La postal
La ciudad est¨¢ dormida con los ojos abiertos en el siglo XIX. La c¨¢mara ha dejado a sus espaldas la torre de la iglesia de los Escolapios, el r¨ªo Genil y la primera parte de la Carrera, con la bas¨ªlica de la Virgen de las Angustias en su costado izquierdo. Lo que no se ve est¨¢ ah¨ª, colocado en su lugar y en los esfuerzos por orientarse del que observa. Cuando se pasea por una fotograf¨ªa antigua, la imaginaci¨®n debe tantear con prudencia los puntos cardinales. Una vez encontrada la perspectiva justa, cobra sentido lo que la c¨¢mara tuvo delante. A la derecha, en lo alto, se ven las torres de la Alhambra. Puerta Real es una explanada sin asfalto, ni fuente, ni aglomeraciones. S¨®lo algunas farolas t¨ªmidas acompa?an a las casas de la Acera del Casino. Las ventanas y las sombras de los ¨¢rboles miran hacia un r¨ªo que no se ve en la fotograf¨ªa, y que ahora ya no existe, sumergido bajo los adoquines de la ciudad actual. Observo esta imagen de Granada, y luego paso a una Plaza Nueva remota y a medio hacer, y luego me detengo ante una vista panor¨¢mica de la Alhambra desde la Torre del Homenaje. El fot¨®grafo Jean Laurent abri¨® estudio en Madrid a mediados del XIX, y retrat¨® las ciudades espa?olas para que los viajeros europeos conocieran lugares a los que deb¨ªan ir o para que recordasen sitios en los que hab¨ªan estado. Granada, que supon¨ªa entonces el inicio de Oriente, se apoder¨® del archivo deslumbrante de este empresario de la fotograf¨ªa. Duerme perfecta, impasible como un cisne, bajo una luz de hielo, detenida por una realidad sin miradas personales. Da gusto verla as¨ª, tan pac¨ªfica y respetable, en la exposici¨®n La imagen de Granada y la Alhambra en las fotograf¨ªas de Jean Laurent en el Centro Cultural CajaGranada. La memoria de los viajeros conserva una colecci¨®n de postales que pretenden vivir al margen del tiempo.
Cuando la mirada personal comete la impertinencia de interrumpir la tranquilidad de las fotograf¨ªas, la inquietud sale a flote en las aguas de la belleza. Uno nunca sabe si las im¨¢genes antiguas capturan ciudades a medio hacerse o a medio deshacerse. La vida corre hacia nosotros con nuevas plazas y edificios modernos, y pasa por encima de todo lo condenado a desaparecer. Inventamos mecanismos exactos para medir el paso del tiempo segundo a segundo, pero a la vez nos gusta paralizar la vida con aparatos cada d¨ªa m¨¢s precisos. La mirada se queda siempre en la frontera entre el pasado y el presente, como nosotros mismos, a medio hacernos y a medio deshacernos. La memoria del viajero recuerda postales. S¨®lo los que han sido ni?os y han cursado el bachillerato en una ciudad pueden comprender su desesperado di¨¢logo con el tiempo, en nada parecido a la impasibilidad de un cisne. Las calles tardan pocos a?os en adquirir una dimensi¨®n aleg¨®rica, porque lo desaparecido permanece en la sombra de lo que se conserva o lo que nace. Los recuerdos son como un r¨ªo sumergido que fluye bajo los pies del paseante. La gente que ya no existe camina junto a nosotros, entra en los comercios reci¨¦n inaugurados, pregunta por las direcciones de nuevas l¨ªneas de autob¨²s y recorre calles en obras con cuidado para no caerse. La gente que existe toma el tranv¨ªa, cruza por un sem¨¢foro desaparecido, busca los ¨²ltimos ¨¦xitos de ventas en una librer¨ªa cerrada y compra el pan de hoy en una tienda de ayer. Voy a los escaparates de la pasteler¨ªa de mi infancia, uno de los lugares donde he sido m¨¢s inocente, feliz e irresponsable, y me encuentro con una ferreter¨ªa que me ofrece martillos y taladradoras. El tiempo es as¨ª. Por eso duele tanto que Granada sea a veces m¨¢s cruel que el tiempo. Se paraliza m¨¢s de lo que exige la memoria y se destruye por encima de las demandas razonables del futuro.
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