Vidas de Carver
Pocas personas tienen una sola vida. Raymond Carver tuvo al menos dos, antes de ingresar tan prematuramente en la muerte y en una posteridad en la que su nombre se ha agrandado, en vez de desaparecer, y en la que sus libros, aun sin la ayuda de su presencia f¨ªsica, han logrado ese raro milagro, perdurar en los estantes de las librer¨ªas. Quien ha vivido varias vidas no siempre puede recordar la fecha exacta en la que comenz¨® cada una de ellas. Raymond Carver sab¨ªa cu¨¢ndo termin¨® la primera de las suyas, cu¨¢ndo empez¨® la segunda: exactamente el dos de junio de 1977, cuando dej¨® de beber, pocos d¨ªas despu¨¦s de cumplir treinta y nueve a?os. Se hab¨ªa casado a los diecinueve, con una chica de diecis¨¦is. A los veintiuno ya era padre de dos hijos, y no ten¨ªa m¨¢s perspectivas que trabajar de pe¨®n en las serrer¨ªas de la costa noroeste de Estados Unidos o de repartidor o de portero, mientras su mujer ganaba un salario escaso como camarera.
La segunda vida tan breve y la posteridad de Carver estaban contenidas en la desolaci¨®n de la primera, que es una desolaci¨®n muy espec¨ªfica de la pobreza americana
Las experiencias reveladoras a las que alud¨ªa cuando hablaba del oficio de escribir no tienen que ver con el horror ni con la desgracia, sino con la epifan¨ªa de las cosas cotidianas
El origen de una vocaci¨®n literaria es tan misterioso como el de las historias que cuenta un escritor. A Carver le gustaba citar la definici¨®n de un cuento corto que da V. S. Pritchett: "Algo vislumbrado de soslayo, de paso". Para explicar lo fr¨¢gil que puede ser el punto de partida de una historia que sin embargo uno sabe que le importar¨¢ mucho escribir pon¨ªa el ejemplo de la primera frase de una de las suyas: "Estaba pasando la aspiradora cuando son¨® el tel¨¦fono". En esas pocas palabras tan comunes como la situaci¨®n que cuentan est¨¢ cifrado el relato igual que la planta entera en su semilla. De la misma manera improbable la segunda vida tan breve y la posteridad de Carver estaban contenidas en la desolaci¨®n de la primera, que es una desolaci¨®n muy espec¨ªfica de la pobreza americana, la de la clase trabajadora blanca encallada en los m¨¢rgenes de la escala laboral y del consumo s¨®rdido, en los parques de caravanas y en las zonas de viviendas situadas entre los cruces de autopistas. El cine, que todo lo embellece, ha creado una mitolog¨ªa visual de esos paisajes, asociada a la de los moteles, las gasolineras y los neones de los restaurantes solitarios de comida basura, a la horizontalidad de los espacios desiertos y las periferias industriales. La realidad es pavorosa, y no tiene nada de literario.
Y sin embargo Raymond Carver hizo excelente literatura con ella, igual que se hab¨ªa hecho a s¨ª mismo escritor viniendo de una familia en la que nadie ley¨® jam¨¢s un libro ni pas¨® de la escuela primaria y sobreponi¨¦ndose a la responsabilidad demoledora para un muchacho de poco m¨¢s de veinte a?os y su mujer adolescente de criar a dos hijos peque?os. Las mismas circunstancias que conspiraban contra su porvenir de escritor se convirtieron en los materiales f¨¦rtiles de su literatura: no s¨®lo la pobreza, no s¨®lo el agobio de los ni?os peque?os, de los trabajos mezquinos, de las expectativas frustradas, sino tambi¨¦n el riguroso infierno del alcohol, que lo llev¨® a ser hospitalizado tres veces al borde de la muerte, a romperle una botella de vodka en la cabeza a su primera mujer.
Hay que tener mucho cuidado con la m¨ªstica de la mala vida como germen del talento. El de Raymond Carver sobrevivi¨® a la bebida igual que pudo haber sido destruido por ella. Lo que nos atrae tanto en sus historias no es tanto el relato de esa especie de inm¨®vil desesperaci¨®n en la que se encuentran atrapados sus personajes como la intuici¨®n de una plenitud que casi parece accesible para ellos a pesar de todo. Muy cerca del dolor est¨¢ la ternura; la claudicaci¨®n de un borracho que vuelve a la botella no llega a corromper del todo su alma; la pelea m¨¢s atroz de una pareja no anula los instantes de felicidad que conocieron alguna vez; en una habitaci¨®n donde un grupo de amigos conversa sobre nada y se emborracha poco a poco alguien observa la luz de la tarde que se filtra por la persiana y permanece como un ascua roja en el espejo. La limpieza de la escritura ya es en s¨ª misma una afirmaci¨®n. Las experiencias reveladoras a las que alud¨ªa Carver cuando hablaba del oficio de escribir no tienen que ver con el horror ni con la desgracia, sino con la epifan¨ªa de las cosas cotidianas: "Es posible escribir sobre cosas y objetos comunes con un lenguaje com¨²n pero preciso, y dotar a esas cosas -una silla, una cortina, un tenedor, una piedra, el pendiente de una mujer- con un poder inmenso, incluso sobrecogedor".
Suele pensarse que este tono de sutil o expl¨ªcita celebraci¨®n lleg¨® a la literatura de Carver en su segunda vida, seg¨²n se afianzaba su amor con Tess Gallagher y su celebridad de escritor, en el tiempo demasiado breve en el que a¨²n no sab¨ªa que iba a morirse con cincuenta a?os de un c¨¢ncer de pulm¨®n. La sequedad quir¨²rgica de su primer estilo parec¨ªa que daba paso a una nueva complacencia en la escritura, a una riqueza mayor de pormenores y de matices. Pero en literatura todas las explicaciones claras son dudosas, y todo prestigio tiene una parte mayor o menor de malentendido. Multitudes de imitadores han venerado la inflexible austeridad expresiva de Raymond Carver y, como suele suceder, la han simplificado hasta la caricatura, pero ahora vamos sabiendo que el propio Carver no era del todo responsable de los despojamientos m¨¢ximos de su estilo. En su n¨²mero de fin de a?o The New Yorker public¨® un relato in¨¦dito que se titula Beginners y que es una versi¨®n previa del que hasta ahora conocemos como De qu¨¦ hablamos cuando hablamos de amor. El amigo y editor de Carver, Gordon Lish, eligi¨® el nuevo t¨ªtulo, pero no s¨®lo ayud¨® a corregir la escritura y la trama: a?adi¨® cosas, suprimi¨® casi la mitad del texto, cambi¨® el final. En 1980, en una carta llena de inseguridad y de remordimiento, Carver le pidi¨® a Lish que retirara ese cuento y alguno m¨¢s del libro que iba a publicarse. Estaba agradecido al editor que lo apoy¨® tanto en sus a?os peores, tem¨ªa parecer ingrato, perder su amistad: pero tampoco quer¨ªa que su historia quedara desfigurada. Le¨ªdas ahora, una al lado de la otra, las dos versiones dejan una sensaci¨®n desconcertante: el texto original de Carver revela honduras que se han perdido en el otro; lo que hasta hace nada nos parec¨ªa un modelo de contenci¨®n en el cuento que conoc¨ªamos ahora tiene algo como de catatonia emocional y expresiva.
El libro, a pesar de todo, se public¨® as¨ª, y tuvo tanto ¨¦xito que cambi¨® para siempre la carrera de Raymond Carver, quien nunca mostr¨® en p¨²blico su discrepancia con Lish, aunque rompi¨® con ¨¦l poco tiempo despu¨¦s. El estilo de aquellos cuentos, tan ¨²nico, era en parte la invenci¨®n de otro hombre. El reconocimiento p¨²blico se otorgaba a alguien que era parcialmente un impostor. Pero qui¨¦n no se siente as¨ª al recibir ciertos elogios; qui¨¦n tiene el coraje necesario para negarse a aceptar algunas formas de admiraci¨®n que intuye falsas o completamente equivocadas.
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