Reencuentro tras el exilio
Veo todav¨ªa este cuadro: sentada en el sof¨¢ est¨¢ Mar¨ªa vestida de blanco, elegante, serena; en la butaca, Menchu Guti¨¦rrez, en verde y negro, con un collar dorado a modo de pectoral, mir¨¢ndola con tal atenci¨®n que desparecen los sonidos: el arco que se establece entre estas dos cabezas, la orientaci¨®n de los colores tamizados por el sol de la tarde, los borran. Los dem¨¢s presentes, Rafael Mart¨ªnez Nadal -que sin duda recuerda cierta horchater¨ªa de la plaza de Santa B¨¢rbara que frecuentaba con nuestra anfitriona antes de la guerra- y yo nos comunicamos con los ojos la certeza de estar ante una imagen simb¨®lica.
La palabra, en cambio, fue protagonista en otra de mis visitas a Mar¨ªa Zambrano. "Clara, tr¨¢eme a Rosa", me hab¨ªa dicho. Y con Rosa Chacel -otra amiga de juventud- recorrimos medio Madrid hasta encontrar rosas blancas, porque, en su d¨ªa, ella la hab¨ªa llamado en un soneto rosa "eb¨²rnea", es decir, marfile?a, calificativo que, dijo luego, es "delator de lo callado que habla y trasciende su madurez". Llegamos, pues, con ese bouquet de silencio elocuente y, de inmediato, la voz de Mar¨ªa reson¨® con agudeza en el sal¨®n, y las palabras, tan poderosas, se impusieron:
Recorrimos medio Madrid hasta encontrar rosas blancas, porque, en su d¨ªa, ella la hab¨ªa llamado en un soneto rosa "eb¨²rnea"
-Rosa, t¨² me casaste, y me casaste tan bien que todav¨ªa estoy casada.
-A ¨¦l le he visto varias veces por ah¨ª con mujer elegante -repuso Rosa-.
-Pues no me deja... Todos los obst¨¢culos...
-?Para qu¨¦?
-Es lo que digo yo, pero no hay manera de soltar eso. Es culpa tuya.
-Debe ser... -Rosa se re¨ªa-.
-Ser¨¢, porque t¨² inmortalizas lo que tocas.
Ante mis o¨ªdos asombrados, esas dos voces iban clavando en el aire un pentagrama donde se defin¨ªan sus caracteres, los avatares hist¨®ricos, los amigos comunes: Lezama, Nikos Kasantsakis, Alfredo Orgaz..., los recuerdos, olvidos y transformaciones llevadas a cabo por la memoria con el paso de los a?os. Dec¨ªa Mar¨ªa:
-Cernuda la tom¨® conmigo... No me acuerdo muy bien, pero es que lleg¨® un d¨ªa a mi casa, a la plaza del Conde de Barajas... Yo he sido, m¨¢s que madre, hija y hermana. Lleg¨® con unas l¨ªneas de Federico Garc¨ªa Lorca, que ahora valdr¨ªan una fortuna, diciendo que lo acogiera. Entonces mi madre pens¨® qu¨¦ se podr¨ªa hacer por ¨¦l, ten¨ªa hambre...
-?Qu¨¦ le pasaba a Luis Cernuda? ?Qui¨¦n fue el que se present¨® en tu casa?
-?Luis? -y Rosa lo dec¨ªa con sus grandes ojos desconcertados-.
-Me lo present¨® Federico; Cernuda lo hab¨ªa hecho polvo porque lo hab¨ªa dejado.
-?Ah! No creo que tuvieran relaci¨®n directa, no era... ??se era un chico que se llamaba Seraf¨ªn!
-Se llamaba Seraf¨ªn y se present¨® en mi casa con una carta de Federico... Entonces yo, que no miraba el acto, que miraba el amor, he tenido esa debilidad de mirar el amor, de ver el amor, fui tan tonta que le dije a Cernuda: "Mira, Seraf¨ªn no depende de Federico, depende de ti". ?Se puso...!
Luego lleg¨® a La Habana, invitado por una entidad. Lezama Lima, que lo deb¨ªa todo, dec¨ªa ¨¦l, a Juan Ram¨®n, public¨® en Or¨ªgenes... algo que luego le atorment¨® mucho, unos aforismos de Juan Ram¨®n, y en uno de ellos dec¨ªa: "Dios, Luisito, no era...". ?l vivi¨® en casa de Rodr¨ªguez Feo, pero la verdadera casa de Cernuda fue la de mi hermana y m¨ªa. ?Cu¨¢l era su amigo?: ninguno. Tuvo silencio, estuvo solo. Y fuimos amigos. Luego se interpuso la amistad de Emilio Prados. Y creo que discutieron por qui¨¦n me hab¨ªa descubierto primero y qui¨¦n me amaba m¨¢s. Son cosas bonitas.
Creo recordar que Mar¨ªa llevaba su bata color turquesa y Rosa el amplio vestido crema que sol¨ªa acompa?ar con un collar de coral, aunque eso no, porque ese reencuentro no sucedi¨® en verano: la luz era el¨¦ctrica y la atm¨®sfera ajena a destellos, todos aglutinados por las voces, en¨¦rgicas y vibrantes. Yo, como ¨²nico testigo, intentaba ampliar la capacidad de retenci¨®n para poder reproducir lo que se iba definiendo. Mar¨ªa hablaba ahora de su pueblo natal, V¨¦lez M¨¢laga, de pronto en tono sibilino:
-Os voy a decir una cosa que os va a horrorizar. Que all¨ª tengo mi tumba. Tengo un pante¨®n, lo cual trae muchas complicaciones, porque me tienen que trasladar cuando me muera.
-Esto no es ning¨²n problema -dijo Rosa-.
-?Ya lo creo!, porque en mi testamento me he declarado cat¨®lica, entonces me tienen que dar el permiso eclesi¨¢stico para cambiarme de di¨®cesis. Me he declarado cat¨®lica pero no soy...
-?Ya, claro! Si dice uno ?eres cat¨®lico? Pero, se?ores, lo soy porque as¨ª me hicieron, y lo as¨ª hecho ya no se deja.
-Bueno, yo soy cat¨®lica porque nac¨ª cat¨®lica y porque no voy a renegar. Los que han renegado son ellos, han roto la liturgia.
-Por supuesto.
-La liturgia es una calamidad. A m¨ª me parece una herej¨ªa. La confesi¨®n y la comuni¨®n de ahora...
Ser¨ªa la ¨²nica vez que se vieran despu¨¦s del exilio, esas antiguas amigas, disc¨ªpulas de Ortega. Ambas est¨¢n presentes d¨ªa a d¨ªa en mis reflexiones y tambi¨¦n como alientos vivos en el aire, y mantengo con ellas t¨¢citas citas. En julio con Rosa -este a?o se cumplen 13 de su muerte-, en agosto con Mar¨ªa, el d¨ªa 15 era su santo, nombre del cual -me dijo- ten¨ªa el m¨ªo su claridad. A Rosa, Juan Ram¨®n le regalaba rosas amarillas, y ella a Mar¨ªa, s¨ª, blancas, sol y luna en flor, pero colores leves acaso para contrastar el enorme peso intelectual de cada una: dos torres y dos puntales del pensamiento y las letras espa?olas del siglo XX.
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