantes viv¨ªan a cuerpo de rey en medio del infierno de los presos sin plata. Nadie conf¨ªa en que, si finalmente lo mandan de vuelta, Noriega pase muchos d¨ªas a la sombra. El Gobierno actual, presidido por Mart¨ªn Torrijos -hijo del dictador- no ha hecho apenas nada por lograr su regreso. La mujer con m¨¢s futuro del pa¨ªs se llama Balbina Herrera y es la actual ministra de Vivienda. "S¨ª", desaf¨ªa, "yo no le niego que en mi casa se refugi¨® Noriega durante su huida. Pero yo no jugu¨¦ de guacha con ¨¦l. No le debo nada; otros, s¨ª. Aqu¨ª hay gente que se hizo millonaria a su lado y a la que cuando lo apresaron le sali¨® la conciencia. Esa gente est¨¢ nerviosa ahora". La pen¨²ltima cita del reportero en Panam¨¢ es con el abogado de Noriega. Se llama Rolando Rodr¨ªguez y para referirse a su cliente dice "el se?or":-Quiere volver. El se?or ha descubierto a Jesucristo en prisi¨®n y su coraz¨®n no alberga rencores. Pero hay negocios del se?or que se quedaron en otras manos. ?ste es un punto que hay que examinar. Tenga en cuenta que soy abogado, y yo tengo mi profesi¨®n como mi modo de vida...La ¨²ltima parada es en el barrio de El Chorrillo, el que se quem¨® durante la invasi¨®n. El padre Javier Ma?as, que sigue intentando un futuro para los chavales sin presente, dijo hace unos d¨ªas: "Ven cualquier tarde, a eso de las ocho siempre hay balacera". El periodista no le crey¨®, hasta que vio a los tres heridos en la acera, y la gente segu¨ªa bebiendo, y la m¨²sica sonando, y la econom¨ªa del pa¨ªs creciendo... A un 8% anual. Conexiones brujas aparte.
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