La m¨¢s bella
Una cosa puede decirse con seguridad sobre Luciano Pavarotti: su voz fue la m¨¢s bella, la m¨¢s impresionante que se recuerda desde que hay memoria cierta de la historia de la ¨®pera, es decir, desde los albores del disco. Ni Caruso, ni Schipa, ni los sucesivos Pertile, Gigli, Lauri Volpi, Tucker, Bj?rling, Del Monaco, Kraus, Di Stefano, Corelli, Vickers, Bergonzi, Carreras o Domingo han dispuesto de un instrumento capaz de producir una emoci¨®n comparable a la que suscita la primera audici¨®n del hombre fallecido ayer en M¨®dena. S¨®lo el catal¨¢n Jaime Aragall se le aproxim¨®, quiz¨¢, en alg¨²n momento. Pero esto no quiere decir que Pavarotti haya sido el mejor tenor de todos los tiempos, ya que, en cuanto a interpretaci¨®n, le aventajaron muchas veces otros que ni siquiera han sido citados.
"Consciente de que la voz era un don divino, s¨ª lo he sido, pero de que yo tuviera ese don, menos", dijo en una entrevista en EPS hace 10 a?os. Y a?ad¨ªa: "Mi voz ama mucho a Donizetti y bastante a Bellini, pero yo, personalmente, prefiero a Verdi".
La voz de Pavarotti ha sido ¨²nica por su blandura excepcional, por su maleabilidad, por el brillo natural que le imprim¨ªa un cantante dotado de una facilidad innata para la expresi¨®n l¨ªrica. Se dir¨ªa que Donizetti y Bellini compusieron para un tenor ideal que no llegar¨ªa hasta siglo y medio m¨¢s tarde. De hecho, el Arturo de I Puritani y el Tonio de La fille du R¨¦giment destacan entre sus papeles indiscutibles. A la homogeneidad de la voz en todos los registros se sumaba una incre¨ªble ligereza para subir al agudo, que, en parte, era s¨®lo aparente. Es cierto que el gran Luciano reiteraba el do sin problemas e incluso rozaba el re sobreagudo en este repertorio belcantista, pero tambi¨¦n que, como ¨¦l mismo reconoci¨®, desde que cumpli¨® los 30 a?os, bajaba medio tono el Che gelida manina de La Boh¨¦me, porque los do de Puccini le resultaban dif¨ªciles.
De Verdi prob¨® casi todo, incluso algo que le quedaba tan lejos como el Otello, siempre en versi¨®n concierto, en dos ocasiones. Y con fortuna variable. Fue un magn¨ªfico Duque de Mantua, un buen Ricardo, en Un ballo in maschera, un gran Ernani. Result¨®, en cambio, un aburrido Radam¨¦s en las producciones de Aida de mediados de la d¨¦cada de 1980, un endeble Manrico en las de El Trovador, y un Don Carlos abucheado en La Scala de Mil¨¢n en la d¨¦cada de 1990, tras soltar un gallo. Su participaci¨®n en Tosca en diciembre de 1996, inaugurando la temporada del San Carlos de N¨¢poles, una de sus ¨²ltimas apariciones en el escenario, se sald¨®, sin embargo, con un rotundo ¨¦xito.
"Superficial" es el reproche m¨¢s frecuente de los cr¨ªticos hacia un tenor capaz, en ocasiones, de desplegar su bell¨ªsima voz para musitar apenas una partitura como quien repasa con desgana algo aprendido por obligaci¨®n. "No soy m¨²sico; no puedo profundizar. No soy como Domingo, que dirige la orquesta de vez en cuando", dijo en una vez, cansado de estos comentarios.
La verdad es que Pavarotti termin¨® su carrera sin poder leer una partitura. El tenor m¨¢s admirado, el gigante bonach¨®n que se engalanaba con pa?oletas de colores, desde el punto de vista musical era analfabeto. Lo mismo que Mirella Freni, la gran Mim¨ª con la que comparti¨® media carrera y una infancia de privaciones en la f¨¢brica de tabaco de M¨®dena, donde se empleaban sus respectivas madres. Ella trabajaba la voz desde ni?a; ¨¦l prefer¨ªa el f¨²tbol.
De la ni?ez, Pavarotti arrastr¨® siempre tambi¨¦n el espectro de una grave enfermedad que contrajo a los 12 a?os. "Sal¨ª de aquella oscuridad con el ¨²nico pensamiento de que la ¨²nica cosa importante en el mundo es la vida, que de la otra parte est¨¢ la muerte y que entre las dos orillas corre un r¨ªo de cosas m¨¢s o menos importantes", dijo en la entrevista citada de 1997. El tenor de M¨®dena ha dejado en ese r¨ªo incontables actuaciones maravillosas y un centenar de grabaciones que, para bien o para mal, son todas imprescindibles. Es de justicia que se lo agradezcamos.
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