Locos
Hoy en d¨ªa, los investigadores que recorren la Biblioteca de Catalu?a s¨®lo ven libros y estanter¨ªas. Pero hasta finales del XIX, en sus salas habr¨ªan encontrado camas y lisiados. Los antiguos mossos que maltrataban a los pacientes han sido reemplazados por amables funcionarios. Y si los visitantes van al ba?o, desde su moderna estructura de cristal podr¨¢n ver el lugar donde estuvo el corralito, el espacio destinado a los enfermos mentales.
"Todo comenz¨® con la peste", explica el psiquiatra y antrop¨®logo Josep M. Comelles, y el consiguiente caos. A principios del siglo XV, tras una epidemia, era necesario un lugar donde guardar a todos los individuos que la sociedad consideraba despojos f¨ªsicos, mentales o morales. Y fue ¨¦ste.
Comelles ha escrito Stult¨ªfera Navis: la locura, el poder y la ciudad, un recorrido por seis siglos de demencia en Barcelona. Mientras recorre el edificio de la biblioteca en la calle del Hospital, distingue las cicatrices que seis siglos de historia han dejado sobre su arquitectura g¨®tica: el emblema del hospital en la estatua de la entrada. La escalera a?adida en el siglo XVI. El edificio neocl¨¢sico de la Academia de Medicina.
El hospital, en sus inicios, serv¨ªa para legitimar el poder. A su muerte, los patricios urbanos legaban sus propiedades a la ciudad, pero ¨¦stas quedaban bajo la administraci¨®n de esa misma clase de patricios, representada por can¨®nigos de la catedral y concejales del Ayuntamiento. La ¨²nica condici¨®n era que brindasen un servicio p¨²blico, en este caso, el de hospicio. La Santa Creu acog¨ªa a pobres, enfermos, viudas sin recursos, ancianos, locos. Y, a la vez, era el mayor propietario inmobiliario de la ciudad. Lleg¨® a tener propiedades en Sicilia.
Hasta el XIX, el servicio de hospicio no se conceb¨ªa como tratamiento m¨¦dico: el concepto era m¨¢s bien el de tratamiento moral. El recurso m¨¢s sofisticado de la terapia era amarrar al paciente para que no molestase. Los golpes eran lo cotidiano. Incluso circula la leyenda de la "brigada de la hostia", un grupo de internos convertidos en matones bajo mando de un hermano. Consta en archivos que un grupo de esas caracter¨ªsticas les dio una paliza a las prostitutas de un burdel vecino.
"Hay que tomar en cuenta", dice Comelles, "que los religiosos a cargo ten¨ªan un nivel de instrucci¨®n muy elemental. Para muchos de ellos, el sacerdocio era s¨®lo un modo de abandonar el medio rural y comer caliente tres veces al d¨ªa".
En el siglo XIX, El Raval -hasta entonces un descampado al otro lado de La Rambla-, comenz¨® a llenarse de casas. La Santa Creu vendi¨® para viviendas varios de sus terrenos de las inmediaciones. Pero se produjo un efecto inesperado: el hospital se volvi¨® inviable. A los malos olores normales de un hospital se sumaba el hedor de los cad¨¢veres. Los gritos de los locos aterrorizaban a los transe¨²ntes de la calle de las Egipc¨ªaques. Para agravar las cosas, conforme la ciudad crec¨ªa, la demanda de internos se incrementaba.
El mundo agrario tolera al loco. Las familias pod¨ªan tener alg¨²n alcoh¨®lico o demente que formaba parte de su vida. Pero la moral burguesa del XIX ya no permite convivir con ellos. En las nuevas ciudades capitalistas, el espacio es menor y el dinero aprieta. Las personas no pueden vivir con alguien que insulta a los vecinos o golpea a sus parientes. Y menos pueden mantenerlo.
La poblaci¨®n mental del hospital, que hab¨ªa comenzado con 25 personas, asciende a casi 250. Ha llegado la hora de mudarse.
El cambio del hospital al local de Sant Pau, m¨¢s all¨¢ de la Sagrada Familia, es el s¨ªmbolo de una ¨¦poca en que los locos son apartados de la ciudad. Pero sobre todo, es una gran operaci¨®n especulativa: los inversionistas prev¨¦n que el crecimiento urbano de desarrollar¨¢ hacia Horta y Guinard¨®, y deciden comprar ah¨ª. En 1926, el Ayuntamiento paga por el edificio viejo cinco millones de pesetas, que se invierten en una finca de 100 hect¨¢reas. La mitad del terreno se cultiva para aprovisionar la ciudad. La parte propiamente hospitalaria incorpora un sistema de pago. Se crean clases sociales entre los locos: los p¨²blicos de toda la vida y los de pensi¨®n privada, que tienen una mejor dieta y condiciones m¨¢s agradables. Una interna llega a ocupar un chalet propio.
S¨®lo una cosa no entra en sus planes de la Administraci¨®n: la Guerra Civil.
Los archivos del hospital de 1936 a 1939 han desaparecido. Y la confusi¨®n no termina ah¨ª. Hay casos muy extra?os, como el de una mujer que ingres¨® en el hospital antes de la guerra con un cuadro psic¨®tico. Su esposo trabajaba en las Juventudes Republicanas de Tarragona, y tras la victoria de los nacionales, tuvo que exiliarse. Dej¨® dinero para que se ocupasen de la mujer, pero era dinero republicano, y perdi¨® su valor. El hombre termin¨® en Panam¨¢. Hizo dinero con una f¨¢brica de galletas. Pero nunca supo nada de su esposa. Les dijo a sus hijos que hab¨ªa muerto. Recientemente, su nieto encontr¨® la partida de defunci¨®n esa mujer: hab¨ªa vivido hasta 1975. Al parecer, ella nunca abandon¨® el hospital hasta su muerte. Simplemente, su registro desapareci¨®. Era un fantasma de papel.
El regreso de la democracia no termin¨® de imponer una racionalidad para la irracionalidad. Seg¨²n Comelles, este tema ha sido siempre marginal para el Estado. Y los debates europeos al respecto se llevaron en la d¨¦cada de 1960, al margen de Espa?a. A¨²n no est¨¢ claro qu¨¦ hacer, por ejemplo, con el violador de Vall d'Hebron, que abandonar¨¢ la c¨¢rcel aunque los especialistas creen que sigue siendo peligroso. O si Enrique Rus, que apu?al¨® en la nuca a su madre por prostituta, debe ser considerado un enfermo o un delincuente. Comelles explica: "Nuestros criterios sobre qu¨¦ es una conducta antisocial son culturales, y nuestra capacidad de predecir la conducta de otras personas es puramente probabil¨ªstica. Hay muchas preguntas para las que no tenemos respuesta".
Y, sin embargo, el poder da respuestas, certeras o no. El Estado considera las enfermedades mentales bien un problema social, bien un tema m¨¦dico, bien una fuente de ingresos. Inc¨®lume despu¨¦s de seis siglos, el edificio g¨®tico de la Biblioteca de Catalu?a es un monumento a los locos, y las locuras que hacemos con ellos.
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