El otro mundo
Lagunas y tierra reseca en este islote de Canarias que se puede recorrer en tres horas
Antes, cuando pasaba algo en Lobos, la isla m¨¢s chica de Canarias, los escasos habitantes constru¨ªan una hoguera para que se supiera desde Corralejo, en Fuerteventura, que en aquel paraje donde a veces tan s¨®lo estaba Anto?ito, El Farero, pasaba algo grave.
Eso suced¨ªa hace treinta o cuarenta a?os; luego vino el tel¨¦fono, y ahora los tel¨¦fonos m¨®viles son antorchas perfectamente engrasadas para comunicar Lobos con el mundo. Pero Lobos sigue siendo el otro mundo.
En este otro mundo ya no est¨¢ Anto?ito en el faro (muri¨® hace ocho a?os, en Corralejo), y adem¨¢s el faro es autom¨¢tico; all¨¢ arriba, enhiesto, sigue alumbrando las noches de los barcos, pero su silencio ahora es de pl¨¢stico y de clavijas, no es el silencio de Anto?ito ni de ning¨²n hombre.
Anto?ito, 'El Farero', fue durante a?os el ¨²nico 'solo fijo' que tuvo esta isla de solitarios, dice su hijo
'El Marino' practica una t¨¦cnica que est¨¢ pegada a la etnograf¨ªa gastron¨®mica canaria: las jareas de viejas
Las Lagunitas es un espacio en el que se alterna el agua de mar con una vegetaci¨®n leve pero exuberante
Magec Montesdeoca, periodista de 34 a?os, ven¨ªa con sus padres a Lobos (su padre es Paco Montesdeoca, el periodista grancanario que en los ¨²ltimos a?os nos ha dado el tiempo desde TVE) y recuerda aquellos tiempos en que la isla "no era nada, sino isla". Ven¨ªa un barco al d¨ªa, y a veces ven¨ªa s¨®lo cuando pod¨ªa venir. Anto?ito preparaba la comida de los escasos visitantes teniendo en cuenta sus gustos.
-?Y hoy qu¨¦ hay, Anto?ito?
Y El Farero, que cuidaba de la gente como de la luz para los barcos, mandaba a Magec a coger lapas, mejillones, almejas... la cantidad que fuera necesaria para la comida del d¨ªa. Anto?ito hac¨ªa arroz (se sigue haciendo un arroz un poco desva¨ªdo, pero reparador, en el restaurante de Andr¨¦s, el hijo de Anto?ito), y ¨¦sa era la comida fuerte de los que ven¨ªan o de los veraneantes.
Anto?ito era como un hombre de Macondo, recuerda Paco Montesdeoca; sentencioso y tranquilo, se hizo consustancial con la isla. Y hoy, los que le escucharon contar historias se lamentan de no haberle grabado sus cuentos.
Montesdeoca recuerda que algunos de los m¨¦dicos que frecuentaban Lobos le dieron a Anto?ito algunas lecciones b¨¢sicas de cirug¨ªa y ¨¦l arregl¨® con sus manos muchas de las heridas que producen (doy fe) las piedras traidoras de las playas de Lobos. "?Y c¨®mo aprendi¨®, Anto?ito?". "?Qu¨¦ pasa? ?Qui¨¦n ense?¨® al que descubri¨® los barcos?".
Sentencioso, pero hablaba. El hijo de Anto?ito, Andr¨¦s, que hered¨® sus artes culinarias y su restaurante, es mucho m¨¢s parco; estaba dominando un abae, un pez muy parecido al abade hasta en las letras, y lo abordamos para que nos hablara del padre y de la isla; con un cuchillo enorme part¨ªa el pescado en filetes, preparaba la cena, no quer¨ªa ch¨¢chara, de su destreza y de esos filetes depende la estabilidad alimenticia de los visitantes, que cada d¨ªa son m¨¢s.
Su padre, dice Andr¨¦s, fue durante a?os el ¨²nico solo fijo que tuvo esta isla de solitarios, este "lobo estepario" del archipi¨¦lago..., y ¨¦l mantiene la llama de la soledad por la parte del silencio... A su lado, Jos¨¦ Morera, a quien llaman El Marino, porque sirvi¨® en la Marina, contaba ("son doscientas") las viejas que hab¨ªa pescado ese d¨ªa; tiene 74 a?os y los ojos azules; lleva la cara pintada de crema ("para el sol; si no, te abrasas y te jodes la piel"), y desde hace veinte a?os pesca y pesca. Antes, dicen los Montesdeoca, se pescaba s¨®lo "para la necesidad", la orilla serv¨ªa; Lobos es ahora, a su manera, un destino tur¨ªstico, y vienen turistas, "y si no reservas, Andr¨¦s te manda a fre¨ªr esp¨¢rragos". A nosotros estuvo a punto de enviarnos a fre¨ªr esp¨¢rragos (aqu¨ª tambi¨¦n se manda "a fre¨ªr chuchangas"), pero al fin nos dio el arroz que hered¨® de su padre... El Marino sigue practicando una t¨¦cnica que est¨¢ pegada como una lapa a la etnograf¨ªa gastron¨®mica canaria: las jareas de viejas. "Se abren por la mitad, se les echa sal y se las tiende al sol". ?Como los calcetines? "Como los calcetines, pero est¨¢n m¨¢s sabrosas que los calcetines".
Durante a?os, llegar a Lobos era, dice Magec, "llegar al otro mundo"; ahora se ha industrializado el viaje; hay al menos tres barcos que van y vienen; depositan gente y v¨ªveres; los v¨ªveres hacen el viaje en carretillas (hubo media docena de burros; ahora no hay burros, y hubo cabras, y tampoco hay) y la gente se dispersa; los ves luego por las veredas, a trav¨¦s de surcos que son animados por carteles estrat¨¦gicos que te informan del tiempo que te queda para llegar a cualquiera de los destinos.
Es una informaci¨®n, una orientaci¨®n y un alivio; durante el trayecto s¨®lo vimos un saltamontes negro y alguno de los hermosos p¨¢jaros que son parte de la fauna isle?a; cerca del faro vimos un correlimos, enfrentado a un monolito natural; inm¨®vil durante minutos, parec¨ªa en s¨ª mismo una escultura y tambi¨¦n un s¨ªmbolo de la quietud de esta isla de silencio.
Esos visitantes que llegan ahora est¨¢n en las playas, algunas de las cuales son r¨¦plicas en peque?o de las hermosas playas de enfrente, de Fuerteventura o de Lanzarote; los ves tambi¨¦n por Las Lagunitas, que es un ecosistema muy especial en el que el bot¨¢nico alem¨¢n Gunter Kunkel descubri¨® la belleza biol¨®gica de Lobos, y al final, como si el hambre o la sed fueran la mejor gu¨ªa de la isla, los ves indefectiblemente en el restaurante de Andr¨¦s comiendo el arroz amarillo que unos mejillones y unas gambas le otorgan el otras veces nobil¨ªsimo nombre de paella.
Esos que llegan y se van son los turistas; los que vienen desde hace cuarenta a?os, los que vieron la isla cuando a¨²n los colchones (y muchos lo son a¨²n) eran de paja o de muelles, y cuando las mesas de noche se hac¨ªan de cajas de co?ac o de cajas de g¨¹isqui, y cuando la luz era la de las velas, no son turistas. Son los habitantes intermitentes de este lobo estepario del archipi¨¦lago.
La isla tiene la forma de un animal marino; est¨¢ entre Fuerteventura y Lanzarote, y se parece, nos dec¨ªa Pedro Pablo Mansilla, empresario, m¨¦dico y librero, que lleva viniendo a Corralejo y visitando Lobos desde hace veinte a?os, a esa isla que aparec¨ªa en los cr¨¦ditos de las pel¨ªculas de ?zaro Films; la conexi¨®n de Lobos con la cultura es, sobre todo, literaria, y se estableci¨® a trav¨¦s de Josefina Pla, la escritora paraguaya que naci¨® aqu¨ª cuando empezaba el siglo XX y que muri¨® en el que fue luego su pa¨ªs cuando ya su siglo se extingu¨ªa. Josefina est¨¢ muy presente (mucho m¨¢s que Jean de Bethencourt, el conquistador franc¨¦s de Fuerteventura, que la us¨® en el siglo XV para aprovisionarse) en Lobos; la vimos por primera vez en el muelle (ahora de hormig¨®n; fue de madera, como el de Macondo), en un busto de bronce que conviv¨ªa con el anuncio del ¨²nico restaurante que hay ahora en la isla, y en ese momento de su llegada, adem¨¢s, conviv¨ªa con la basura que se devolv¨ªa a Corralejo... La vimos otra vez, en el faro, junto a dos turistas que nos hicieron la caridad de darnos agua, sin la cual no se aconseja ninguna excursi¨®n en el verano t¨®rrido de Lobos; en el monumento que all¨ª le han hecho a Pla se recoge una bella definici¨®n de la literatura: Josefina, se dice, "convirti¨® en sue?os las sombras". Le va a la isla, tambi¨¦n: a veces es una sombra y siempre parece un sue?o.
Parece deshabitada, hasta que te encuentras con las primeras chozas; en una estaba Rosa (una mujer en el mundo, informad¨ªsima): cuando ya nos ¨ªbamos, se acerc¨® a nosotros con su amiga Juani; las dos, de Las Palmas, y las dos y sus familias vienen desde hace d¨¦cadas a Lobos; aqu¨ª se criaron sus hijos y se empiezan a criar sus nietos... Cuando vino Rosa (que es la m¨¢s veterana de las dos en Lobos), estas chozas estaban "medio derruidas", la pesca se hab¨ªa abandonado, y Lobos languidec¨ªa como lo que es: una isla dejada de la mano de Dios y de los hombres, "afortunadamente"... Lo que las atrajo fue la paz, el silencio que se produce "cuando se va el ¨²ltimo barco".
El im¨¢n de la isla. Hace unas semanas, Pepa G¨®mez, de Gran Canaria, esparci¨® aqu¨ª, en las aguas de Lobos, las cenizas de su marido, Armando Rodr¨ªguez; Armando vio un d¨ªa, desde Fuerteventura, la luz del faro, y se propuso venir a ver qu¨¦ era este islote alejado y casi elusivo, esta especie de elefante marino que estaba animado en aquellos tiempos (hace cuarenta a?os) por las focas monje, que diezmaban el pescado: cada foca com¨ªa al d¨ªa 50 kilos de pescado. Armando hizo el bien, en Las Palmas, en Lobos y en Fuerteventura, con un instrumento que la gente aprecia much¨ªsimo, la salud; era funcionario de la Seguridad Social y ayud¨® en muchos tr¨¢mites a gente de Lobos, a gente de Corralejo. Su muerte y su entierro fueron un acontecimiento f¨²nebre llorad¨ªsimo que Pepa, una mujer sensible y dulce, convirti¨®, adem¨¢s, en un s¨ªmbolo del amor que genera la isla. Vinieron muchos a arroparle, el d¨ªa, un s¨¢bado, en que fueron vertidas las cenizas, y la amargura del momento se convirti¨®, por el arte de la amistad, dice ella, en un reconocimiento "de Lobos y con Lobos"; ahora est¨¢ m¨¢s unida a Lobos, y la que iba a ser una visita triste se estaba convirtiendo para ella, cuando la vimos, "en una reconstrucci¨®n del amor por la isla que m¨¢s am¨® mi marido".
Helia D¨ªaz, que trabaja en Iberia, juega con Selina y Selva, las nietas de Pepa, junto al lago salado que ahora parece una superficie seca y que a mediod¨ªa se va a convertir en una playa magn¨ªfica (cuidado con las lajas volc¨¢nicas: son estiletes contra los pies). Con ellas est¨¢ Cristina, una amiga que se suma a la familia; Helia ven¨ªa antes m¨¢s, "a buscar un medicamento antiestr¨¦s", y lo halla en el aire impoluto, "en el silencio absoluto"; dice que se va de aqu¨ª con una energ¨ªa que dura varios meses...
Esa energ¨ªa est¨¢ en la playa, acaso en la lava que ennegrece la isla hasta los l¨ªmites oscuros del misterio que habita las piedras; la paz que contrasta con ese paisaje (Mansilla dec¨ªa que Lobos se parece a la geograf¨ªa f¨ªsica de El planeta de los simios) se halla en Las Lagunitas, un espacio en el que se alterna el agua de mar con una vegetaci¨®n leve pero exuberante, variad¨ªsima como un fondo marino. En el trayecto sequ¨ªsimo de los senderos, la aparici¨®n de ese oasis parece un regalo de la vida; y de vez en cuando, tambi¨¦n, una choza celebra con su antena enhiesta el descubrimiento de la televisi¨®n, que, como el tel¨¦fono m¨®vil y el ruido sincopado de los barcos, anuncia el fin de la soledad que una vez fue patrimonio de los atardeceres de Lobos... "Pero se mantiene", dice Mansilla, "un grado de desolaci¨®n notable". A Mansilla lo que ve le recuerda Fr¨ªo, una canci¨®n de su amigo Manolo Tena. La canta: "Soy un extra?o en el para¨ªso; estoy ardiendo y siento fr¨ªo".
No hay ni una lagartija; la vida est¨¢ en nosotros, en las plantas, acaso tambi¨¦n en el silencio... Las Lagunitas resuelven ese desierto, es como el reposo que se da a s¨ª misma la naturaleza en medio de la lava desolada, "donde no te quedan m¨¢s cojones que callar y pensar". Es un saladar "fr¨¢gil", se dice en un recodo del camino, que muestra "la delicada din¨¢mica de las inundaciones peri¨®dicas que permiten la presencia de los elementos flor¨ªsticos y faun¨ªsticos singulares" que nosotros vamos contemplando fascinados, como cuando llegas al agua despu¨¦s de horas (y fueron tres horas las que tardamos en darle la vuelta a la isla) en que parec¨ªa que ibas a morir de sed.
El saladar est¨¢ muy explicado: se halla (dice la informaci¨®n habilitada en el camino) en la ruta migratoria Atl¨¢ntico Occidental, y acoge aves migratorias (como el chortilejo patinegro, el correlimos trid¨¢ctilo...) y plantas de una variedad bot¨¢nica que cautiv¨® a Kunkel: siemprevivas, salaos, matamoros, tomillo sapo, lengua de p¨¢jaro, balanc¨®n, saladillos y uvilla de mar... "?Parecen aperitivos!", coment¨® Mansilla.
Cuando ya ¨ªbamos a mitad de camino, antes de llegar a la cuesta empinada del faro donde Anto?ito construy¨® su leyenda y su vida en este Macondo extraordinario y alejado de la vida y (todav¨ªa) de las rutas, nos encontramos con un bosque de cactus arruinados, resecos, como si hubiera ca¨ªdo sobre ellos la violencia del sol que a nosotros s¨®lo nos causa, ahora, el pavor de la sed. En ese trayecto es donde la tierra cuarteada nos lleva a la imagen de la sed de ?frica, sobre cuyo territorio, al fin y al cabo, estamos pisando.
Cuando nos ¨ªbamos, en el muelle, Sandra, m¨¦dica home¨®pata, y Mariola, profesora de lengua, esperaban el barco donde ven¨ªan quienes iban a compartir con ellas la soledad que buscan. ?Y nunca hay claustrofobia? "?Claustrofobia? La claustrofobia es cosa de la ciudad".
Ya en la tierra de enfrente, en Corralejo, Paco Montesdeoca nos cont¨® la pen¨²ltima leyenda de Anto?ito en Lobos. Su burro se acostumbr¨® a escuchar a la gente, y aunque El Farero le ordenara trote, el animal iba al ralent¨ª cuando escuchaba hablar. En un tiempo, la voz humana tambi¨¦n era extra?a en la isla de Lobos, hasta para los burros.
Ahora, Lobos empieza a estar en la ruta. Veremos c¨®mo mantiene el aire de su silencio.
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