Dos noches de oto?o
1.- Demasiados espejos. Casi al final, Madame de Merteuil despliega una panoplia de espejos ante Valmont para que pueda "morir en plural". Tambi¨¦n Langhoff, en el Valle-Incl¨¢n, multiplica las im¨¢genes de Quartett, los puentes, las asociaciones laterales. Demasiado por la parte de arriba: la sempiterna pantallita moderna que vomita una torrentera redundante y/o alucinada. Popeye y Betty Boop, Marlene, las calles stasiadas de la RDA, Marlene, las colaboracionistas rapadas a las que cant¨® Brassens. Im¨¢genes que distraen, que fatigan, que emborronan los espejos "de abajo". Abajo hay un crep¨²sculo americano pintado sobre madera, una camioneta varada en el desierto de Mojave (pongamos), y una tumba abierta. A la derecha, los restos de un palco igualmente crepuscular, con cortinajes y butacas p¨²rpura. Muriel Mayette es Merteuil, con la dicci¨®n sublime y verdadera de una Madeleine Renaud homeless. En su primer mon¨®logo -"es mi piel la que recuerda"- podr¨ªa ser la Winnie de Happy Days. Valmont podr¨ªa ser un cad¨¢ver o un fantasma. Al principio s¨®lo escuchamos la voz de Fran?ois Chattot, grabada, como un eco que se difumina.
"Aqu¨ª nada es real salvo el dolor", dice Lee Breuer en el programa de mano
?Cu¨¢ntas veces habr¨¦ visto la obra de M¨¹ller? ?Seis, diez, doce? La ¨²ltima, de Bob Wilson, en el Od¨¦on, con una inconmensurable Isabelle Huppert, pero quiz¨¢s sea en la de Langhoff donde el texto me ha llegado m¨¢s n¨ªtido, menos aullado, gargarizado o deconstruido, como le quieran llamar. Siempre me pasa lo mismo con Quartett: me fascina la primera parte, los mon¨®logos ¨¢ureos, de oro y mierda, cuando ellos dos son "las estatuas de nuestros deseos en descomposici¨®n", y me aburre lo indecible cuando comienza el carrusel del juego de roles, su condena circular, su huis clos, su ¨²nica forma de matar el tiempo en el infierno. Langhoff gui?a el ojo a Strindberg, y a su m¨ªtico montaje de Mademoiselle Julie: la Merteuil (ahora con el sarcasmo disparado con silenciador de Norma Aleandro) lee Le Monde Diplomatique en un sill¨®n, con las gafas y el puro de M¨¹ller, y Chattot, un Jean elegant¨ªsimo, prepara la cena sobre la tumba. Merteuil increpa a la se?orita Volanges: una peluca, un vestido vac¨ªo en el suelo. La pantallita se pone pesad¨ªsima: un tigre devora a una cebra, y nos cascan ¨®pera filmada (Verdi a todo trapo), tanta que casi cubre las palabras, el trabajo de la soberbia pareja de actores. Un aplauso, por cierto, a la estupenda traducci¨®n de los subt¨ªtulos, a cargo de Coto Ad¨¢nez, ausente del programa. Pen¨²ltima escena memorable: Valmont, con chistera y esmoquin, Bernard Frank disfrazado de Caballero de la Rosa, seduce a la invisible Tourvel en el palco. Tras una larga cabezada llegu¨¦ a tiempo, suerte, de ver a Merteuil/Mayette desplegando los espejos antes de servir el veneno imaginario. Como dicen en la Com¨¨die: Bien jou¨¦, mais...
2.- Una pesadilla victoriana. DollHouse, de Mabou Mines, ha vuelto al Espa?ol tras su triunfo del pasado Festival de Oto?o, para repetir llenazos. No lo vi entonces (¨¦chenle la culpa al Bombero Torero, una de tantas lacras de mi infancia desarrollista) pero lo he pescado ahora: deslumbrante espect¨¢culo. Concepto, en principio discutible por maniqueo: actores enanos, actrices m¨¢s altas. O sea, Nora (y las otras), atrapadas en una literal casa de mu?ecas. Vale que Torvald (Mark Povinelli) sea un enano, y en parte puede serlo el chantajista Krogstad (Kristopher Medina) pero ?por qu¨¦ el maravilloso doctor Rank (Ricardo Gil), que para m¨ª siempre ser¨¢ Erland Josephson? Fuera prejuicios, porque la cosa va m¨¢s all¨¢ del chato discurso feminista. El montaje de Lee Breuer es la plasmaci¨®n de un eterno fantasma (victoriano, para m¨¢s inri): hombres que se sue?an empeque?ecidos frente a mujeres enormes; mujeres que se sue?an encerradas en c¨¢rceles de techo bajo, con lazos de organd¨ª prietos como sogas. De entrada, claro, desconcierta un mont¨®n. Nora (Maude Mitchell) y Kristine Linde (Janet Girardeau) hablan como Pee Wee Herman y miss Piggy. Todo tiene un aire a medias entre la funci¨®n de t¨ªteres, muy lorquiana, y el cine mudo, subrayado por la pianista Ning Yu, que desgrana piezas de Grieg. Las interpretaciones son barrocas, exacerbadamente melodram¨¢ticas. El ritmo es chispeante, viv¨ªsimo. Mediado el primer acto brota una pesadilla de Nora en la que David Lynch y Tim Burton chocan esos cinco. Preludio: cortinas de terciopelo rojo, latigazos de luz estrobosc¨®pica anunciando desastre. Y mu?ecos terror¨ªficos, capitaneados por la posible madre, muert¨ªsima, de Jack Skellington (y de Nora, claro).
"Aqu¨ª nada es real salvo el dolor", dice Lee Breuer, en el programa de mano. Santa verdad. En la segunda parte se destapa la olla: sexo, violencia, desgarro. Y much¨ªsima emoci¨®n. Los personajes se esp¨ªan tras puertas y ventanas. Nora parece haber envejecido veinte a?os en una noche. Torvald es un animal desnortado, rabioso, ferozmente l¨²brico. Al pobre doctor Rank, ya se sabe, le quedan dos telediarios noruegos. Gran imagen: se lo lleva, en brazos, la ni?era embarazada, con la m¨¢scara de la Muerte Roja que el galeno se calz¨® para su ¨²ltima fiesta. El mon¨®logo en el que Nora dice ah¨ª os qued¨¢is es repentinamente naturalista, desolado. Y tambi¨¦n de repente (todo es aqu¨ª "de repente"), gran golpe de teatro. Tras el melodrama, la ¨®pera. ?pera tr¨¢gica, contemplada por una mir¨ªada de marionetas imp¨¢vidas. Nora canta su adi¨®s desde un palco, monstruosamente agigantada. Un silencio ensordecedor. Y las l¨¢grimas de ambos, y la despedida irremediable. Nora se arranca el pellejo rosicler y emerge desnuda y andr¨®gina, con la cabeza afeitada, reci¨¦n nacida y ya entera, completa, talmente como en el colof¨®n de 2001. El duetto final le partir¨ªa el alma al mism¨ªsimo Satan¨¢s. Funci¨®n de domingo. En la fila m¨¢s alta de platea hay un se?or americano con gorra. Es Lee Breuer, que est¨¢ ah¨ª cada tarde y cada noche, me dice Greg, controlando la perfecta gradaci¨®n de su alquimia. Ya podr¨ªa quedarse una temporadita entre nosotros, digo yo, impartiendo doctrina. Y dirigiendo lo que se tercie.
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