Polvo, ceniza, nada
Vamos al Rastro cada domingo desde hace unos treinta a?os, y no ha habido un solo rastro igual a otro. Quiz¨¢ haya sido ¨¦sta la raz¨®n por la cual ha perseverado uno a lo largo de tanto tiempo, tenaz y candorosamente y a menudo en condiciones extremas, desde las siete y media de la ma?ana, con fr¨ªo y viento, con sue?o y con cansancio, en invierno antes de que salga el sol, y casi siempre con poco dinero, que es la m¨¢s penosa, inclemente y parad¨®jica condici¨®n para ir al Rastro, ya que de todos modos va uno all¨ª a comprar las cosas baratas y sabiendo que lo ¨²ltimo ser¨ªa confundir valor y precio. Pero lo cierto es que no s¨®lo le ha movido a uno el plebeyo y leg¨ªtimo placer del regateo. Al contrario, dir¨ªa que ¨¦ste ha estado siempre en segundo lugar. Uno va al Rastro a encontrar, a encontrarse m¨¢s bien, con algo que no hallar¨¢ en ninguna otra parte, algo genuino, original, extra?o, inesperado: no ya el mapa del tesoro, o el tesoro mismo, sino la clave de su vida, un arcano imposible. Ese d¨ªa no ha llegado a¨²n, y por eso, dec¨ªa, sigue yendo uno all¨ª, en invierno y en verano, con fr¨ªo o con calor, llevado por la vaga esperanza de que salga a nuestro encuentro la ¨²ltima verdad de nuestra vida, acaso nuestros propios despojos anticipados. Es decir, va uno a buscar algo que no est¨¢ en venta. De hecho en todo este tiempo lo m¨¢s valioso que ha mercado uno le ha salido gratis: el despertar de los gorriones, el sol en la vieja chimenea de la f¨¢brica de gas, las sentencias memorables de los patriarcas gitanos, las gracias de los p¨ªcaros, la musiquilla que levantan tras de s¨ª las ilusiones...
S¨®lo se encuentra, reconoci¨¦ndolo, lo que uno lleva consigo dentro, lo cual no es sino la aplicaci¨®n de la teor¨ªa plat¨®nica al mundo de la pesquisa
He visitado los rastros de otras ciudades, las Pulgas y el fabuloso Mercado Brassens de Par¨ªs, Portobello y los Camden de Londres, la Lagunilla de M¨¦xico y el San Telmo de Buenos Aires, el Trist¨¢n Narvaja de Montevideo y el m¨ªsero de Bogot¨¢, el decepcionante Porta Portese de Roma y los arrabaleros Encantes de Barcelona, y muchos otros, claro, de los oscuros burgos espa?oles, pero ninguno se parece a nuestro descacharrado Rastro de Madrid, espejo de lo que Moreno Villa llamaba, paradigma de lo espa?ol, "pobreter¨ªa y locura".
A lo largo de estos treinta a?os ha pasado uno en ¨¦l muchas horas, ha conocido a cientos de rastreros, almonedistas, aljabibes, zarracatines, anticuarios, alfarrabistas, pordioseros, descuideros, improvisados, basuristas, barateros, vagabundos, y ellos le han conocido a uno. Con muchos hemos hecho tratos en el l¨ªrico y ultra¨ªsta Campillo del Mundo Nuevo, que en tiempos de Gald¨®s y Baroja se llamaba las Am¨¦ricas, y en esa provinciana plaza de Vara del Rey que en primavera, sombreada por los casta?os de Indias en flor, es casi bonita, y en las calles del Carnero, de Mira el R¨ªo o de Carlos Arniches, donde hab¨ªa hasta hace poco una corrala tan destartalada como todas y cada una de las criaturas solanescas que vend¨ªan en aquel patio sus piltrafas. En estos treinta a?os ha celebrado uno los hallazgos y se ha entristecido no siempre de forma deportiva por todo lo que se le fue o dej¨® ir, de manera insensata, olvid¨¢ndose de la ¨²nica m¨¢xima ¨²til: ¨²nicamente nos arrepentimos y nos acordaremos, a veces durante toda la vida, de lo que no hemos podido comprar por insolvencia o de lo que abandonamos por indecisi¨®n. Lo que compramos, a veces fruto de un capricho pasajero, lo olvidaremos pronto. ?Qu¨¦ significa esto? Que s¨®lo lo fugitivo permanece y dura, para decirlo con un verso famoso, y, una vez m¨¢s, que en el Rastro es donde se anuncian las cosas, no donde acontecen, de ah¨ª ese car¨¢cter suyo fantasmal y enmascarado.
Tal vez por ello el Rastro desespere a tanta gente, que parece apartarse de ¨¦l desenga?ada, a veces furiosa, bien porque no ha encontrado el objeto de su deseo bien porque ha visto c¨®mo acababa en otras manos, sin comprender que el deseo es siempre inalcanzable. La dedicatoria que figura en el libro que lleva uno escribiendo sobre el Rastro, desde ni se sabe cu¨¢ndo, dice textual: "A quienes nunca encuentran nada". Cuando mi hijo menor atraves¨®, hacia sus diez o doce a?os, su fase de corsario, pidi¨® acompa?arme para buscar all¨ª un florete, una espada, un sable. Le val¨ªa cualquier hierro buido con el que pudiera esgrimir sus acuciantes ansias de aventura. Le confes¨® uno entonces que en el tiempo que llevaba yendo al Rastro jam¨¢s hab¨ªa visto ni tenido noticias de sables, espadas o floretes. Con todo, insisti¨® en ir, y ese d¨ªa, apenas puso el pie en el Campillo, mi hijo descubri¨® su primera espada y otras cinco m¨¢s, donde elegir. Pens¨¦ que hab¨ªa sido una casualidad, pero lo cierto es que a partir de entonces fui fij¨¢ndome, y pude comprobar que las espadas comparec¨ªan cada semana como cualquiera otra de las mercanc¨ªas all¨ª convocadas. Esta experiencia estuvo en el origen de la segunda ley universal del Rastro, tal vez la que podr¨ªa evitar muchas tontas desesperaciones y fantaseos: s¨®lo se encuentra, reconoci¨¦ndolo, lo que uno lleva consigo dentro, lo cual, dicho sea de paso, no es sino la aplicaci¨®n de la teor¨ªa plat¨®nica al mundo de la pesquisa.
La nuestra ha sido siempre la de los libros y los papeles viejos, la de los cuadros sin pedigr¨ª, la de las pobres criaturas que parecen, como los perros callejeros, estar esperando un amo con el que dar fin a sus penalidades e intemperies. Hablo en plural, porque desde hace treinta a?os hemos ido siempre juntos: el poeta y cr¨ªtico de arte Juan Manuel Bonet, el pintor Jos¨¦ V¨¢zquez Cereijo y yo mismo. Nos llev¨® al Rastro, entre otras cosas, la b¨²squeda de los libros de G¨®mez de la Serna, de Gald¨®s, de Baroja, de Azor¨ªn, de Juan Ram¨®n, de los Machado, de Valle, de D'Ors, de Fort¨²n y Canedo, de S¨¢nchez Mazas, de Jim¨¦nez Fraud, de Coss¨ªo o de tantos escritores espa?oles cuyas obras, agotadas, difamadas u olvidadas, hac¨ªa mucho tiempo hab¨ªan sido expulsadas de la mis¨¦rrima cultura espa?ola de entonces. En aquellos autores, tachados a menudo de menores, garbanceros, castizos o reaccionarios, descubrimos nosotros una verdad propia s¨®lo de los cl¨¢sicos: que lo llamado a ocupar el alto cielo suele nacer de unas cenizas, y al Rastro va uno a eso, a constatar que somos, como se lee en el sepulcro del cardenal Portocarrero, "polvo, ceniza, nada".
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