Albricias, un nuevo partido
La democracia ateniense dur¨® siglo y pico. En un largu¨ªsimo trecho de 2.200 a?os, desde el siglo IV a C. hasta finales del XVIII, en la Europa que se enorgullece de su ascendencia griega (aunque en el fondo no haya sido m¨¢s que cabalmente romana, pues tambi¨¦n de Roma proviene lo mucho que heredamos de Grecia), no s¨®lo no se practic¨® esta forma de gobierno, sino que, con escas¨ªsimas excepciones, la opini¨®n de los pocos que se manifestaron al respecto fue siempre negativa. Cr¨ªticas a la democracia leemos en los grandes autores griegos, de Plat¨®n a Tuc¨ªdides; incluso Arist¨®teles, que durante casi dos milenios domina el pensamiento europeo, considera la democracia una de las formas degeneradas de gobierno.
Si empezamos a contar desde que se establece el sufragio universal, la democracia en Europa apenas alcanza un siglo de antig¨¹edad. La largu¨ªsima historia antidemocr¨¢tica que cargamos sobre las espaldas, debiera al menos servir para frenar la actual exaltaci¨®n hagiogr¨¢fica. Porque no s¨®lo se defiende el principio fundamental de gobierno de la mayor¨ªa, respetando los derechos, tanto de las minor¨ªas, como de los individuos, lo que parece bastante razonable, sino que este fervor se extiende a formas concretas de su implantaci¨®n que a menudo producen efectos nocivos.
Para acallar cualquier cr¨ªtica que surja sobre las formas concretas de institucionalizaci¨®n de la democracia, basta con apelar a la ingeniosa ocurrencia de Churchill de que es el peor de los sistemas pol¨ªticos, con excepci¨®n de todos los dem¨¢s. Tendr¨¢ los defectos que se quiera, pero cualquier alternativa ser¨ªa mucho peor. Argumento archiconservador que deja v¨ªa libre a que se cuelen no pocas pr¨¢cticas que deber¨ªan corregirse. Lo peor es que fortalece el dogma de que no cabr¨ªa otra forma de democracia que la establecida, bloqueando as¨ª el debate sobre su naturaleza y posibilidades, inherente a una verdadera convivencia democr¨¢tica. Se rechaza toda adjetivaci¨®n de la democracia, en primer lugar, la que contrapone la establecida a cualquier definici¨®n de una "verdadera" democracia. En el fondo subyacen dos ideas irreconciliables de democracia, una la entiende como un estadio ya inamovible en la perfecci¨®n a que habr¨ªa llegado, la otra como un proceso en continuo perfeccionamiento.
Pero no olvidemos que la democracia, como cualquier otra forma de gobierno, al final tiene que ver con el poder, que supone siempre una relaci¨®n asim¨¦trica entre los que lo detentan y los que carecen de ¨¦l. El que el poder en democracia resida en el pueblo ("poder del pueblo, para el pueblo y por el pueblo", seg¨²n reza el concepto fuerte de democracia) sirve de legitimaci¨®n, pero no deja de ser una ficci¨®n, porque el poder repartido por igual entre todos implica su disoluci¨®n pura y llanamente, poder de ninguno, a lo que s¨®lo aspira el anarquismo. En las democracias establecidas el poder que ejercen siempre unos pocos no desaparece absorbido por todos, sino que se traslada del pueblo a sus representantes. La gran ventaja de la democracia representativa es que, acorde con la voluntad mayoritaria, cuenta con mecanismos para traspasar el poder de un grupo a otro de manera pac¨ªfica.
Pues bien, la democracia representativa, aquella que transfiere el poder a los representantes elegidos, necesita de los partidos pol¨ªticos, como los agentes que organizan la competitividad electoral. Los partidos pol¨ªticos surgieron como organizaciones electorales que s¨®lo funcionaban en v¨ªsperas de elecciones. Fue la socialdemocracia la que cre¨® el modelo de "partido de masas", incrustado en la clase obrera, con una actividad social, econ¨®mica y cultural que sobrepasaba con mucho la meramente parlamentaria.
Hoy los partidos socialistas en nada se distinguen de los dem¨¢s partidos -?para qu¨¦ sirven "las casas del pueblo", si es que siguen existiendo?- reducida tambi¨¦n su actividad a ganar elecciones y a proponer las personas que ocupen los cargos que se consigan en el reparto de votos. La ¨²nica diferencia con los primeros partidos pol¨ªticos de finales del XIX, que se ocupaban tan s¨®lo de ganar elecciones y repartir el bot¨ªn entre los suyos, es que ahora la campa?a electoral dura toda la legislatura.
Los partidos pol¨ªticos, imprescindibles para organizar la selecci¨®n de los grupos que acceden al poder, son a la vez la mayor carga que aguanta el sistema. Cada vez m¨¢s alejados de la sociedad a la que dicen representar, crean sus propios mecanismos internos de ascenso, no precisamente democr¨¢ticos, que setraducen en una cultura pol¨ªtica propia que tiende a alejarse de la que prevalece en la sociedad. Con el paso del tiempo, a la c¨²spide de los partidos llegan ¨²nicamente personas que han pasado toda la vida en el partido, con la socializaci¨®n pol¨ªtica adecuada para ascender en la burocracia partidaria, pero sin experiencia directa de lo que ocurre fuera; en el mejor de los casos han ocupado cargos en la Administraci¨®n local, auton¨®mica o estatal que les ha permitido echar un vistazo a los problemas reales, pero siempre a trav¨¦s del cristal coloreado por el partido al que pertenecen.
De espaldas a la sociedad, los partidos dependen por completo de las asignaciones p¨²blicas, lo que robustece a las c¨²spides, que no necesitan ya del empuje o del apoyo econ¨®mico de los afiliados. Si no se conforman con ocupar el ocio en asambleas irrelevantes, los que se inscriben en un partido pretenden vivir un d¨ªa de la pol¨ªtica, sea porque tienen una vocaci¨®n pol¨ªtica que les lleva a renunciar a una vida profesional, bien porque no tienen mejor encaje en la sociedad. En ambos casos, se asciende como miembro de un equipo que encabece un posible l¨ªder. Hacer carrera pol¨ªtica exige vincularse a un clan desde la fidelidad absoluta.
El resultado es que los reclutados por los partidos pol¨ªticos para ocupar los cargos de mayor responsabilidad suelen ser inferiores a los que destacan en las distintas profesiones, aunque cada vez m¨¢s se recurra al prestigio de personas que han alcanzado un cierto ¨¦xito social, o han descollado en la Administraci¨®n. Aun as¨ª, la imagen de los pocos pol¨ªticos profesionales que llegan al conocimiento de la gente acrecienta el alejamiento de los partidos, m¨¢xime cuando el debate se reduce a la descalificaci¨®n personal de los l¨ªderes de los partidos con los que se compite.
El mayor fallo de nuestras democracias representativas radica en los partidos pol¨ªticos. A menudo, sus miembros, intelectual y moralmente, est¨¢n por debajo de la media nacional. La experiencia muestra que, despu¨¦s que dej¨® de serlo el Parlamento, el partido pol¨ªtico no es la mejor forma de seleccionar a los que detentan el poder. Al cimentarse el oligopolio de los grandes partidos, como el de los grandes bancos, seguros de que no les van a salir f¨¢cilmente competidores, con el paso del tiempo esta deficiencia no hace m¨¢s que aumentar.
Tan necesaria como es la cr¨ªtica de los partidos pol¨ªticos, tan dif¨ªcil es encontrar una alternativa viable. Como siempre en pol¨ªtica, m¨¢s que cambios revolucionarios, cuyos costos suelen ser mucho m¨¢s altos que los beneficios, habr¨¢ que ir manejando el problema con peque?os retoques. Una correcci¨®n que parece hacedera, aunque inercia social, estructura de poder y normativa concurran para impedirlo, es que un nuevo partido con gente nueva y nuevas ideas consiga colarse en el sistema establecido que, claro est¨¢, los que lo controlan lo quieren cerrado y definitivo. El que se introduzca un nuevo partido que aporte aires nuevos contribuye a renovar todo el sistema de partidos, aunque a la larga termine tambi¨¦n por adaptarse, pero lo hace desde el nivel que impuso en su ascenso, al que tambi¨¦n tuvieron que acomodarse los dem¨¢s partidos.
El que, contra todo pron¨®stico, lograra imponerse un partido "verde" en los setenta en Alemania, no s¨®lo coloc¨® el tema ecol¨®gico en el lugar que le corresponde, sino que supuso una apertura de los dem¨¢s partidos hacia la sociedad y la democracia interna. Tres decenios m¨¢s tarde, una vez que los "verdes" se desprendieron de algunos maximalismos, han terminado por igualarse a los dem¨¢s partidos que tampoco pudieron dejar de acoplarse a su mensaje.
Todas estas reflexiones vienen a cuento ante el nuevo partido que se ha presentado en Madrid el 29 de septiembre. Es dif¨ªcil que logre romper el oligopolio de los partidos establecidos, leyes y reglamentos, ayudas estatales e inercias, lo protegen. Pero es la ¨²nica esperanza de que entre un poco de aire fresco en el sistema. Ojal¨¢ que cortemos el que siga amonton¨¢ndose mugre y cochambre hasta que un d¨ªa el sistema salte en mil pedazos, como ha ocurrido varias veces en nuestra historia. Conf¨ªo en que sean suficientes los espa?oles que prefieran peque?os remiendos a esperar que un d¨ªa se derrumbe el edificio, y otra vez a empezar desde los escombros.
Ignacio Sotelo es catedr¨¢tico excedente de Sociolog¨ªa.
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