Regreso al cine
Uno no suele darse cuenta del modo gradual en que va perdiendo una costumbre antigua y muy querida. En cuanto dura un poco una costumbre ya nos parece que la hemos tenido desde siempre y no sabemos imaginar la vida sin ella. Desayunar en cierto caf¨¦, cruzar unas calles y no otras camino de un trabajo; ir al cine, escribir cartas. Escribir y esperar cartas era una costumbre que parec¨ªa de siempre y para siempre, y que de pronto se extingui¨®. Personas m¨¢s j¨®venes no llegaron a adquirirla: no conocen la ilusi¨®n y el miedo de abrir el buz¨®n, palpar un sobre, rasgarlo, buscando palabras deseadas o temidas; no han llegado a experimentar el ritual elaborado de la escritura, la hoja que se dobla y se guarda en el sobre, la punta de la lengua que humedec¨ªa el filo adhesivo, el momento de acercarse al buz¨®n y vivir un trance de temeridad o de duda, incluso de arrepentimiento.
Empec¨¦ a ver 'Cuatro meses, tres semanas, dos d¨ªas' y recobr¨¦ de pronto la experiencia ¨ªntegra y casi perdida del cine: el estremecimiento de lo nuevo era m¨¢s poderoso porque me regresaba a una emoci¨®n muy antigua
"Nunca vamos a hablar de esta noche", dice una de las dos amigas. Cada uno de los detalles que vemos pertenece a la memoria de alguien que sigue sin olvidar veinte a?os despu¨¦s y que se nos ha contagiado gracias al arte del cine
Hay que tener cuidado con la nostalgia de las tecnolog¨ªas obsoletas, aunque s¨®lo sea por las cantidades de mala literatura que suelen segregarse en su nombre. Hay una emoci¨®n est¨¦tica en la instantaneidad del correo electr¨®nico, de un orden tal vez no inferior al de una carta escrita a mano con una caligraf¨ªa en la que ya est¨¢ impreso el misterio de la identidad humana; mis dedos experimentan una felicidad t¨¢ctil no menos delicada cuando pulsan las teclas blancas del ordenador port¨¢til que cuando sostienen una pluma; para saber la longitud exacta de lo que estoy escribiendo ahora mismo y corregirlo sobre la marcha y enviarlo a tiempo me es mucho m¨¢s ¨²til y gustoso tener delante una p¨¢gina virtual que el c¨¦lebre folio en blanco frente al que me quedaba paralizado hace veintitantos a?os, cuando escrib¨ªa a m¨¢quina por primera vez para un peri¨®dico. Hab¨ªa visto c¨®mo actuaban los escritores en las pel¨ªculas y los imitaba: el cigarrillo humeante en el cenicero, la hoja arrancada del carro de la m¨¢quina, etc¨¦tera.
Sin rastro ya de humo ni de papel, sin el sonido mec¨¢nico de las teclas, el acto de escribir se mantiene id¨¦ntico. S¨®lo las costumbres laterales se han desvanecido. Recuerdo la extra?eza de la primera vez que me vi escribiendo un libro sin que se fueran apilando a un lado de la mesa las p¨¢ginas ya terminadas. Me desconcertaba mucho, casi m¨¢s que el manejo tan dif¨ªcil del ordenador: no ten¨ªa la sensaci¨®n confortadora de ir avanzando, la que me daba hasta entonces el grosor creciente de la pila de folios. El procesador de textos me proporcionaba informaciones de una precisi¨®n in¨²til: saber el n¨²mero de p¨¢ginas y de palabras que llevaba escritas no significaba gran cosa. La seguridad instintiva me la daba ese mont¨®n tan escaso al principio, crecido mediante la adici¨®n casi invisible de una nueva hoja, como un lent¨ªsimo reloj de arena cuyo recipiente inferior poco a poco se iba llenando.
Hace unos d¨ªas tuve nostalgia de otra afici¨®n asidua que sin darme mucha cuenta he ido perdiendo a lo largo de los ¨²ltimos a?os: la de ir al cine. No la de ver una pel¨ªcula, sino espec¨ªficamente la de verla en una sala de cine; no una pel¨ªcula antigua, garantizada por el paso del tiempo, por las reverencias siempre un poco arqueol¨®gicas de la cinefilia: una pel¨ªcula de ahora mismo, como las que ve¨ªa con regularidad cuando el cine a¨²n no se me hab¨ªa convertido en un arte casi tan del pasado como la m¨²sica, cuando entraba en la sala dispuesto a que me sucediera en ella una revelaci¨®n que no podr¨ªa encontrar en ninguna otra parte. Tan s¨®lo en ese espacio de soledad y comuni¨®n con desconocidos, detr¨¢s de la puerta pesada y de la cortina de un tejido denso, en la oscuridad iluminada por la pantalla.
Empec¨¦ a ver Cuatro meses, tres semanas, dos d¨ªas y recobr¨¦ de pronto la experiencia ¨ªntegra y casi perdida del cine: el estremecimiento de lo nuevo era m¨¢s poderoso porque me regresaba a una emoci¨®n muy antigua. Estaba en Madrid una noche de invierno pero tambi¨¦n en una ciudad innominada de Rumania hace veinte a?os, donde una muchacha ayuda a otra a pasar el trance de un aborto clandestino. La conciencia de tantas sombras cercanas que miraban en silencio lo mismo que yo ahondaba mi percepci¨®n de esas dos vidas j¨®venes zarandeadas por el infortunio y el miedo, salvadas por una fraternidad que est¨¢ hecha de inocencia y coraje, de una rara aleaci¨®n femenina de fragilidad y fortaleza. Atravesaba con ellas la noche s¨®rdida de una tiran¨ªa, y no hac¨ªa falta que se vieran uniformes o se escucharan declaraciones pol¨ªticas para sentir en la nuca el fr¨ªo de una vigilancia desp¨®tica, y en los hombros toda la pesadumbre de un r¨¦gimen cuya mayor crueldad parece que acaba siendo su desoladora duraci¨®n. Hay vidas que son fulminadas por la sa?a quir¨²rgica de los ejecutores: otras, la mayor¨ªa, van siendo envilecidas a lo largo de los a?os por dosis diarias de sumisi¨®n y conformidad, se van deteriorando como los edificios mal hechos y los coches viejos que permanecen en uso, se gastan y ensucian como el papel pintado de las habitaciones que nadie cuida. En los malos modos y en la desgana agria de un recepcionista de hotel est¨¢ resumida la miseria moral que una dictadura alimenta y sobre la que se sostiene. El terror es un desconocido de cara inexpresiva y p¨¢lida que maneja una jeringuilla arcaica, un tubo de goma. No es preciso explicar nada, subrayar nada. Entre la gente madura y ya un poco beoda que celebra atolondradamente un cumplea?os un rostro joven permanece ausente, tan aislado en ese interior estrecho de vivienda comunista como en la extensi¨®n suburbial de una noche en la que apenas hay luces encendidas y en la que circulan m¨¢s perros vagabundos que taxis.
"Nunca vamos a hablar de esta noche", dice al final una de las dos amigas. No van a hablar pero tampoco olvidar¨¢n nada: cada uno de los detalles que vemos -esa negrura, esos corredores con tubos fluorescentes, la m¨²sica de esa boda en los salones del hotel, ese gui?apo manchado de sangre en el suelo del cuarto de ba?o- nos parece que pertenece no al artificio de una pel¨ªcula, sino a la memoria de alguien que sigue sin olvidar veinte a?os despu¨¦s y que se nos ha contagiado gracias al arte del cine, que nunca es m¨¢s prodigioso que cuando logra dar la impresi¨®n de que no existe.
Costumbres perdidas, otra vez valiosas: que se enciendan las luces y uno se quede aturdido, como reci¨¦n despertado, mirando con sorpresa las caras p¨¢lidas a su alrededor; salir a la calle y recibir el aire fr¨ªo en la cara con la sensaci¨®n de estar cruzando la frontera en la que termina el influjo magn¨¦tico de la ficci¨®n; estar de vuelta en el mundo real y sin embargo seguir habitando las vidas de esas dos mujeres, en una ciudad casi a oscuras, una noche de hace m¨¢s de veinte a?os. Casi no record¨¢bamos que ir al cine nos gustaba tanto. -
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