'Rickshaw'
Al anochecer, las calles de Londres se orientalizan, y es todo un espect¨¢culo ver Piccadilly Circus una noche de octubre cruzado por ciclistas voluntariosos que transportan a unos clientes sentados como nababs coloniales. Al principio, cuando los rickshaws hicieron su aparici¨®n en la capital inglesa, la cosa ten¨ªa algo de juego o trastada, y en el primer verano en que los vi circular pens¨¦ que aquello ser¨ªa una iniciativa temporal de la Oficina Nacional de Turismo, semejante a la de poner un servicio de autobuses al descubierto o una caseta atendida por j¨®venes gu¨ªas cubiertos con un chaleco de vivos colores.
La cosa ha cuajado, incluso en el fr¨ªo invierno septentrional. Y ahora que lo he pensado mejor y lo he visto reiteradamente y lo he probado, mont¨¢ndome yo en m¨¢s de una ocasi¨®n, ya lo he entendido. Mientras Madrid (y, en general, las grandes ciudades de Espa?a) se ponen a la hora occidental, cerrando todo a horas rid¨ªculamente tempranas, no permitiendo por ley que abran las tiendas en domingo ni se venda alcohol por las noches, las antiguas metr¨®polis del recatado imperio victoriano (Londres, Manchester, Liverpool) se abren al mundo desordenado y bullicioso de la realidad m¨²ltiple, por no decir en estos momentos la palabra que tanto quema: "multicultural".
Es adem¨¢s parad¨®jico que el uso de este bici-taxi acarreado por las piernas del conductor se haya implantado en el pa¨ªs pionero del sindicalismo y que m¨¢s respeta los derechos laborales y humanitarios, no s¨®lo de los humanos. Recuerdo haberme llevado un d¨ªa un rapapolvo en una reuni¨®n de gente universitaria de Oxford por ser espa?ol: por proceder del pa¨ªs donde tres viajeros all¨ª presentes que acababan de volver de un viaje por Castilla hab¨ªan visto un carro arrastrado por una mula fam¨¦lica, y, a¨²n peor, el perro del labrador atado con una soga a la parte de atr¨¢s del veh¨ªculo de ruedas. Aquello era, seg¨²n mis civilizados amigos, crueldad mental y f¨ªsica, y yo la he sentido alguna vez -haciendo el papel del carre-tero- en la India, cuando no tuve m¨¢s remedio que tomar un rickshaw enteramente animal, de los que all¨ª van quedando menos. El carricoche donde se sienta el cliente lo impulsa con la sola fuerza de sus brazos y sus piernas el conductor, que a veces es un dulce anciano someramente vestido con un dothis, aunque feliz de ganar esas pocas rupias con su trabajo extenuante. Progresivamente, sobre todo en las ciudades grandes como Delhi, Bombay (hoy, Mumbai) o Bangalore, ese tradicional sistema de transporte ha sido sustituido por carritos con motor, que as¨ª son llamados, moto-rickshaws. En Londres no existe tal adelanto.
Es enternecedor, sin embargo, comprobar c¨®mo dentro del primitivismo rom¨¢ntico de este servicio de taxi al aire libre (la capota que cubre los carricoches no llega a proteger del todo del viento y la lluvia, y hablo por experiencia), los j¨®venes ciclistas londinenses tienen una educaci¨®n para la ciudadan¨ªa rodada: sus someros carromatos van provistos de luces de situaci¨®n e intermitentes, pueden expender, si uno lo solicita, un recibo por la carrera, y los m¨¢s avispados disponen de un panel posterior para insertar anuncios.
Tomar un rickshaw en el Soho, donde a cualquier hora del d¨ªa o de la noche hay un marem¨¢gnum de gente, de puestos de comida ambulante y de patos laqueados en los escaparates de los restaurantes chinos, te hacen sentir ciudadano del mundo, no s¨®lo del oriental. Del nuevo mundo mixto o de fusi¨®n que, a su modo hipertecnol¨®gico y apocal¨ªptico, hace 25 a?os vaticin¨® la gran pel¨ªcula Blade runner, estos d¨ªas homenajeada y, una vez m¨¢s, rescatada (en el festival de cine de Sitges).
Ahora que en Madrid se ha puesto tan dif¨ªcil el taxi de toda la vida, el de color negro y radio a todo volumen (con suerte, el taxista oye la SER y no la Cope), me pregunto por qu¨¦ la capital no adopta el rickshaw. Tradici¨®n en los carruajes no nos falta; ?s¨®lo Sevilla ha de ofrecer al turista paseos en calesa de caballos? Mantener una cuadra de equinos en la zona centro puede ser un engorro, lo reconozco: ya lo era en el a?o 1950, cuando Fernando Fern¨¢n-G¨®mez, en una extraordinaria pel¨ªcula de Edgar Neville, neorrealista avant la lettre, compraba El ¨²ltimo caballo de la ciudad, de nombre Buc¨¦falo, para evitar que fuese la montura de un picador en la plaza de toros de Las Ventas. Muchos j¨®venes que hacen jogging en nuestras calles podr¨ªan sacarse un dinerito, y desarrollar sus lumbares, poni¨¦ndose a la espalda un carrito de pago. ?O prohibir¨ªa el alcalde el uso del rickshaw por poco espa?ol?
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