Sus nuevas vidas tendr¨¢n que esperar
Los menores extranjeros acogidos en los centros de las diputaciones relatan la angustia de no saber cu¨¢ndo tendr¨¢n sus permisos, el hacinamiento y la falta de formaci¨®n
Para Mohamed, la vida siempre estuvo en otra parte. Unos 14 kil¨®metros, los que separan Marruecos de Espa?a, eran el ¨²nico obst¨¢culo entre ese pa¨ªs en que los d¨ªas se parecen unos a otros y el sue?o europeo. Dos d¨ªas y medio dur¨® su traves¨ªa en patera. "El viaje fue tranquilo" relata. ?Qu¨¦ se come en esa precario estructura de madera y esperanzas? "Sardinas y garbanzos", explica ri¨¦ndose. Su viaje fue m¨¢s corto que el de K., un joven angole?o que se col¨® de poliz¨®n el primer barco que pudo para escapar de su pa¨ªs, donde la esperanza de vida no llega a los 40 a?os. Pocas cosas le quedaban all¨ª: "Mis padres murieron, s¨®lo queda mi hermana". Hasta tres semanas tard¨® en arribar al puerto de Pasajes. "No sab¨ªa ni a qu¨¦ pa¨ªs hab¨ªa llegado", dice.
En Artxanda, si no barren sus habitaciones, les quitan seis euros
Todos ven en un sector en crisis, la construcci¨®n, su salida laboral
Todos cometieron aut¨¦nticas locuras para llegar a Espa?a. Los menores extranjeros acogidos en los centros tutelados por las diputaciones se planteaban as¨ª la disyuntiva: "Me la juego, o me quedo en Marruecos", o en Angola, o en Senegal, o en Argelia, o en cualquier pa¨ªs africano incapaz de dar salidas a su propia juventud. "Vine aqu¨ª para cambiar de vida. Quiero un coche, un trabajo, ?quiero vivir!", clama uno de ellos con sus voraces ojos abiertos en circulo. Casi todos pasan por varios centros peninsulares antes de recalar en los de Euskadi, que tienen buena fama en el boca a oreja que les sirve de gu¨ªa.
Al entrar en uno de estos centros, los j¨®venes viven inmersos en la aflicci¨®n de haber hecho ya lo m¨¢s dif¨ªcil, llegar aqu¨ª, sin poder hacer nada m¨¢s que esperar. No saben cu¨¢nto tiempo m¨¢s tendr¨¢n que compartir una ducha entre 32, o dormir en el suelo. Ni cu¨¢ndo les entregar¨¢n ese deseado rect¨¢ngulo plastificado, el permiso de residencia, que certifica que no volver¨¢n al infierno del que escaparon. Las condiciones en las que son atendidos destacan por su falta de coherencia, de coordinaci¨®n, y var¨ªan mucho seg¨²n cada provincia. "Est¨¢n muy angustiados, nadie les explica exactamente qu¨¦ va a pasarles. Y como est¨¢n nerviosos, estallan por todo. El incendio del centro de Arcentales empez¨® por una pelea por tabaco", se?ala un educador vizca¨ªno. El incidente se sald¨® con dos menores y un vigilante herido. En 2006, otro de los centros de Vizcaya, el de Amorebieta, sufri¨® un estallido parecido. El albergue de Segura, en Guip¨²zcoa, ha registrado dos incendios en menos de tres meses este a?o, con cuatro menores detenidos. Las denuncias de los mismos trabajadores sobre las condiciones de hacinamiento tambi¨¦n se repiten en varias provincias.
Todos quieren trabajar para empezar a enviar dinero a sus familias, pero muchos se gastan el poco dinero que tienen en un telefono m¨®vil con MP3 o un jersey de marca. Mencionan un sector en crisis, la construcci¨®n, como futura salida laboral.
Vizcaya dispone te¨®ricamente de 328 plazas. En el centro de Artxanda, todos son mayores de 16 a?os. La mayor¨ªa de los m¨¢s de 60 chavales que viven en ¨¦l aseguran que no reciben clases de ning¨²n tipo, aunque la Diputaci¨®n de Vizcaya dice lo contrario. "?C¨®mo quieren que me integre si no me ense?an ni el idioma?", demanda uno de ellos. Algunos llevan en el centro m¨¢s de un a?o y medio y temen cumplir los 18 a?os y verse en la calle sin tener sus permisos de residencia. En las habitaciones parece haber tantas camas como metros cuadrados. Los colchones apenas tienen unos centimetros de espesor.
Encerrados en El Vivero, un bello lugar del monte Artxanda gestionado por la Diputaci¨®n, cuentan el paso de los d¨ªas, cuyo tedio ensordece: "Suena la primera campana a las nueve, desayunamos, esperamos, si tenemos tabaco fumamos. Tenemos que barrer la habitaci¨®n, si no nos quitan seis euros de la paga semanal. A la 13.30, a comer. A las 9, a cenar", relatan entre todos. Uno de ellos, Yassine, lleva esperando m¨¢s de un a?o para ser operado de una dolencia que le hacer cojear cuando camina.
El s¨¢bado se gastan gran parte del dinero que reciben en llamar a sus familias -"mi madre es lo ¨²nico que me queda en ese pa¨ªs de mierda", dice Mustaf¨¢-.
"El objetivo de la Diputaci¨®n es acabar con el efecto llamada a Bilbao. Me lo han admitido varios funcionarios", asegura Aniceto Prieto, presidente del comit¨¦ de trabajadores de los centros. "Quieren que estos chavales digan que est¨¢n mal cuando llaman a sus casas y compa?eros", a?ade Prieto, del sindicato LAB. "En el centro de Arcentales, no hay alcantarillado, s¨®lo un pozo s¨¦ptico. Est¨¢n a una hora a pie del n¨²cleo urbano m¨¢s cercano. ?C¨®mo se van a integrar si los tienen alejados de todo? Muchas personas se han ofrecido a llevarles por las tardes a alg¨²n centro de iniciaci¨®n profesional, pero no les dejan", asevera Prieto.
En el Centro de menores Zabaltzen de Vitoria, instalado en la sede de la Cruz Roja, K. prefiere no dar su nombre completo. "Nos han dicho que no hablemos con los periodistas", explica. Viene del ?frica subsahariana, de uno de esos pa¨ªses que acumulan m¨¢s a?os de guerra que de paz en las ¨²ltimas decadas. No se queja demasiado. "Hago lo que me digan mis educadores". Lleva todo el d¨ªa por ah¨ª, dando vueltas, matando el tiempo como puede. Relata que hay unos 32 chicos actualmente en este centro habilitado para 12 personas. Varios siguen durmiendo en esterillas en el suelo, a la espera de que la Diputaci¨®n termine un nuevo centro en ?lava (existen unas 40 plazas oficialmente), anunciado para el pr¨®ximo verano.
En Guip¨²zcoa (m¨¢s de 140 plazas), el centro de menores de Tolosa tiene todas las ventanas cubiertas por una tupida celos¨ªa met¨¢lica que no permite ver qu¨¦ sucede dentro. Bilal, de 17 a?os, viene a visitar a un amigo a este su antiguo centro. "Estaba en el de Segura, el que se quem¨®. Desde entonces estoy en un albergue, esperando a que me manden a un piso de acogida". Arriesg¨® su vida cruzando el Estrecho tres veces, las tres lo devolvieron. A la cuarta, se qued¨®. "Necesito clases de castellano", recalca, "est¨¢ bien aprender un oficio, pero si no hablo el idioma no voy a ning¨²n lado".
Otro chico, tambi¨¦n llamado Bilal, menciona los nombres de las ciudades en las que estuvo como si fuesen medallas. Es incapaz de esperar a que el sem¨¢foro est¨¦ en verde para cruzar la calle. Se maravilla ante la m¨²sica que suena a trav¨¦s de unos altavoces en la estaci¨®n de Cercan¨ªas. "Eso en Marruecos es imposible, alguien se los hubiera robado a los tres minutos", comenta.
"Deben sentir que tendr¨¢n sus papeles", dice un educador
Rashid (es un nombre ficticio) conoce bien a los menores acogidos. Es magreb¨ª, como muchos de ellos y, al igual que los dem¨¢s educadores que provienen de los mismos pa¨ªses de los que escapan los chavales, hace de nexo entre ellos y su nueva vida. Sabe cu¨¢ndo darles una amistosa patada en el culo que equivale a un abrazo paternal y tambi¨¦n cu¨¢ndo re?irles.
"?Sigues esnifando disolvente, desgraciado? ?No sabes lo que le hace eso a su cuerpo? ?Has dejado de ir al taller? ?Por qu¨¦?", reprocha a uno de los chicos que estuvo a su cargo meses atr¨¢s. Ahora est¨¢ en un albergue, a la espera de ser trasladado a un piso de acogida. "El disolvente me tranquiliza, y de paso me divierto un poco", replica el chaval, con las pupilas dilatadas y la lengua insolente. "S¨¦ que hago mal, pero de todos modos me van a echar a la calle haga lo que haga cuando cumpla los 18".
"Estos chicos est¨¢n perdidos, son adolescentes. Los hay que vienen muy maduros, que ahorran cada c¨¦ntimo que les dan para envi¨¢rselo a sus familias. Otros vienen aqu¨ª como balas perdidas y se dan al hach¨ªs y a las drogas. Y despu¨¦s hay una amplia mayor¨ªa que est¨¢ aqu¨ª sin saber muy bien qu¨¦ hacer, que puede caer tanto de un lado como del otro".
El educador enfatiza esta cuesti¨®n: "Tienen que palpar sus permisos de residencia, tienen que sentir que est¨¢n dentro de un proceso y que, si hacen bien las cosas, se terminar¨¢n quedando. Le tienen mucho miedo a volver", resalta. "?Si nos pagan bien? A los que no tenemos los diplomas, no demasiado. Pero esto es algo vocacional: con tal de salvar a uno de estos, me doy por satisfecho".
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