Par¨ªs es una fiesta, dec¨ªa Hemingway
Hace tiempo viv¨ª algunos a?os en Par¨ªs como estudiante. Saint Michel estaba adoquinado y durante algunos meses me aloj¨¦ en un hotelito del barrio latino situado en la peque?a y sinuosa Rue Serpente, cerca de Hautefeuille y Monsieur Le Prince; desemboca todav¨ªa sobre la calle de Dant¨®n, el c¨¦lebre revolucionario, cuya placa conmemorativa explica simplemente que fue convencional, es decir, miembro de la Convenci¨®n Revolucionaria, despu¨¦s de 1789. Recuerdo el a?o memorable de 1953, cuyo invierno fue muy crudo.
En octubre del a?o de gracia de 2003, cuando se cumpl¨ªan exactamente cincuenta de haber visitado Par¨ªs por primera vez y donde permanec¨ª cinco a?os, volv¨ª al hotel donde nos alojamos mi primer marido y yo, ahora un peque?o establecimiento de dos estrellas, con un lobby elegante, restaurado, luminoso, de donde ha desaparecido, al lado de la puerta, un letrero en metal niquelado blanco con letras negras que anunciaba "gas ¨¤ tous les ¨¦tages".
Me sentaba a ver pasar a la gente y jugar a los ni?os con barquitos de papel en el estanque, como lo hab¨ªa hecho y contado el ni?o Marcel
M¨¢s tarde, creo que en 1956, una de las crisis de petr¨®leo que de vez en cuando amenazan al mundo civilizado, nos hizo tiritar de fr¨ªo: se interrumpi¨® la producci¨®n de gas mazout, necesario en los radiadores. En otra ocasi¨®n, leyendo los peri¨®dicos donde se daba la noticia de la invasi¨®n sovi¨¦tica a Hungr¨ªa, una dama aterrorizada hizo un ¨²nico comentario: "?Zut, plus de beurre!". Ahora es Sarkozy, hijo de un refugiado h¨²ngaro, el presidente de la R¨¦publique fran?aise.
Los cuartos de hotel, peque?os, s¨®lo ten¨ªan un lavabo y un bid¨¦, y en cada piso, en un recodo de las retorcidas escaleras, haciendo juego con el nombre de la calle, un excusado cuyo inclemente olor me acompa?¨® todo un invierno.
Nos mudamos luego a un hotelito del Parc Montsouris y luego a la casa de M¨¦xico de la Ciudad Universitaria, donde vivimos los cuatro a?os siguientes en una de las cuatro rec¨¢maras destinadas a los estudiantes que comet¨ªan el error de llegar a Par¨ªs en pareja. Com¨ªamos en la ciudad universitaria en un restor¨¢n de aspecto carcelario con largas mesas en las que deposit¨¢bamos nuestras bandejas repletas de comida ?nauseabunda? A la entrada del restor¨¢n de la Cit¨¦ Universitaire, un letrero ordenaba quitarse los sombreros antes de entrar, cosa l¨®gica si se tiene en cuenta que casi siempre era invierno (o por lo menos as¨ª me lo parec¨ªa) e ¨ªbamos enfundados en ropas de lana y con la cabeza cubierta. Si una se olvidaba de obedecer, todos los estudiantes golpeaban con sus cuchillos las escudillas que conten¨ªan un roast beef sanguinolento y unos ejotes grasosos. Cuando por casualidad est¨¢bamos pr¨®speros ¨ªbamos a comer a un restorancito cuyo m¨¢ximo atractivo era el postre, siempre un Mont Blanc, pur¨¦ de casta?as con crema.
A m¨ª me gustaba tomar el metro desde la CU, cambiar en la estaci¨®n Denfert Rochereau, bajarme en el Luxemburgo, abordar all¨ª el autob¨²s 22 -me dejaba en el Palais Royal-, rumbo a la Biblioteca Nacional a cuya puerta hac¨ªa cola, detr¨¢s de algunos pr¨ªncipes rusos. La biblioteca se cerraba a las seis en punto y yo regresaba a pie; me deten¨ªa con fruici¨®n en una queser¨ªa que ha desaparecido, situada al final de la calle de Richelieu, unos pocos metros antes de llegar a la Com¨¦die Fran?aise, id¨¦ntica a la de ahora; en dicho establecimiento pod¨ªan admirarse en la vitrina una diversidad magn¨ªfica de quesos (hab¨ªa cerca de trescientas cincuenta variedades provenientes de las distintas regiones francesas): los miraba con la misma desesperaci¨®n que acosaba a los personajes indigentes de Los misterios de Par¨ªs. Si hac¨ªa buen tiempo, caminaba hasta el Boulevard Saint Michel, me compraba un helado, entraba en el jard¨ªn del Luxemburgo. Alquilaba una silla y me sentaba a ver pasar a la gente y jugar a los ni?os con sus barquitos de papel en los estanques, como en tiempos m¨¢s lejanos lo hab¨ªa hecho y contado el ni?o Marcel en su extraordinaria novela.
Desde 1981 vuelvo a Par¨ªs casi todos los a?os. He comprobado, sin embargo, que algo permanece invariable y, de manera ineludible y universal, si se est¨¢ atento (o atenta), surge de repente en todas las escaleras, los corredores o los andenes de las estaciones de metro, en las hermosas plazas de la ciudad entera, en las calles y avenidas de los barrios populares o lujosos, cerca de las librer¨ªas o las boutiques de los m¨¢s elegantes dise?adores, en la puerta de los cines o los restoranes o debajo de los m¨²ltiples andamios que apuntalan edificios; decora asimismo algunos de los escasos adoquines que todav¨ªa se conservan en los hermosos pasajes parisienses estudiados por Walter Benjamin: se trata de turbias y sinuosas manchas que ensombrecen con su color oscuro y levemente h¨²medo los lugares p¨²blicos de Par¨ªs, memorables o anodinos: ?ser¨¢ una mancha de orines?, ?de cerveza?, ?del agua que ha escurrido de los arriates donde se riegan las plantas aun en donde no existen? No lo s¨¦, puedo imaginarlo, a pesar de que los puentes y los muelles del Sena o los corredores de los metros han mejorado su olor y que de las calles han desaparecido esos maravillosos monumentos alineados de manera equidistante cerca de los bellos quioscos que anunciaban y anuncian con puntualidad los acontecimientos culturales del momento: se trataba nada menos que de los orinales conocidos con el nombre de vespasianas. Pintados de verde oscuro, redondos, con un canal por donde se deslizaba el agua, su altura permit¨ªa vislumbrar la cabeza y los pies de quienes los visitaban continuamente.
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