Lleg¨® la hora del cosmopolitismo
El ideal de Di¨®genes, ser ciudadano del mundo, era un sue?o en su ¨¦poca; hoy no s¨®lo es posible, sino necesario. No se trata de crear un ¨²nico Gobierno mundial, sino de vivir juntos como una tribu global
Mi madre naci¨® en el oeste de Inglaterra, al pie de las colinas Costwolds, en el seno de una familia que, en 80 kil¨®metros a la redonda, pod¨ªa rastrear su ¨¢rbol geneal¨®gico remont¨¢ndose a los primeros tiempos del periodo normando, es decir, a casi mil a?os antes. Mi padre naci¨® en la capital de la regi¨®n ashanti de Ghana, en una localidad que sus antepasados hab¨ªan habitado desde los inicios del reino asante, cuando despuntaba el siglo XVIII. De manera que cuando estas dos personas, nacidas en lugares tan distantes, se casaron en la Inglaterra de la d¨¦cada de 1950, mucha gente les advirti¨® que ser¨ªa dif¨ªcil mantener un matrimonio mixto. Y mis padres estaban de acuerdo. F¨ªjense, mi padre pertenec¨ªa a la Iglesia metodista y mi madre a la anglicana. Y eso s¨ª era un aut¨¦ntico desaf¨ªo.
El cosmopolitismo es universalista, pero considera la diversidad humana como una riqueza La clave es la tolerancia hacia las opciones de los dem¨¢s y la humildad respecto a las nuestras
En consecuencia, soy producto de un matrimonio mixto. Bautizado en el metodismo, fui a la escuela dominical en una iglesia de Ghana no adscrita a ninguna confesi¨®n concreta y a la que pertenec¨ªa mi madre. Aprend¨ª de mi padre y de mi madre algo que ambos ejemplificaron cuando decidieron convertirse en marido y mujer: una cierta apertura hacia personas y culturas ajenas a aqu¨¦llas en las que se hab¨ªan criado. Creo que mi madre lo aprendi¨® de sus propios progenitores, que ten¨ªan amigos en muchos continentes. Me parece que mi padre lo aprendi¨® en Kumasi, que es un lugar pol¨ªglota, multicultural y abierto al mundo. Aunque ¨¦l tambi¨¦n lo aprendi¨® a trav¨¦s de la educaci¨®n. Porque, como muchos de los que tuvieron la oportunidad de asistir a la escuela secundaria en los m¨¢s remotos rincones del Imperio Brit¨¢nico, tuvo una formaci¨®n cl¨¢sica. Le encantaba el lat¨ªn y en la cabecera de la cama no s¨®lo ten¨ªa su Biblia, sino las obras de Cicer¨®n y Marco Aurelio. En el testamento espiritual que leg¨® a sus hijos nos dijo que siempre deb¨ªamos recordar que ¨¦ramos "ciudadanos del mundo". Utiliz¨® esas palabras, las mismas que Marco Aurelio habr¨ªa reconocido y hecho suyas. Despu¨¦s de todo Marco Aurelio escribi¨®: "Qu¨¦ estrecho es el parentesco que une a un hombre con toda la raza humana, porque se trata de una comunidad, no de la sangre o la simiente, sino del esp¨ªritu".
Ahora bien, la primera persona que sabemos que se consider¨® a s¨ª mismo ciudadano del mundo -kosmou polites en griego, expresi¨®n de la que procede nuestro t¨¦rmino "cosmopolita"- fue un hombre llamado Di¨®genes, nacido en alg¨²n momento de finales del siglo V en la localidad de Sinope, que, situada en la costa meridional del Mar Negro, pertenece ahora a Turqu¨ªa. Di¨®genes, seg¨²n la tradici¨®n, viv¨ªa en un gran tonel de terracota. Y se le llamaba c¨ªnico -kyneios en griego significa "perro"-, porque viv¨ªa como tal. De manera que le echaron a patadas de Sinope. Fue Di¨®genes el primero en proclamar que era "ciudadano del mundo". Se trataba de una met¨¢fora, porque los ciudadanos comparten un Estado y Di¨®genes no ten¨ªa un Estado mundial al que pertenecer. De manera que ¨¦l, como cualquiera que haga suya esa met¨¢fora, tuvo que decidir qu¨¦ quer¨ªa decir con ella.
Di¨®genes no quer¨ªa decir que fuera partidario del establecimiento de un ¨²nico poder mundial. En una ocasi¨®n se encontr¨® a alguien que s¨ª lo era: Alejandro Magno. El aspirante a conquistador del mundo, que, como disc¨ªpulo de Arist¨®teles, se hab¨ªa educado en el respeto a los fil¨®sofos, le pregunt¨® a Di¨®genes si hab¨ªa algo que pudiera hacer por ¨¦l. "Claro", contest¨® ¨¦ste, "?ser¨ªas tan amable de apartarte? Es que me est¨¢s tapando el sol". Y esto es lo primero que me gustar¨ªa tomar de Di¨®genes al interpretar la met¨¢fora de la ciudadan¨ªa global: no hace falta ning¨²n Gobierno mundial, ni siquiera el de un disc¨ªpulo de Arist¨®teles. Lo que Di¨®genes quer¨ªa decir es que podemos pensar en nosotros como conciudadanos, aunque no seamos -y no queramos ser- miembros de una ¨²nica comunidad pol¨ªtica, sometida al mismo Gobierno.
Una segunda idea que podemos tomar de Di¨®genes es que debemos preocuparnos de la suerte de todos nuestros cong¨¦neres, no s¨®lo de los de nuestra misma comunidad pol¨ªtica.
Adem¨¢s, y ¨¦sta es una tercera ense?anza de Di¨®genes, podemos sacar buenas ideas de todas las partes del mundo, no s¨®lo de nuestra propia sociedad. Merece la pena escuchar a los dem¨¢s, porque quiz¨¢ tengan algo que ense?arnos; merece la pena que ellos nos escuchen, porque quiz¨¢ tengan algo que aprender.
Hay una ¨²ltima cosa que quiero tomar de Di¨®genes: el valor del di¨¢logo, de la conversaci¨®n como forma fundamental de comunicaci¨®n humana. En consecuencia, ¨¦sas son las ideas que yo, ciudadano estadounidense del siglo XXI de origen anglo-ghan¨¦s quiero tomar de un ciudadano de Sinope que so?¨® con una ciudadan¨ªa global hace veinticuatro siglos.
El cosmopolitismo es universalista: cree que todos los seres humanos importan y que compartimos la obligaci¨®n de preocuparnos por los dem¨¢s. Pero tambi¨¦n acepta que la diversidad humana constituye un amplio y leg¨ªtimo abanico. Y ese respeto a la diversidad surge de algo que tambi¨¦n se remonta a Di¨®genes: la tolerancia hacia las opciones vitales que toman los dem¨¢s y la humildad respecto a las nuestras.
La globalizaci¨®n ha hecho relevante este antiguo ideal, cuando ni siquiera lo era en la ¨¦poca de Di¨®genes o de Marco Aurelio. Di¨®genes no sab¨ªa de la mayor¨ªa de los pueblos -de China, Jap¨®n, Suram¨¦rica, el ?frica Ecuatorial; ni tan siquiera de Europa Occidental o del Norte- y nada de lo que hiciera pod¨ªa tener tampoco mucho impacto sobre ellos. Sin embargo, hoy no vivimos en el mundo de Di¨®genes. S¨®lo en los ¨²ltimos siglos, cuando todas las comunidades humanas han ido imbric¨¢ndose en un ¨²nico entramado comercial y en una misma red informativa, hemos llegado al punto en el que es realista imaginarse que todos y cada uno de nosotros podemos entrar en contacto con alguno de los seis mil millones de otros seres humanos y enviarle algo que merezca la pena tener: una radio, un antibi¨®tico, una buena idea. Por desgracia, ahora tambi¨¦n podemos enviar, por negligencia tanto como por mala intenci¨®n, cosas da?inas: un virus, un contaminante que se transmite por el aire, una mala idea.
Y las posibilidades de hacer el bien y el mal se multiplican de modo absolutamente inconmensurable cuando se trata de las pol¨ªticas que los Gobiernos aplican en nuestro nombre. Juntos podemos arruinar la vida de los campesinos pobres inundando sus mercados de cereales subvencionados; paralizar sectores industriales aplicando aranceles excesivos; proporcionar armas que maten a miles y miles de personas. Juntos podemos mejorar los niveles de vida, adoptando nuevas pol¨ªticas comerciales y de ayuda; impedir o tratar enfermedades mediante vacunas o medicamentos; tomar medidas contra el cambio clim¨¢tico global; fomentar la resistencia a la tiran¨ªa y el inter¨¦s por el valor de cada vida humana.
Adem¨¢s, es evidente que la red mundial de difusi¨®n de la informaci¨®n -a trav¨¦s de la radio, la televisi¨®n, los tel¨¦fonos, Internet- no s¨®lo significa que podemos influir en vidas de cualquier parte, sino que tambi¨¦n podemos aprender de ellas. Todas aquellas personas de las que tenemos noticia y en las que podemos influir son seres humanos con los que tenemos responsabilidades: decir esto es proclamar simplemente la propia concepci¨®n de moralidad.
En consecuencia, el desaf¨ªo radica en tomar mentalidades y sentimientos constituidos a lo largo de milenios de vida en el marco de grupos locales y dotarlos de ideas y de instituciones que nos permitan vivir juntos como la tribu global que ahora somos. Porque ahora lo que realmente necesitamos es un esp¨ªritu cosmopolita que no s¨®lo nos vea a todos ligados por una conversaci¨®n del conjunto de la especie, sino que acepte que tomemos opciones diferentes -dentro de cada naci¨®n y en las relaciones entre ellas- sobre nuestra forma de vivir.
Traducci¨®n de Jes¨²s Cu¨¦llar Menezo.
Kwame Anthony Appiah es fil¨®sofo y profesor en la Universidad de Princeton.
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