Antes del diluvio
Cada fin de a?o, como peque?os y en¨¦rgicos dioses, los editores de los suplementos literarios encargan, a ciertos modestos No¨¦s, la construcci¨®n de arcas literarias para salvar del olvido unos cuantos libros recientes.
Menos generosas que su ilustre modelo, las listas de elegidos son necesariamente fragmentarias: suben por la estrecha rampa alg¨²n ursino Vila-Matas, alguna Rosa Montero variopinta, un tr¨ªo de Javier Mar¨ªas, un Juan Goytisolo solitario y singular. Pocas veces las listas coinciden. "En la literatura como en el amor", escribi¨® el alguna vez ilustre y ahora nada recordado Andr¨¦ Maurois, "suele sorprendernos lo que los otros eligen".
Si, como dice el Eclesiast¨¦s, "no hay fin de hacer muchos libros y el mucho estudio aflicci¨®n es de la carne", entonces para algo servir¨¢n esas listas que resumen cat¨¢logos y proponen atajos. Las primeras fueron establecidas en Alejandr¨ªa donde, para guiar a los lectores por los infinitos anaqueles de la Biblioteca, los bibliotecarios propusieron selecciones comentadas de los libros que, en su opini¨®n, eran los mejores en cada ¨¢rea. La autoridad de estos eruditos avalaba sus listas; en estos casos, como bien sabemos, es mejor conocer a la madre del borrego.
Agradezco al listero que me propone, como ficciones magistrales, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos; La buena terrorista, de Doris Lessing, y la Historia universal de la infamia, de Jorge Luis Borges. Pero no es lo mismo que la propuesta venga de mi librero favorito o que la sugiera un cierto coronel Gaddafi. Los libros cambian con sus lectores.
Es que aquello que los lectores eligen no define la fauna literaria, define a sus lectores. Mejores, peores, m¨¢s importantes, m¨¢s divertidos, los libros de nuestras listas son el cat¨¢logo de nuestras propias calidades, defectos, inteligencia, emociones que cambian con la edad y con la experiencia.
Adolfo Bioy Casares cuenta que en su primer encuentro con Borges ¨¦ste le pregunt¨® a qu¨¦ autores admiraba m¨¢s "en este siglo o en cualquier otro". "A Gabriel Mir¨®, a Azor¨ªn, a James Joyce", contest¨® el joven ecl¨¦ctico.
Respuestas igualmente desconcertantes aparecen cada mes de diciembre en los suplementos literarios del mundo entero. "?stos son los autores norteamericanos m¨¢s importantes de todos los tiempos", proclam¨® hace algunas navidades la revista francesa Lire: "Raymond Chandler, Faulkner, John Fante". Hace unas semanas, Michel Tournier (que no ten¨ªa hasta ahora reputaci¨®n de idiota) eligi¨® como libro del a?o en The Times Literary Supplement la nueva novela de Am¨¨lie Nothomb, Ni d'Eve ni d'Adam, que ya hab¨ªa propuesto, naturalmente sin ¨¦xito, para el Premio Goncourt. En cierto diario italiano, un c¨¦lebre cr¨ªtico de cuyo nombre no quiero acordarme, coron¨® como el mejor libro de 2007 la obra completa de Dario Fo, "el Shakespeare del siglo veinte", juicio que, si exacto, har¨ªa de Shakespeare el Dario Fo del siglo diecisiete. "Sobre gustos no hay nada escrito", escribi¨® alguien que nunca abri¨® un suplemento literario.
Oscar Wilde arguy¨® que hacer listas de lo que hay que leer es una tarea in¨²til o perniciosa, puesto que un aut¨¦ntico aprecio por la literatura es siempre cuesti¨®n de temperamento y no puede ser ense?ado. Propuso en cambio listas de lo que no hay que leer: las obras teatrales de Voltaire, la Inglaterra de Hume, la Historia de la filosof¨ªa de Lewes... Siguiendo su ejemplo, Mark Twain opin¨® que la mejor forma de iniciar una biblioteca es evitar las novelas de Jane Austen. Prevenir, dicen, es mejor que curar. ?Se atrever¨¢n nuestros suplementos literarios a tales osadas alternativas? -
Alberto Manguel es autor de La biblioteca de noche (Alianza).
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