?Y qu¨¦ fue de la reforma constitucional?
HUBO UN TIEMPO en esta ya agonizante legislatura en que pareci¨® como si pudi¨¦ramos llegar a un acuerdo sobre el futuro de la Constituci¨®n. Se habl¨® de su reforma y se identificaron cuatro puntos en los que no tendr¨ªa que resultar imposible el acuerdo entre Gobierno y oposici¨®n. M¨¢s todav¨ªa, el Gobierno encarg¨® al Consejo de Estado un informe que pudiera guiar la adopci¨®n de medidas sobre la supresi¨®n de la preferencia de var¨®n en la sucesi¨®n al trono, la recepci¨®n en la Constituci¨®n del proceso de construcci¨®n europea, la inclusi¨®n de la denominaci¨®n de las comunidades aut¨®nomas y la reforma del Senado. El Consejo emiti¨® su informe, muy s¨®lido y razonado, en febrero del pasado a?o, y se celebraron numerosos debates de singular altura te¨®rica sobre los puntos de reforma propuestos. Y cuando todo esto se hubo realizado, nunca m¨¢s se volvi¨® a hablar del asunto.
Aquel momento coincidi¨® con el clima de expectativas crecientes suscitadas por el relajado ambiente que sigui¨® al cambio de Gobierno. Los socialistas pregonaban en la plaza p¨²blica que tra¨ªan en sus alforjas un surtido variado de f¨®rmulas que permitir¨ªan resolver, por medio de ejercicios de geometr¨ªa variable, la cuadratura del c¨ªrculo de esta democracia nuestra de cada d¨ªa: el encaje de las llamadas nacionalidades hist¨®ricas en la Constituci¨®n sin que las nacionalidades en construcci¨®n y las que todav¨ªa gustaban de ser conocidas como regiones no se sintieran agraviadas. Ese era al menos el clima imperante, o m¨¢s bien, el clima diseminado desde Moncloa en los primeros y alegres d¨ªas inaugurales.
Pero como la soluci¨®n del problema del encaje por la v¨ªa de la reforma constitucional requer¨ªa un pacto entre Gobierno y oposici¨®n -en la senda de los acuerdos auton¨®micos de 1981 y 1992-, y como ni el uno ni la otra estaban por la labor, se opt¨® por dejar a la Constituci¨®n tranquila y llamar a rebato a la reforma estatutaria. Inmediatamente se puso en marcha el principio dispositivo, regalando durante el primer tiempo todo el terreno de juego a las comunidades que reclamaran la reforma de su Estatuto. Catalu?a sali¨® a la cancha y se encontr¨® a Espa?a medio dormida, y en lugar de zarandearla, como en los tiempos de Maragall-abuelo, aprovech¨® la circunstancia para traer a Madrid -nombre por el que se conoce en Barcelona el Congreso de los Diputados- un Estatuto a la medida de las enso?aciones de Maragall-nieto.
Cuando en Andaluc¨ªa se enteraron, comenz¨® la fiesta. El principio dispositivo -o sea, que los Estatutos disponen el nivel de competencias propias de cada comunidad- se multiplic¨® por el principio emulativo -o sea, que Andaluc¨ªa aspira al nivel de competencia previamente alcanzado por Catalu?a, mientras Catalu?a aspira al nivel de Euskadi. As¨ª fueron reform¨¢ndose uno tras otro todos los Estatutos que lo quisieron, manteniendo la Constituci¨®n sin reformar, hasta que, liberadas todas las pulsiones nacionalistas y todas las emulaciones regionalistas, el Estado federalizante, que hab¨ªa sido el resultado de la ronda de creaci¨®n de Estatutos a principios de los ochenta, arrib¨® a las puertas del Estado confederalizante, que es el saldo neto de esta segunda ronda de reformas.
El resultado final -bueno, final por ahora- del proceso consiste en que se han incrementado las competencias de las comunidades aut¨®nomas hasta un nivel no previsto en la Constituci¨®n, sin que al mismo tiempo se haya impulsado ning¨²n tipo de reforma institucional acomodada a la nueva distribuci¨®n del poder ni a las nuevas pr¨¢cticas pol¨ªticas, claramente confederales en su inspiraci¨®n, que ha impulsado la ronda de reforma. Hoy es del todo claro que las instituciones previstas en la Constituci¨®n para aquella primera configuraci¨®n del reparto territorial del poder que llam¨¢bamos Estado de las autonom¨ªas no estaban pensadas para un nivel de competencias transferidas como el actual.
Naturalmente, si con el Estado federalizante, que no era el dibujado por la Constituci¨®n, ya se echaba de menos una reforma constitucional -por lo menos, de ese flor¨®n superfluo que es el actual Senado-, con el Estado confederalizante no va a haber manera de que esto funcione si no procedemos a una reforma, que no podr¨¢ detenerse en los cuatro puntos, sino que habr¨¢ de establecer los mecanismos propios para un funcionamiento medianamente eficaz de la criatura que entre todos hemos parido. Una vez mostrada la futilidad de la conferencia de presidentes, y en un panorama de divisi¨®n y enfrentamiento intranacionalista y de creciente reclamaci¨®n del neocaciquismo regionalista, no puede ser que esto siga marchando sobre la ¨²nica base de la relaci¨®n bilateral entre Gobierno del Estado en el papel de pr¨®vido tutor con cada Gobierno de las comunidades en el de pedig¨¹e?o.
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