Un refugio mundano
Santa Maddalena, la casa toscana de Gregor von Rezzori y Beatrice Monti, "est¨¢ cuidadosamente planeada para fomentar que los escritores olviden el mundo exterior y escriban"
Dec¨ªa Bruce Chatwin en un art¨ªculo sobre Santa Maddalena, la casa toscana del escritor Gregor von Rezzori y su mujer Beatrice Monti della Corte, que hay dos tipos de escritores, los que se mueven y los que permanecen quietos. Naturalmente ¨¦l se consideraba de los primeros. La raz¨®n que aduc¨ªa era su fr¨¢gil capacidad de concentraci¨®n, tan fr¨¢gil que se difuminaba ante el m¨ªnimo suceso y lo obligaba a la b¨²squeda constante de nuevos sitios en los que guarecerse. Esa casa del matrimonio Rezzori, y en concreto una torre medieval en la misma finca donde se hallaban las habitaciones de invitados, era uno de los escasos sitios de los que nunca sent¨ªa la necesidad de salir huyendo.
Chatwin visit¨® la casa de los Rezzori con frecuencia desde que a mediados de los setenta trab¨® amistad con ellos y all¨ª trabaj¨® en su mejor novela, Colina negra. Michael Ondaatje fue tambi¨¦n asiduo y en ella escribi¨® partes de El fantasma de Anil. Al igual que otros escritores y amigos, como Bernardo Bertolucci, que pasaron largas temporadas. La hospitalidad era parte del modo de vida que los Rezzori construyeron desde que en 1968 compraron la casa, una granja del siglo XV a 25 kil¨®metros al este de Florencia, y la restauraron para convertirla en su vivienda. Una casa, seg¨²n explica hoy Beatrice Monti, concebida para que su marido escribiera en las mejores condiciones, con la soledad y el confort requeridos. ?Y, si un escritor pod¨ªa, por qu¨¦ no m¨¢s?
Por ella han pasado Colin T¨®ibin, Edmund White, Zadie Smith, John Banville, Andrew Miller, Michael Cunningham o P¨¦ter Esterh¨¢zy
La soledad proviene del entorno. Aislada, en pleno campo, un campo que nada tiene que ver con las amables colinas que vienen a la cabeza al pensar en la Toscana, con vistas sobre el valle del Arno y con olivos y vides en las cercan¨ªas pero asomada al borde de una quebrada boscosa, como una herida verde y abrupta, que forma parte de las ¨²ltimas estribaciones de los Apeninos. El confort, por el contrario, resulta m¨¢s dif¨ªcil de definir, o su significado es m¨¢s inabarcable de lo que la palabra sugiere. Tiene que ver con la personalidad de sus propietarios, con la complejidad de sus vidas y con ese conjunto de h¨¢bitos, creencias y man¨ªas que al final constituye la imagen que proyectamos.
La imagen de Gregor von Rezzori es la que trasciende de sus dos libros autobiogr¨¢ficos publicados en Espa?a (Memorias de un antisemita, el m¨¢s conocido, y el bell¨ªsimo Flores en la nieve). Natural de la Bucovina, cuando ¨¦sta a¨²n pertenec¨ªa al Imperio Austroh¨²ngaro, de una familia de la baja nobleza austriaca, fue testigo, al igual que Joseph Roth, Elias Canetti o Robert Musil, de la descomposici¨®n del territorio regido por los Habsburgo. Nacido austriaco, fue rumano forzoso durante el ef¨ªmero reino de Rumania previo a la Segunda Guerra Mundial, estudi¨® en Viena y Berl¨ªn, se cas¨® con una arist¨®crata prusiana en la posguerra, vivi¨® con pasaporte ap¨¢trida en diversos lugares de Europa y Am¨¦rica y termin¨® afincado en Italia, donde conoci¨® a su segunda esposa, Beatrice Monti. La vida de ¨¦sta no resulta menos intrincada. Hija de un bar¨®n italiano que fue preso de los ingleses por haber formado parte del Gobierno de Mussolini en Etiop¨ªa y de una armenia huida de las matanzas turcas que muri¨® cuando ella ten¨ªa seis a?os, se educ¨® con la ¨²nica compa?¨ªa de la servidumbre en una casa familiar de Capri donde su madrastra la hab¨ªa recluido. Conoci¨®, as¨ª, el esplendor cosmopolita del Capri de la posguerra y, gracias a eso y al consejo de amistades como Curzio Malaparte, abri¨® en los cincuenta una galer¨ªa de arte en Mil¨¢n, que fue una de las primeras en Europa que expuso a los pintores del expresionismo abstracto norteamericano, de muchos de los cuales, como de Cy Twombly, es todav¨ªa amiga.
?De qu¨¦ confort hablamos, entonces? Pues de un confort que no piensa en ba?os jacuzzi ni en aires acondicionados de ¨²ltima generaci¨®n, un confort patricio, refinado y autoconsciente, en el que la est¨¦tica prima sobre la funcionalidad, en el que da igual que los sof¨¢s est¨¦n ra¨ªdos si los suelos los visten alfombras afganas, si de las paredes cuelgan, en atinada mezcolanza, dibujos de Oldemburg y Giacometti junto al retrato de una cortesana veneciana del siglo XVI, si la habitaci¨®n principal es una biblioteca con lo mejor de la literatura universal y si cada uno de los m¨²ltiples objetos que pueblan las mesas y las librer¨ªas tiene una historia para ser contada.
Bruce Chatwin muri¨® en 1989. Su anfitri¨®n, Gregor von Rezzori, lo hizo en 1998. Sin embargo, Santa Maddalena contin¨²a abierta y en ella siguen recalando escritores, con m¨¢s frecuencia si cabe que antes. Es a¨²n el domicilio de Beatrice cuando no est¨¢ en su apartamento neoyorquino, pero, adem¨¢s, desde el a?o 2000, es una peculiar residencia de escritores. Si se hiciera un baremo superficial de las instituciones similares existentes en Europa, Santa Maddalena no destacar¨ªa. Los escritores no reciben dinero (ni siquiera se les paga el viaje), la estancia es m¨¢s bien breve (dos meses como m¨¢ximo) y su sede no est¨¢ en una gran ciudad, pero por ella han pasado, en cambio, Colin T¨®ibin, Edmund White, Zadie Smith, John Banville, Andrew Miller, Michael Cunningham o P¨¦ter Esterh¨¢zy.
En Santa Maddalena, se entra con recelo y se sale at¨®nito. El recelo comienza al recibir la inesperada invitaci¨®n, pues, a diferencia de otras residencias, Santa Maddalena no atiende solicitudes; prosigue al ser informado de las normas, la principal de las cuales es cenar con la anfitriona todas las noches vestido correctamente; y culmina en el momento de la llegada al ingresar por la cocina en una casa que es precisamente eso, una casa. Todo resulta tan chocante que los primeros d¨ªas resulta tentador concluir que ¨¦se es el principal objetivo de su creadora, desconcertar. Luego, hecho al lugar y habituado al trato familiar con ella, uno comprende que, aun cuando para Beatrice Monti evitar la convenci¨®n es casi una profesi¨®n de fe, su residencia est¨¢ cuidadosamente planeada para fomentar que los escritores olviden el mundo exterior y escriban. Lo que la singulariza, el obligado protocolo o la conversaci¨®n inteligente de la anfitriona, lejos de resultar inc¨®modos, alientan el trabajo como un conveniente cors¨¦ de disciplina.
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