'Un d¨ªa de c¨®lera'
BABELIA ofrece a sus lectores el cap¨ªtulo primero de 'Un d¨ªa de C¨®lera', la ¨²ltima novela de Arturo P¨¦rez Reverte, ambientada en el 2 de mayo 1808 y publicada por la editorial Alfaguara.
Siete de la ma?ana y ocho grados en los term¨®metros de Madrid, escala R¨¦aumur. El sol lleva dos horas por encima del horizonte, y desde el otro extremo de la ciudad, recortando torres y campanarios, ilumina la fachada de piedra blanca del palacio de Oriente. Llovi¨® por la noche y a¨²n quedan charcos en la plaza, bajo las ruedas y los cascos de los caballos de tres carruajes de camino, vac¨ªos, que acaban de situarse ante la puerta del Pr¨ªncipe. El conde Selv¨¢tico, gran cruz de Carlos III sobre el casac¨®n cortesano, gentilhombre florentino de la servidumbre de la reina de Etruria —viuda, hija de los viejos reyes Carlos IV y Mar¨ªa Luisa—, se asoma un momento, observa los carruajes y entra de nuevo. Algunos madrile?os desocupados, en su mayor parte mujeres, miran con curiosidad. No llegan a una docena, y todos guardan silencio. Uno de los dos centinelas de la puerta est¨¢ apoyado en su fusil con la bayoneta calada, junto a la garita, indolente. En realidad, esa bayoneta es su ¨²nica arma efectiva; por ¨®rdenes superiores, su cartuchera est¨¢ vac¨ªa. Al escuchar las campanadas de la cercana iglesia de Santa Mar¨ªa, el soldado observa de reojo a su compa?ero, que bosteza. Les queda una hora para salir de guardia.
En casi toda la ciudad, el panorama es tranquilo. Abren los comercios madrugadores, y los vendedores disponen en las plazas sus puestos de mercanc¨ªas. Pero esa aparente normalidad se enrarece en las proximidades de la puerta del Sol: por San Felipe y la calle de Postas, Montera, la iglesia del Buen Suceso y los escaparates de las librer¨ªas de la calle Carretas, todav¨ªa cerradas, se forman peque?os grupos de vecinos que confluyen hacia la puerta del edificio de Correos. Y a medida que la ciudad despierta y se despereza, hay m¨¢s gente asomada en ventanas y balcones. Circulan rumores de que Murat, gran duque de Berg y lugarteniente de Napole¨®n en Espa?a, quiere llevarse hoy a Francia a la reina de Etruria y al infante don Francisco de Paula, para reunirlos con los reyes viejos y su hijo Fernando VII, que ya est¨¢n all¨ª. La ausencia de noticias del joven rey es lo que m¨¢s inquieta. Dos correos de Bayona que se esperaban no han llegado todav¨ªa, y la gente murmura. Los han interceptado, es el rumor. Tambi¨¦n se dice que el Emperador quiere tener junta a toda la familia real para manejarla con m¨¢s comodidad, y que el joven Fernando, que se opone a ello, ha enviado instrucciones secretas a la Junta de Gobierno que preside su t¨ªo el infante don Antonio. ?No me quitar¨¢n la corona —dicen que ha dicho— sino con la vida?.
Mientras los tres carruajes vac¨ªos aguardan ante Palacio, al otro extremo de la calle Mayor, en la puerta del Sol, apoyado en la barandilla de hierro del balc¨®n principal de Correos, el alf¨¦rez de fragata Manuel Mar¨ªa Esquivel observa los corrillos de gente. En su mayor parte son vecinos de las casas cercanas, criados enviados en busca de noticias, vendedores, artesanos y gente subalterna, sin que falten chisperos y manolos caracter¨ªsticos del Barquillo, Lavapi¨¦s y los barrios crudos del sur. No escapan al ojo atento de Esquivel peque?os grupos sueltos de tres o cuatro hombres de aspecto forastero que se mantienen silenciosos y a distancia. Aparentan desconocerse entre ellos, pero todos tienen en com¨²n ser j¨®venes y vigorosos. Sin duda se cuentan entre los llegados el d¨ªa anterior, domingo, desde Aranjuez y los pueblos vecinos, que por alguna raz¨®n —ninguna puede ser buena, deduce el alf¨¦rez de fragata— no han salido todav¨ªa de la ciudad. Tambi¨¦n hay mujeres, pues suelen ser madrugadoras: la mayor¨ªa trae la canasta del mercado al brazo y comadrea repitiendo los rumores y chismes que circulan en los ¨²ltimos d¨ªas, agravados por la tensa jornada de ayer, cuando se abuche¨® a Murat mientras iba a una revista militar en el Prado. Sus batidores incomodaban a la gente para abrir paso, y la vuelta tuvo que hacerla con escolta de caballer¨ªa y cuatro ca?ones, con el populacho cant¨¢ndole:
Por pragm¨¢tica sanci¨®n
se ha mandado publicar
el que al jarro de cagar
se llame Napole¨®n.
Esquivel, al mando del pelot¨®n de granaderos de Marina que guarnece Correos desde las doce del d¨ªa anterior, es un oficial prudente. Adem¨¢s, la tradicional disciplina de la Armada equilibra su juventud.Las ¨®rdenes son evitar problemas. Los franceses est¨¢n sobre las armas, y se teme que s¨®lo esperen un pretexto serio para dar un escarmiento que apacig¨¹e la ciudad. Lo coment¨® anoche en el cuerpo de guardia, hacia las once, el teniente general don Jos¨¦ de Sexti: un italiano al servicio de Espa?a, hombre poco simp¨¢tico, que preside por parte espa?ola la comisi¨®n mixta para resolver los incidentes —cada vez m¨¢s numerosos— entre madrile?os y soldados franceses.
—Sobre las armas, como le digo —contaba Sexti—. Los imperiales casi no me dejan pasar por delante del cuartel del Prado Nuevo, y eso que voy de uniforme... Todo tiene un aspecto infame, se lo aseguro.
—?Y no hay ninguna instrucci¨®n concreta?
—?Concreta?... No sea infeliz, hombre. La Junta de Gobierno parece un corral con la raposa dentro.
Estando en conversaci¨®n, los dos militares oyeron rumor de caballos y salieron a la puerta, a tiempo de ver una numerosa partida francesa que se dirig¨ªa al galope hacia el Buen Retiro, bajo la lluvia, para reunirse con los dos mil hombres que all¨ª acampan con varias piezas de artiller¨ªa. Al ver aquello, Sexti se fue a toda prisa, sin despedirse, y Esquivel envi¨® otro mensajero a sus superiores pidiendo instrucciones, sin recibir respuesta. En consecuencia, puso a los hombres en estado de alerta y extrem¨® la vigilancia durante el resto de la noche, que se hizo larga. Hace un rato, al empezar a congregarse vecinos en la puerta del Sol, mand¨® a un cabo y cuatro soldados a pedir a la gente que se aleje; pero nadie obedece, y los corrillos engrosan a cada minuto que pasa. No puede hacerse m¨¢s, as¨ª que el alf¨¦rez de fragata acaba de ordenar al cabo y los soldados que se retiren, y a los centinelas de guardia que, al menor incidente, se metan dentro y cierren las puertas. Ni siquiera en caso de que estalle un altercado los granaderos podr¨¢n hacer nada, en un sentido u otro. Ni ellos, ni nadie. Por orden de la Junta de Gobierno y de don Francisco Javier Negrete, capit¨¢n general de Madrid y Castilla la Nueva, y para complacer a Murat, a las tropas espa?olas se les ha retirado la munici¨®n. Con diez mil soldados imperiales dentro de la ciudad, veinte mil dispuestos en las afueras y otros veinte mil a s¨®lo una jornada de marcha, los tres mil quinientos soldados de la guarnici¨®n local est¨¢n indefensos frente a los franceses.
?Lo mismo que la generosidad de este pueblo hacia los extranjeros no tiene l¨ªmites, su venganza es terrible cuando se le traiciona.?
Jean Baptiste Antoine Marcellin Marbot, hijo y hermano de militares, futuro general, bar¨®n, par de Francia y h¨¦roe de las guerras del Imperio, que esta ma?ana es un simple capit¨¢n de veintis¨¦is a?os asignado al estado mayor del gran duque de Berg, cierra el libro que tiene en las manos —El ¨²ltimo Abencerraje, del vizconde Chateaubriand— y mira el reloj de bolsillo puesto sobre la mesita de noche. Hoy no entra de servicio hasta las diez y media en el palacio Grimaldi, con el resto de ayudantes militares de Murat; de modo que se levanta sin prisas, acaba el desayuno que un criado de la casa donde se aloja le ha servido en la habitaci¨®n, y empieza a afeitarse junto a la ventana, mirando la calle desierta. El sol que atraviesa los vidrios ilumina, desplegado sobre un sof¨¢ y una silla, su elegante uniforme de oficial edec¨¢n del gran duque: pelliza blanca, pantal¨®n carmes¨ª, botas hannoverianas y colbac de piel a lo h¨²sar. A pesar de su juventud, Marbot es veterano de Marengo, Austerlitz, Jena, Eylau y Friedland. Tiene experiencia, por tanto. Es, adem¨¢s, un militar ilustrado: lee libros. Eso sit¨²a su visi¨®n de los acontecimientos por encima de la de muchos compa?eros de armas, partidarios de arreglarlo todo a sablazos.
El joven capit¨¢n sigue afeit¨¢ndose. Una chusma de aldeanos embrutecidos e ignorantes, gobernada por curas. As¨ª ha calificado hace poco el Emperador a los espa?oles, a quienes desprecia —con motivo— por el infame comportamiento de sus reyes, la incompetencia de sus ministros y Consejos, la incultura y el desinter¨¦s del pueblo por los asuntos p¨²blicos. Al capit¨¢n Marbot, sin embargo, cuatro meses en Espa?a lo llevan a la conclusi¨®n —al menos eso afirmar¨¢ cuarenta a?os m¨¢s tarde, en sus memorias— de que la empresa no es tan f¨¢cil como creen algunos. Los rumores que circulan sobre el proyecto del Emperador de barrer la corrupta estirpe de los Borbones, retener a toda la familia real en Bayona y dar la corona a uno de sus hermanos, Luciano o Jos¨¦, o al duque de Berg, contribuyen a enrarecer el ambiente. Seg¨²n los indicios, Napole¨®n estima favorable para sus planes el momento actual. Est¨¢ seguro de que los espa?oles, hartos de Inquisici¨®n, curas y mal gobierno, empujados por compatriotas ilustrados que tienen puestos los ojos en Francia, se lanzar¨¢n a sus brazos, o a los de una nueva dinast¨ªa que abra puertas a la raz¨®n y al progreso. Pero, aparte conversaciones mantenidas con algunos oficiales y personajes locales inclinados a las ideas francesas —afrancesados los llaman aqu¨ª, y no precisamente para ensalzarlos—, a medida que las tropas imperiales bajan desde los Pirineos adentr¨¢ndose en el pa¨ªs, con el pretexto de ayudar a Espa?a contra Inglaterra en Portugal y Andaluc¨ªa, lo que Marcellin Marbot ve en los ojos de la gente no es anhelo de un futuro mejor, sino rencor y desconfianza. La simpat¨ªa con que al principio fueron acogidos los ej¨¦rcitos imperiales se ha trocado en recelo, sobre todo desde la ocupaci¨®n de la ciudadela de Pamplona, de las fortalezas de Barcelona y del castillo de Figueras, con tretas consideradas insidiosas hasta por los franceses que se dicen imparciales, como el propio Marbot. Maniobras que a los espa?oles, sin distinci¨®n de militares o civiles, incluso a los partidarios de una alianza estrecha con el Emperador, han sentado como un pistoletazo.
?Su venganza es terrible cuando se le traiciona.?
Las palabras escritas por Chateaubriand dan vueltas en la cabeza del capit¨¢n franc¨¦s, que contin¨²a rasur¨¢ndose con el esmero que corresponde a un elegante oficial de estado mayor. La palabra venganza, concluye sombr¨ªo, encaja bien con esos ojos oscuros y hostiles que siente clavados en ¨¦l cada vez que sale a la calle; con las navajas de dos palmos que asoman metidas en cada faja, bajo las capas que todos llevan; con los hombres de rostro moreno y patilludo que hablan en voz baja y escupen al suelo; con las mujeres desabridas que insultan sin rebozo a los que llaman franchutes, mosi¨²s y gabachos sin disimular la voz, o pasean descaradas, abanic¨¢ndose envueltas en sus mantillas, ante las bocas de los ca?ones franceses apostados en el Prado. Traici¨®n y venganza, se repite Marbot, inc¨®modo. El pensamiento lo lleva a distraerse un instante, y por eso se hace un corte en la mejilla derecha, entre el jab¨®n que la cubre. Cuando maldice y sacude la mano, una gota roja se desliza por el filo de la navaja de cachas de marfil y cae en la toalla blanca que tiene extendida sobre la mesa, ante el espejo.
Es la primera sangre que se derrama el 2 de mayo de 1808.
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