Con los ojos abiertos
El sue?o de Bella, ?transcurre en el Para¨ªso o en el Infierno? Con este punto de partida reflexiona el autor sobre la espera de la joven dormida -que bien podr¨ªa haberse negado a todo ello y simplemente abrir los ojos- en su castillo hechizado. Alberto Manguel (Buenos Aires, 1948) comenz¨® en la literatura con 16 a?os, leyendo libros a un Jorge Luis Borges anciano y ciego, que era cliente de la librer¨ªa donde trabajaba. Entre sus obras destacan 'Stevenson bajo las palmeras', 'Con Borges' y 'El regreso'.
Es una historia de tiempo la suya: de tiempo perdido, demorado, de espera, de sue?o, de inexperiencia. Comienza mal. A su nacimiento, todas las hadas la bendicen: todas salvo una, a quien los reyes se olvidaron de invitar y que lanza una maldici¨®n sobre la peque?a princesa para que muera pinchada por una aguja de hilar. Prohibir todas las ruecas y convertir la muerte en un sue?o prolongado apenas modifica el hechizo. Mientras los adultos buscan soluciones ineficaces, la ni?a se convierte en mujer, toca la aguja y cae en un profundo sue?o. Con ella se duerme el castillo entero a la espera del beso que alg¨²n d¨ªa la despertar¨¢. En torno a ella, el tiempo se detiene.
La verdadera maldici¨®n era ser condenada al 'lifting', al 'botox', y a las inyecciones de gl¨¢ndula de mono
Varios escritores copiaron el procedimiento de la bella con el mismo prop¨®sito narrativo: el de preservar un mundo como alguna vez pudo haber sido, embalsamado pero vivo, en una suerte de castillo-museo o sepultada Pompeya. As¨ª ocurre en la leyenda de Rip Van Winkle que Washington Irving relata en su Sketch-Book, en el monasterio de Shangri-la que James Hilton describe en Horizonte perdido, en El perjurio de la nieve de Adolfo Bioy Casares, en El Hotel Bertram de Agatha Christie. Rumania bajo Ceaucescu, Espa?a en los sesenta, el estado de Arkansas en los Estados Unidos de hoy, hallaron quiz¨¢s inspiraci¨®n en estos ejemplos literarios en los que la condici¨®n de sue?o apenas se distingue de la condici¨®n de muerte.
La muerte como sue?o y el sue?o como muerte se confunden desde los primeros tiempos de la literatura. En la epopeya de Gilgamesh, hace m¨¢s de cuatro mil a?os, ya se dice que el sue?o es hermano de la muerte, y esta noci¨®n terrible o consoladora ha conservado su prestigio desde aquel entonces.
En las Partidas de Alfonso el Sabio se cuenta la historia de un monje que quiso saber c¨®mo era el tiempo en el Para¨ªso; una ma?ana oy¨® cantar a un p¨¢jaro en el jard¨ªn, sali¨® para escucharlo mejor, y una voz le dijo: "Este es un segundo del tiempo celeste". Regocijado, volvi¨® a su celda. Entonces descubri¨® que sus hermanos hab¨ªan muerto, y que durante el instante que dur¨® el canto del p¨¢jaro, en la tierra hab¨ªan transcurrido 100 largos a?os.
El tiempo del Para¨ªso, cuentan los te¨®logos, no tiene duraci¨®n porque cada momento otorga todo. En cambio, en el Infierno, el tiempo dura eternamente porque all¨ª nada acaba por suceder, porque sin esperanza no hay acontecimiento. Cuenta Carl Gustav Jung que un t¨ªo suyo lo detuvo un d¨ªa en la calle y le pregunt¨®: "?Sabes c¨®mo atormenta Dios a los r¨¦probos?" Jung respondi¨® que no. "Los hace esperar", dijo secamente y prosigui¨® su camino.
El sue?o de la bella ?transcurre en el Para¨ªso o en el Infierno? Por un lado, en su castillo no transcurre el tiempo, lo cual hace pensar en lo primero; por otro, su sue?o es una espera infinita, lo que sugiere lo segundo. Si el sue?o transcurre en el Para¨ªso, el despertar no ocurrir¨¢ nunca, ya que all¨ª despertar implicar¨ªa la interrupci¨®n de un presente constante, de un status quo beat¨ªfico en el que la princesa sigue siendo absolutamente bella, deseada para siempre por pr¨ªncipes azules. Pero si el sue?o es infernal, entonces la bella duerme en las v¨ªsperas del fin de su inocencia, porque si un pr¨ªncipe llega y la despierta, condenar¨¢ a la bella al yugo del tiempo, a la obligaci¨®n de recuperar de un solo golpe el transcurso de los a?os en el mundo exterior. La bella despertar¨¢, pero se le arrugar¨¢ la piel, le fallar¨¢ la vista, se le caer¨¢n los dientes, encanecer¨¢n sus cabellos, y su aterrado pr¨ªncipe tendr¨¢ la edad de quien pudiera ser su hijo, si no su nieto. En ese caso tampoco hay final feliz.
?sta era quiz¨¢s la verdadera maldici¨®n del hada que los reyes olvidaron: la de no envejecer bellamente, no avanzar en experiencia y sabidur¨ªa, no disfrutar del ciclo de las estaciones que son todas iguales y todas distintas. Ser condenada al lifting, al botox, a los senos artificiales, a las inyecciones de gl¨¢ndula de mono. O si no, rechazar la maldici¨®n, rechazar la corte dormida, rechazar la falta de etiqueta de sus padres, rechazar al empedernido pr¨ªncipe. E imitando a la Nora de Ibsen o a la Andrea de Carmen Laforet (dos modernas herederas de la bella) salir con un portazo del castillo embrujado, y enfrentarse al mundo con los ojos bien abiertos.
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