Una generaci¨®n de sordos
Los recientes abusos de algunos masterizadores ya eran conocidos -y padecidos- tanto por los profesionales de la radio como por los pinchadiscos que trabajan con CD. En la radio, los t¨¦cnicos se han habituado a lidiar con novedades que suenan como bofetadas, mandando los indicadores al rojo. En un club, el discjockey despistado descubre que sus llenapistas de siempre quedan deslucidos por la apabullante masa sonora de discos frescos. Confuso, debe apresurarse a ecualizar sobre la marcha algo que te¨®ricamente era una secuencia perfecta de ritmos y canciones.
Por el contrario, puede chocar que no se registren reacciones de los consumidores de a pie, que s¨ª reniegan cotidianamente contra los excesos de volumen en las pausas publicitarias de las televisiones. La sospecha: formamos parte de unas generaciones cuyo sentido del o¨ªdo se ha ido deteriorando paulatinamente. Agredidos por el estruendo urbano, incluyendo a esos mel¨®manos efusivos que convierten sus coches en discotecas ambulantes, nos refugiamos en nuestra fonoesfera particular, mediante receptores de FM o reproductores de MP3.
Este concepto de autodefensa sonora parece correcto: pretendemos regular lo que llega a nuestras orejas. Falla en la pr¨¢ctica cuando nos introducimos los diminutos auriculares que acompa?an a los equipos de audio personal, verdaderos ca?ones que castigan los t¨ªmpanos y generan zumbidos. Quiz¨¢s estemos condenados a quedarnos medio sordos, igual que famosos m¨²sicos -Pete Townshend, Eric Clapton, Phil Collins- que no supieron protegerse contra los excesos de amplificaci¨®n que definieron la expansi¨®n del rock como fen¨®meno social. Aunque convendr¨ªa puntualizar: similares problemas de p¨¦rdida auditiva tienen artistas tan escasamente rockeros como Barbra Streisand o Al Jarreau.
Finalmente, somos v¨ªctimas de nuestro tiempo. Mientras aumenta la sofisticaci¨®n de las t¨¦cnicas de grabaci¨®n, disminuye la calidad de los soportes en los que escuchamos el resultado final. Nunca ha habido m¨¢s m¨²sica disponible, pero estamos perdiendo la capacidad, incluso fisiol¨®gica, para paladearla. Y no hay ministerio de salud que advierta de lo obvio: que la fast music puede resultar tan da?ina como la fast food.
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