H¨¦roes
S¨®lo s¨¦ que el acto transcurr¨ªa en un polideportivo de pueblo, y que a la altura del gol norte, ocultando el cemento de las gradas, se elevaba un escenario con la pose de desgana de los tablados de las verbenas. Tampoco soy capaz de reconstruir el itinerario que me hab¨ªa conducido hasta all¨ª, entre nubes de cerveza mal digerida y un humo que delataba presencias m¨¢s turbias que la nicotina. La concurrencia, grupos dispersos de adolescentes a los que mam¨¢ esperaba levantada hasta que regresaban a casa y cuarentones embutidos en cuero que no ten¨ªan nadie a quien esperar, fue cubriendo el c¨¦sped, o el fangal que lo suplantaba, con esa prisa mal contenida del cliente ante la caja registradora. Los teloneros se esforzaron durante casi una hora en demostrarnos que los instrumentos musicales tambi¨¦n pueden servir a dioses oscuros como la n¨¢usea y el ruido; la expectaci¨®n creci¨® cuando el personal de mantenimiento acudi¨® a reemplazar el equipo y los focos emitieron esa luz sangrienta que se supone que ambienta el infierno, o las salas de concierto donde lo imitan. Y por fin, apareci¨® el grupo estrella. Media docena de j¨®venes vestidos de negro, actores de ¨®pera que con la complicidad de unas canciones construidas en forma de adivinanza incitaban a las sombras de nuestro alrededor a agitarse, a secundar estribillos esot¨¦ricos en que se mencionaban sirenas varadas y avalanchas, dirigidos por un maestro de ceremonias que en aquel momento, y tambi¨¦n despu¨¦s, me parecer¨ªa un facs¨ªmil de rebajas de aquel otro ¨ªdolo conocido por sus excesos que est¨¢ enterrado en Par¨ªs. De retirada a casa, todos convinimos en que el espect¨¢culo no hab¨ªa estado ni bien ni mal, otra jornada m¨¢s en que espantar las moscas del fin de semana con el golpeteo de una bater¨ªa, no importaba cu¨¢l. En aquellos d¨ªas los H¨¦roes del Silencio resultaban un grupo m¨¢s entre tantos, pretextos para un rato de ensimismamiento o unos tragos de cerveza sin mayores pretensiones, y nada hac¨ªa augurar en ellos que alguna noche se convertir¨ªan en ap¨®stoles de una religi¨®n posmoderna a los que millares de devotos acudir¨ªan a aclamar en peregrinaci¨®n. Me pregunto si los primeros que escucharon a Cristo o a los Beatles reflexionaron alguna vez que las cosas tienden a salirse de madre y que el ¨¦xito, en el arte, el amor y los altares, se alimenta de los malentendidos.
Este s¨¢bado presenci¨¦ c¨®mo Sevilla se llenaba de otros adolescentes, tambi¨¦n vestidos de negro, tambi¨¦n alicatados con pulseras, cinturones y litros de whisky, algunos procedentes de ciudades situadas a cientos de kil¨®metros, que corr¨ªan a arropar a esos viejos m¨²sicos de polideportivo reciclados en mitos inmortales. No tengo nada en contra de los H¨¦roes del Silencio, tampoco nada a favor: he escuchado algunos de sus temas con curiosidad mientras aguardaba a que me sirvieran una copa en alg¨²n local de moda, pero siempre he tendido a encontrar excesivo su modo de presentarse ante el p¨²blico y esa variante de pop-rock que parece buscar en la exageraci¨®n lo que no pueden aportar una letra bien medida o el encanto de la melod¨ªa. Setenta mil personas en el Estadio Ol¨ªmpico reunidas para testimoniar el regreso a los escenarios de esos iconos de ayer me hacen pensar que a menudo el tiempo funciona como una lente mal enfocada, como ese cristal de la mirilla que deforma el rostro o la posici¨®n de quien aguarda en el rellano y le atribuye defectos y virtudes que se esfuman una vez la puerta se abre. H¨¦roes, Hombres G, Nacha Pop, El ?ltimo de la Fila, de repente todos se vuelven imprescindibles simplemente porque son viejos, porque la evoluci¨®n los descart¨®, porque ya no est¨¢n aqu¨ª. Como dijo alguien que sin duda trabaj¨® de manager discogr¨¢fico, para triunfar de verdad hay que estar dispuesto a morirse: la patria de los dioses es el pasado.
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