Puritito catal¨¢n
No tienen papeles, pero no pierden la esperanza de tenerlos alg¨²n d¨ªa. Para no comprometerlas vamos a llamarlas, a los efectos de esta cr¨®nica, Liz y Mar¨ªa. Son como los personajes de las magn¨ªficas cr¨®nicas del Raval que en esta secci¨®n firma Maritza Garc¨ªa. Nuestras inmigrantes de hoy nacieron en Cochabamba, en la ciudad de Bolivia, pero se conocieron en la plaza de Joanic. Mar¨ªa es algo m¨¢s alta y fornida, Liz es chiquit¨ªsima y delgada, pero fuerte. Trabajan sin contrato ni seguridad social, pero sus ingresos, enviados a Cochabamba, son un buen dinero. Trabajan jornadas largu¨ªsimas y no gastan nada. Todo es para la familia. El escaso tiempo libre lo dedican a chatear con los padres, con los hijos.
En diversos momentos del d¨ªa, esta plaza del barrio de Gr¨¤cia se convierte en lugar de reuni¨®n de inmigrantes, mujeres sobre todo, siempre agrupadas por nacionalidades de origen. En un banco hay tres filipinas departiendo en tagalo. En otro, mis dos bolivianas. En otro, las ecuatorianas que acaban de pasar por El Rinc¨®n Ecuatoriano, un locutorio de los tres que, en apenas 500 metros, hay en la calle de Ram¨®n y Cajal.
Mar¨ªa es callada. Y s¨®lo tiene ojos para su ni?o, un chaval de dos a?os que a¨²n no habla apenas y se expresa d¨¢ndole porrazos al mundo. Corre el cr¨ªo por la plaza a enorme velocidad sobre sus piernas arqueadas, y cuando vuelve te saluda de un mamporrazo. Mar¨ªa ten¨ªa dos empleos, limpiando un piso que est¨¢ paseo de Sant Joan abajo, por las ma?anas, y otro de tardes cuidando a una se?ora mayor. Ahora se ha quedado sin el de las tardes y espera que sor Yolanda la ayude a encontrar otro. Es una monja de un convento del Ensanche, y por lo que me cuentan es como una agencia de colocaci¨®n.
Liz tambi¨¦n tiene dos trabajos. Por las ma?anas se encarga de una anciana con alzheimer. Sus hijos "tienen un condis", dice Liz, y no pueden atenderla. Por las tardes cuida a una se?ora septuagenaria que est¨¢ paralizada en cama desde hace a?os. Para limpiarla, dice Liz, se tumba encima de ella y la vuelca primero a un lado y luego al otro. Los hijos de la se?ora de las tardes la matricularon en un cursillo donde le han ense?ado la t¨¦cnica del cuidado de ancianos. Dice que ha aprendido mucho.
-Y eso que lo dan todo en puritito catal¨¢n.
Me gusta su manera de contar las cosas, recuerda a los narradores de Faulkner. Hace largas pausas, frunce el ce?o cuando habla del miedo que pasa a veces.
-Aqu¨ª mismo fue -me cuenta-. Vinieron dos se?oras con unos papeles. Oye, me dice una se?ora. ?T¨² tienes hijos?, me dice la se?ora. S¨ª, le digo. ?Y no nos los dejar¨ªas?, me dice la se?ora. No, le digo. Est¨¢n lejos, le digo.
Liz hace una larga pausa, recuerda el p¨¢nico que pas¨®. Las se?oras digo yo, ser¨ªan de una mafia dedicada a las adopciones ilegales. Otras veces el problema ha sido de naturaleza distinta. Como cuando fue a Horta a buscar trabajo.
-Horta... No hab¨ªa nadie... -dice Liz. Y luego, tras una pausa, alza ambos brazos indicando la longitud desolada de una calle desierta, y a?ade simple, eficazmente-. ???Sileeeencio...???
M¨¢s fastidioso para ella fue recibir alguna oferta de trabajo no solicitada.
-Vino un hombre y me cogi¨® del brazo. As¨ª, muy fuerte. Era viejo. ?Trabajas?, me dice. S¨ª, le digo. ?Quieres ganar m¨¢s dinero?, me dice. No, le digo. Si te vienes a trabajar a mi casa te pagar¨¦ mucho dinero, me dice. Tendr¨¢s comida y cama, me dice.
A su lado Mar¨ªa sonr¨ªe con una sonrisa p¨¦trea en la que brillan siglos de humillaciones, de destino duro que nadie osa discutir. Ya lo dicen Mariano Rajoy y sus simp¨¢ticos secuaces. Los inmigrantes son peligrosos, aut¨¦nticas bandas de malhechores.
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