Hijo predilecto, hijo pr¨®digo
En 1965, en un rinc¨®n apartado de la Universidad de Tejas, donde era estudiante de doctorado, J. M. Coetzee tuvo en sus manos el manuscrito de Watt, la novela que Samuel Beckett escribi¨® mientras se escond¨ªa de los alemanes en la Francia ocupada. Le sorprendi¨® no descubrir ning¨²n signo de desasosiego ni angustia en aquellas p¨¢ginas pulcras: no ya un rastro de la incertidumbre y del avance a tientas de una escritura sometida a la presi¨®n de una m¨¢xima exigencia, sino tampoco del hecho de que aquel hombre, Beckett, mientras escrib¨ªa, estaba en peligro de ser detenido y torturado, probablemente fusilado por pertenecer a la Resistencia.
En Tejas, reci¨¦n llegado de Europa, Coetzee se sentir¨ªa mucho m¨¢s extranjero que Beckett en Francia, o que su otro maestro, Franz Kafka, en la ciudad parad¨®jica en la que hab¨ªa nacido y vivido siempre y en la que sin embargo no tuvo nunca la sensaci¨®n de pertenecer plenamente. En Tejas no sent¨ªa que pudiera establecer v¨ªnculos de cercan¨ªa con el paisaje ni con las personas, que le hablaban en un idioma que era el suyo y en el que sin embargo no se sent¨ªa capaz de percibir matices. Tampoco sent¨ªa nostalgia del pa¨ªs del que hab¨ªa llegado, Inglaterra, que le resultaba igualmente ajeno aunque hubiese vivido en ¨¦l los a?os decisivos del final de la adolescencia y la primera juventud. Si a?oraba algo era su tierra de origen, Sur¨¢frica, no tanto lugares concretos como una sensaci¨®n liberadora de espacio abierto y vac¨ªo. Pero en la Sur¨¢frica del apartheid tampoco era posible abrigar un sentimiento confortable de pertenencia: blanco para mayor¨ªa negra sometida, enemigo de la segregaci¨®n y por lo tanto renegado para los que hubieran sido los suyos, los que se le parec¨ªan en el origen y en el tono de la piel.
Parece que Coetzee va buscando un ensa?amiento de su extranjer¨ªa, eligiendo lugares apartados, que se nos vuelven m¨¢s lejanos a¨²n porque carecemos de referencias precisas sobre ellos
Como Kafka o Beckett, parece que J. M. Coetzee va buscando un ensa?amiento de su extranjer¨ªa, eligiendo para vivir lugares apartados, casi espacios gen¨¦ricos que se nos vuelven m¨¢s lejanos a¨²n porque carecemos de referencias precisas sobre ellos, porque no sabemos atribuirles una identidad visual: hizo el doctorado -sobre Beckett- en Tejas; fue profesor en Buffalo, ciudad casi fantasma al norte del Estado de Nueva York; ahora vive en Adelaida, Australia. En 2002 dej¨® para siempre su pa¨ªs. Un a?o despu¨¦s le dieron el Premio Nobel. Desde 2006 tiene la ciudadan¨ªa australiana.
"Dejar un pa¨ªs, en ciertos aspectos, es como la ruptura de un matrimonio. Un asunto ¨ªntimo". Esas palabras tan suyas en las que el pudor se vuelve neutra sequedad y al mismo tiempo revela un desgarro secreto explican veladamente su decisi¨®n de marcharse de Sur¨¢frica, justo en una ¨¦poca en la que Coetzee hubiera podido sentir que por fin ese pa¨ªs era el suyo, liberado del r¨¦gimen contra el que hab¨ªa escrito tantas p¨¢ginas de luminosa valent¨ªa, ¨¢cidos panfletos de rebeld¨ªa pol¨ªtica y f¨¢bulas de una desolada intensidad existencial. Coetzee era demasiado solitario y demasiado ¨ªntegro para convertirse en militante activo y disidente profesional, a la manera de Nadine Gordimer, y de tantos otros literatos; pero su misma integridad no le habr¨ªa dejado quedarse al margen o acomodarse en la tibieza. Hay disidentes de lujo que se las apa?an para recibir premios oficiales por su heterodoxia y van paseando su incorruptible marginalidad por las moquetas m¨¢s mullidas de las embajadas y por las pasarelas de los congresos internacionales que se les dedican a ellos mismos. Coetzee prefiere desaparecer, aunque no a la manera enf¨¢tica y en el fondo megal¨®mana de Salinger o Pynchon, que consideran sus identidades tan importantes como para tomarse el trabajo de esconderlas a la mirada de los mortales. Coetzee desaparece con educaci¨®n, con suavidad, igual que desaparece en su misma escritura, en esa tercera persona que nos habla sin adornos ni ¨¦nfasis en un tiempo presente que para m¨¢s despojo prescinde de las veladuras de la memoria.
A m¨ª Coetzee me admira siempre, me da envidia, me exaspera. La desnudez extrema de su estilo me deja a veces una impresi¨®n de frigidez moral, me recuerda aquel dictamen de Cyrill Connolly seg¨²n el cual quien no siente alguna simpat¨ªa por los seres humanos deber¨ªa escribir aforismos mejor que novelas. Pero muy pocas novelas contempor¨¢neas me han impresionado tan profundamente como Disgrace, que le¨ª entera en estado de sonambulismo una tarde y una noche y empec¨¦ a leer de nuevo a la ma?ana siguiente. (Los editores espa?oles del libro se empe?aron, por cierto, en titularlo Desgracia, y no Deshonra, contraviniendo as¨ª no s¨®lo el significado de la palabra, sino el sentido de la novela, aunque cumpliendo la patri¨®tica convicci¨®n, visible en tantas traducciones, de que la lengua inglesa es un d¨®cil derivado de la espa?ola, de modo que disgrace ha de significar desgracia, y faculty, facultad, y college, colegio, y actually, actualmente, y compass, comp¨¢s, y complexion, complexi¨®n, etc¨¦tera).
Coetzee hab¨ªa sido siempre demasiado elusivo, demasiado raro como para inspirar plena confianza entre quienes exigen lealtades absolutas: Disgrace es esa cosa tan singular, una obra maestra cuya categor¨ªa se advierte desde el momento mismo de su publicaci¨®n, pero cuando apareci¨® en Sur¨¢frica fue recibida con esc¨¢ndalo por los celadores de la nueva ortodoxia multicultural. El protagonista es un profesor blanco que es expulsado y sometido a la deshonra p¨²blica por enredarse sexualmente con una estudiante de color, y que no muestra remordimiento ni solicita simpat¨ªa; y su hija es asaltada y violada -otra forma de deshonra- por un grupo de negros. De pronto las credenciales democr¨¢ticas de un escritor que se hab¨ªa significado tanto en los a?os del apartheid quedaban canceladas: de la noche a la ma?ana, J. M. Coetzee era un racista, y se le atribu¨ªa la depredadora sexualidad de su protagonista masculino, y se le acusaba de alimentar el estereotipo del negro como delincuente y violador de mujeres blancas.
El espect¨¢culo es bien conocido: la literatura es sometida a un escrutinio moral de catecismo primario; luchadores retrospectivos contra la opresi¨®n hacen m¨¦ritos confortablemente denunciando como reaccionarios a quienes s¨ª levantaron su voz cuando hab¨ªa verdadero peligro; y colegas del perseguido aprovechan la ocasi¨®n para escatimarle su solidaridad, aludiendo, faltar¨ªa m¨¢s, a motivos estrictamente literarios. Cuando a Salman Rushdie lo buscaban para matarlo y quemaban p¨²blicamente sus libros algunos escritores brit¨¢nicos eligieron el momento para opinar, no sin gallard¨ªa, que en realidad Los versos sat¨¢nicos no era una novela muy buena; y cuando m¨¢s arreciaba el linchamiento pol¨ªtico de J. M. Coetzee Nadine Gordimer observ¨®: "En esa novela, Disgrace, no hay un solo personaje negro que sea un ser humano real".
Coetzee acab¨® y¨¦ndose, hijo pr¨®digo de un pa¨ªs que de nuevo no era el suyo, y al poco tiempo le dieron el Nobel, con lo cual los compatriotas que se hab¨ªan esforzado en amargarle la vida tal vez tuvieron la tentaci¨®n tard¨ªa de hacerlo hijo predilecto, de sepultarlo en oleadas de homenajes, a la manera hisp¨¢nica: esa clase de homenajes basados en la celebraci¨®n no de quien los recibe sino de la tribu que se los otorga, que imponen por decreto la veneraci¨®n pero eximen de la lectura y hasta disuaden de ella y son t¨²mulos anticipados del olvido. Se debe de vivir mucho mejor en Adelaida. -
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