La voz de los huesos
?sta es la historia del Equipo de Antropolog¨ªa Forense, un colectivo humano que rastrea las huellas del horror
No es grande: cuatro por cuatro apenas, y una ventana por la que entra una luz grumosa, celeste. El techo es alto. Las paredes, blancas sin mucho esmero. El cuarto -un departamento antiguo en pleno Once, un barrio comercial de la ciudad de Buenos Aires- es discreto: nadie llega aqu¨ª por equivocaci¨®n. El piso de madera est¨¢ cubierto por diarios, y, sobre los diarios, hay un su¨¦ter a rayas -roto-, un zapato retorcido como una lengua r¨ªgida, algunas medias. Todo lo dem¨¢s son huesos. Tibias y f¨¦mures, v¨¦rtebras y cr¨¢neos, pelvis, mand¨ªbulas, los dientes, costillas en pedazos. Son las cuatro de la tarde de un jueves de noviembre. Patricia Bernardi est¨¢ parada en el vano de la puerta. Tiene los ojos grandes, el pelo corto. Toma un f¨¦mur lacio y lo apoya sobre su muslo.
-Los huesos de mujer son gr¨¢ciles.
Y es verdad: los huesos de mujer son gr¨¢ciles.
ENTRE 1976 Y DICIEMBRE de 1983, la dictadura militar en Argentina secuestr¨® y ejecut¨® a miles de personas, que fueron enterradas como NN en cementerios y tumbas clandestinas. En mayo de 1984, ya en democracia, siete miembros de la Asociaci¨®n Americana por el Avance de la Ciencia llegaron al pa¨ªs. Entre ellos, un antrop¨®logo forense -un especialista en la identificaci¨®n de restos ¨®seos: alguien que puede leer all¨ª los rastros de la vida y de la muerte- llamado Clyde Snow.
Nacido en Tejas en 1928 Snownow ten¨ªa su prestigio: hab¨ªa identificado los restos de Josef Mengele en Brasil. Por lo dem¨¢s, beb¨ªa como un cosaco, usaba sombrero tejano, botas ¨ªdem, y estaba habituado a vivir en un pa¨ªs donde los criminales eran individuos que mataban a otros, no una m¨¢quina estatal que tragaba personas y escup¨ªa sus huesos. En ese primer viaje dio una conferencia sobre ciencias forenses y desaparecidos, y la traductora, abrumada por la cantidad de intraducibles t¨¦rminos t¨¦cnicos, renunci¨® en la mitad. Entonces un hombre rubio, todo carisma, dijo: yo puedo, yo s¨¦ ingl¨¦s. Y as¨ª fue como Morris Tidball Binz, de 26 a?os, estudiante de medicina, se cruz¨® en la vida de Clyde Snow. Durante las semanas que siguieron, aunque no hab¨ªa venido para eso, Snow particip¨® de algunas exhumaciones a petici¨®n de un juez. En el mes de junio, cuando tuvo que exhumar siete cuerpos de un cementerio del suburbio, decidi¨® enviar una carta al Colegio de Graduados en Antropolog¨ªa solicitando colaboraci¨®n. Pero no tuvo respuesta. Y fue entonces cuando Morris Tidball Binz dijo: "Yo tengo unos amigos". Los amigos de Morris eran uno: se llamaba Douglas Cairns, estudiaba antropolog¨ªa en la Universidad de Buenos Aires y esparci¨® el mensaje -"hay un gringo que busca gente para exhumar restos de desaparecidos"- entre sus compa?eros de estudios: Patricia Bernardi, Luis Fondebrider, Mercedes Doretti. Y as¨ª fue como una tarde de 1984 los tres estudiantes se encontraron con Clyde Snow -y con Morris Tidball Binz- en un hotel del centro de Buenos Aires.
Identificaron los restos del hijo de Juan Gelman y tambi¨¦n los del Che Guevara
-Cuando Clyde nos explic¨® lo que quer¨ªa hacer le dijimos que lo ¨ªbamos a pensar -dice Patricia Bernardi-. El pa¨ªs estaba muy inestable, ten¨ªamos miedo. Pero decidimos que ¨ªbamos a probar. Fuimos al cementerio al d¨ªa siguiente, y cuando empezaron a aparecer los huesos? Una cosa es desenterrar un lobo marino, y otra cosa, un cr¨¢neo. Creo que ¨¦sa fue la exhumaci¨®n m¨¢s larga de mi vida.
Pero siguieron tantas. Entre 1984 y 1989, Clyde Snow pas¨® m¨¢s de veinte meses en Argentina, y en cada uno de sus viajes los estudiantes le acompa?aron a hacer exhumaciones, intern¨¢ndose de a poco en las aguas de esa profesi¨®n que no ten¨ªa -en el pa¨ªs- antecedentes ni prestigio. En 1987 se inscribieron como asociaci¨®n civil sin fines de lucro, bajo el nombre de Equipo Argentino de Antropolog¨ªa Forense, con el objetivo de practicar "la antropolog¨ªa forense aplicada a los casos de violencia de Estado, violaci¨®n de derechos humanos, delitos de lesa humanidad", y se unieron al grupo Dar¨ªo Olmo, Alejandro Inch¨¢urregui, Carlos Somigliana (Maco), Silvana Turner y Anah¨ª Ginarte.
En 1988, cuando fueron convocados como peritos para excavar en el sector 134 del cementerio de Avellaneda, un suburbio de Buenos Aires donde los militares hab¨ªan enterrado a cientos, pocos de ellos ten¨ªan m¨¢s de 22. La fosa de Avellaneda permaneci¨® abierta dos a?os, y sacaron de all¨ª 336 cuerpos, casi todos con heridas de bala en el cr¨¢neo, muchos todav¨ªa sin identificar.
Desde entonces, el equipo intervino en m¨¢s de treinta pa¨ªses contratado por Naciones Unidas, el Comit¨¦ Internacional de la Cruz Roja y la comisi¨®n presidencial para la b¨²squeda de los restos del Che Guevara, entre otros. Durante mucho tiempo no fueron m¨¢s de 12, pero a principios de siglo la posibilidad de aplicar las t¨¦cnicas de ADN a los huesos oblig¨® a muchas incorporaciones. Ahora son 37, y Luis Fondebrider, Mercedes Doretti y Patricia Bernardi, los ¨²nicos que quedan del grupo original. Opacos, discretos, casi desconocidos en su pa¨ªs, cada tanto la identificaci¨®n de alguien -Marcelo Gelman, desaparecido en 1976, hijo del poeta argentino Juan Gelman; el Che Guevara; Azucena Villaflor, fundadora de Madres de Plaza de Mayo- los empuja a la primera plana de los diarios. Pero a quien pregunte por sus muertos notorios responder¨¢n lo mismo.
-Para nosotros -dice Luis Fondebrider-, todos son personas.
ENCONTRAR LA IDENTIDAD DE UNA PERSONA NO ES S?LO UN TRABAJO, ES UNA FORMA DE VIDA
En septiembre pasado, Mercedes Doretti recibi¨® una beca de la Fundaci¨®n Mac Arthur, dotada de 500.000 d¨®lares, y como hacen e hicieron siempre con las becas, los premios y los sueldos de las misiones internacionales, don¨® el dinero al fondo com¨²n con que el equipo -ayudado por donantes privados europeos y norteamericanos, y por algunos Gobiernos europeos- se financia.
-La beca es personal -dice Mercedes Doretti-, pero yo no trabajo sola.
EL EQUIPO ARGENTINO de Antropolog¨ªa Forense tiene sus oficinas en dos departamentos id¨¦nticos, primer y segundo piso de un edificio antiguo de estilo franc¨¦s del barrio de Once. Alrededor hay vendedores ambulantes, quioscos, supermercados, autom¨®viles: la banda de sonido de una ciudad en uno de sus rincones ¨¢lgidos. Los dos departamentos tienen la misma cantidad de cuartos, los mismos ba?os, cocina al fondo. En el piso inferior, que llaman laboratorio, Sof¨ªa Ega?a -en el equipo desde 1999- hace clic con el rat¨®n y una foto se abre en la pantalla de su ordenador: un cr¨¢neo. Otro clic: el cr¨¢neo y su orificio.
-Hace m¨¢s de once a?os que estoy viajando. No tengo armario. Tengo dos maletas. Pero cuando se junta el hueso con la historia, todo cobra sentido.
Al final de un pasillo hay un cuarto oscuro, angosto. Las paredes est¨¢n cubiertas por estantes que trepan hasta el techo, y en los estantes hay cajas de cart¨®n de tama?o discreto.
-Cada caja es una persona. Ah¨ª guardamos los huesos.
Al frente, en dos o tres habitaciones luminosas, cinco mujeres j¨®venes se inclinan sobre mesas largas cubiertas por papel verde. En las mesas hay, claro, esqueletos.
EN EL PISO SUPERIOR, el escritorio de Silvana Turner est¨¢ rodeado por cajas que dicen "Kosovo", "Togo", "Sur¨¢frica", "Timor": la ruta de las mejores masacres del siglo que pas¨®. Silvana lleva el pelo corto, el rostro limpio.
-En otros pa¨ªses es impensable que la persona que estudia los restos haya hecho la entrevista con el familiar, haya ido al campo a recuperar los restos y se encargue de hacer la devoluci¨®n. Nosotros hemos hecho eso siempre. Pero si el familiar no tiene deseos de recuperar los restos, no intervenimos.
En todos estos a?os lograron 300 identificaciones con restituci¨®n de restos, y pudieron conocer el destino de 300 personas m¨¢s cuyos cuerpos nunca fueron encontrados.
A metros de all¨ª, en un cuarto contiguo, hay m¨¢s cajas, rotuladas con nombres de cementerios: "La Plata", "San Mart¨ªn", "Ezpeleta", "Lomas de Zamora", "Ezeiza"?
Miran, pegan y rastrean cualquier lesi¨®n provocada por golpes o balas
La tarea fue amplia. La obra puede ser interminable
-Este trabajo tiene una cosa que parece como muy manida -dice Mercedes Salado, espa?ola, bi¨®loga, en el equipo desde 1997, la voz un susurro cuidadoso-. Y es que esto no es un trabajo, sino una forma de vida. Est¨¢ por encima de tu familia, de tu pareja; por encima de tu perspectiva de tener hijos. Y en el fondo es tan peque?o? ?Qu¨¦ haces? Encuentras la identidad de una persona. Es la respuesta que la familia necesitaba desde hace tanto tiempo? y ya. Y eso es todo. Pero cuando informas a la familia, y les ves los rostros, encuentras el sentido.
Abajo, en una de las oficinas del laboratorio, habr¨¢ durante d¨ªas un ata¨²d peque?o. Lo llaman urna. En urnas como ¨¦sas devuelven los huesos a sus due?os.
LLUEVE, PERO DENTRO es seco, tibio. Es martes, pero es igual.
-?Ves? -dice una mujer con rostro de camafeo, una belleza oval-. Esto, la parte interna, se llama hueso esponjoso. Y hueso cortical es la externa.
Bajo sus dedos, el esqueleto parece una extra?a criatura de mar, al aire sus zonas esponjosas. Cuando termine de reconstruir -de numerar sus partes, sus lesiones; de extender lo que queda de ¨¦l sobre la mesa- el esqueleto volver¨¢ a su caja, y esa peque?a paciencia de la mujer oval terminar¨¢, a?os despu¨¦s -si hay suerte-, con un nombre, un ata¨²d del tama?o de un f¨¦mur y una familia llorando por segunda vez, quiz¨¢ por ¨²ltima.
En el vidrio de una de las ventanas que da a la calle hay un papel pegado: la cuadr¨ªcula de una fosa, el esquema de 16 esqueletos. Al pie de cada uno hay anotaciones: cinco proyectiles 9 mil¨ªmetros, desdentado en maxilar superior. Ninguno tiene nombre, pero s¨ª edad -30 en promedio- y sexo: casi todos hombres. Desde la calle, cualquiera que mire hacia arriba puede ver ese papel pegado a la ventana. Pero lo que se ver¨ªa desde all¨ª es una hoja en blanco. Y de todos modos, nadie mira.
EL D?A ES GRIS. Patricia Bernardi toma el tel¨¦fono, marca un n¨²mero, y alguien atiende.
-S¨ª, buenas tardes, estoy buscando a la se?ora X.
-Ah, buenas tardes, se?ora. Habla Patricia Bernardi, del Equipo Argentino de Antropolog¨ªa Forense. No s¨¦ si sabe a qu¨¦ se dedica esta instituci¨®n.
-Bueno, muchas gracias, adi¨®s.
El tono de Patricia es dulce y no hay fastidio cuando cuelga: cuando no la quieren atender. En 2007, cuando se cumplieron a?os de la muerte del Che, los medios sacaron sus m¨¢quinas de hacer efem¨¦rides y todas apuntaron a los miembros del equipo que, convocados por el Gobierno cubano, hab¨ªan estado all¨ª.
-A veces me siento obligada a decir que fue un orgullo haber participado en esa exhumaci¨®n, pero era todo muy tenso. Y fueron los cubanos los que encontraron la fosa. Nosotros estuvimos cinco meses, y volvimos cuando encontraron la fosa del Che, en julio de 1997. A m¨ª lo que s¨ª me marc¨® un antes y un despu¨¦s fue El Pet¨¦n, en Guatemala. Ah¨ª, en 1982, un pelot¨®n del Ej¨¦rcito ejecut¨® a cientos de pobladores. Nosotros sacamos 162 cuerpos. En su mayor¨ªa chicos menores de 12 a?os. Y no ten¨ªan heridas de bala porque para ahorrar proyectiles les daban la cabeza contra el borde del pozo y los arrojaban. Llega un momento que te acostumbr¨¢s a los huesitos chiquitos, porque son muy lindos, hermosos, perfectos. Pero lo que te tra¨ªa a la realidad era lo asociado.
Lo asociado.
-Los juguetes.
A MEDIADOS DE 2007, el equipo, la Secretar¨ªa de Derechos Humanos de la Naci¨®n y el Ministerio de Salud firmaron un convenio para crear un banco de datos gen¨¦ticos de familiares de desaparecidos a trav¨¦s de una campa?a que solicita una muestra de sangre para cotejar el ADN con el de 600 restos que todav¨ªa no han podido ser identificados. El proyecto se llama Iniciativa Latinoamericana para la Identificaci¨®n de Personas Desaparecidas. En 2008 planean hacer una convocatoria en Espa?a para contactar con los familiares exiliados durante la dictadura, y hace d¨ªas que aqu¨ª no se habla de otra cosa: de la iniciativa que se iniciar¨¢.
Esta ma?ana, Mercedes Salado y Sof¨ªa Ega?a revolotean alrededor de un hombre encargado de instalar la impresora de c¨®digos de barras de la que saldr¨¢n miles de etiquetas que identificar¨¢n la sangre de los familiares.
-A ver, vamos a probar -dice el hombre.
Aprieta un comando y la peque?a impresora se estremece, tiembla como un h¨¢mster y escupe uno, dos, diez, veinte c¨®digos de barras.
-Es muy emocionante -dice Mercedes-. Llevamos a?os esperando esto.
En los d¨ªas que siguen, todos se dedicar¨¢n a una tarea c¨¢ndida: ensobrar formularios para enviar a los cuatro rincones del pa¨ªs.
Un d¨ªa, ya de noche, Mercedes Salado, descalza, sentada en el piso junto a una caja repleta de sobres, fuma y conversa con Patricia Bernardi.
-Si logran identificar a todos se van a quedar sin trabajo.
-Ojal¨¢.
Una radio esparce una canci¨®n. I will survive.
EN LA OFICINA de Carlos Somigliana, Maco, hay profusi¨®n de papeles que buscan su lugar como en un camarote demasiado chico. Desde que entr¨® en el Equipo Argentino de Antropolog¨ªa Forense se dedic¨® a atar cabos y a ense?ar a los dem¨¢s a hacer lo mismo: buscar testimonios, cruzar informaci¨®n.
-Mientras el Estado llevaba adelante una campa?a de represi¨®n clandestina, segu¨ªa registrando cosas con su aparato burocr¨¢tico. Es como una rueda grande y una rueda peque?a. Vos pod¨¦s conocer lo que pasa en la primera por lo que pasa en la segunda. Es un reflejo. Y como en cualquier reflejo, te acostumbr¨¢s a mirar mejor. A entender el reflejo.
-?Podr¨ªas vivir sin hacer esto?
-S¨ª. Yo quiero terminar este trabajo. Llegar a hacer el mayor n¨²mero de identificaciones posible. Para m¨ª es importante creer que puedo prescindir.
MUJERES J?VENES -piercings varios, pantalones enormes, camisetas superpuestas: Mariana, Selva, Vicky, Mariela, Alejandra, Celeste, Gabriela- se afanan sobre las mesas del laboratorio. Semana a semana, como si una marea caprichosa interminable los llevara hasta ah¨ª -m¨¢s y menos enteros, m¨¢s y menos lustrosos-, los esqueletos cambian.
-Est¨¢n mezclados. Ya tengo cinco mand¨ªbulas, cinco individuos por lo menos -dice Gabriela mientras pega dos fragmentos de hueso entre s¨ª.
Son horas de eso: mirar y pegar, y despu¨¦s todav¨ªa rastrear lesiones compatibles con golpes o balas, y despu¨¦s aplicar la burocracia: tomar nota de todo en fichas infinitas.
En un rato habr¨¢ un clima de euforia y desconcierto: un cr¨¢neo al que cre¨ªan un error no result¨® lo que pensaban: un intruso. La buena noticia -la mala noticia- es que despu¨¦s de varias pruebas el cr¨¢neo result¨® ser, en efecto, el cr¨¢neo de un desaparecido. Lo levantan, lo miran como a una fruta m¨¢gica, magn¨ªfica.
-?Y si es el padre de??
Es una buena tarde. Por tanto. Por tan poco.
DIEZ DE LA MA?ANA. El cielo, sin una nube. El cementerio de La Plata se prodiga en b¨®?vedas, despu¨¦s en l¨¢pidas, despu¨¦s en cruces. Y all¨ª, entre esas cruces, hay tres tumbas abiertas. Alrededor, pilas de tierra, baldes, palas: cosas con las que juegan los ni?os. Bajo los ¨¢rboles, al pie de una fosa, Patricia Bernardi habla con una mujer de rasgos afilados. La mujer est¨¢ aqu¨ª por los restos de Stella Maris, de 23 a?os, una de sus hermanas, desaparecida, y Patricia le explica que aun cuando encuentren restos, debe tener paciencia: el proceso de identificaci¨®n puede ser largo.
-Tuvimos treinta a?os de paciencia -dice la mujer-. Podemos tener m¨¢s.
Despu¨¦s, Patricia se zambulle, se agacha, limpia paciente con un pincel, paciente tambi¨¦n con una pala.
-Ac¨¢ hay un proyectil, en el hemit¨®rax izquierdo?
En otra de las fosas, alguien encuentra un su¨¦ter a rayas, un zapato, un cr¨¢neo con tres balazos, redondos como tres bocas de pez. Los huesos de mujer son gr¨¢ciles.
Ma?ana, en un cuarto discreto del barrio de Once, sobre los diarios con noticias de ayer y bajo la luz grumosa de la tarde, se secar¨¢n los huesos, el su¨¦ter roto, el zapato como una lengua r¨ªgida.
Pero ahora, en el cementerio, la tarde es un velo celeste apenas roto por la brisa fina.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.