El libertador, en Bail¨¦n
Antes de combatir a los espa?oles en Am¨¦rica, el argentino Jos¨¦ de San Mart¨ªn luch¨® contra los franceses en Bail¨¦n, batalla de la que se cumplen dos siglos. Jorge Fern¨¢ndez D¨ªaz, director de adnCultura y secretario de redacci¨®n de 'La Naci¨®n' (Argentina), relata aquellas jornadas al modo de las novelas ¨¦picas de aventuras
No era el hombre m¨¢s honesto
ni el m¨¢s piadoso,
pero era un hombre valiente
Arturo P¨¦rez-Reverte
Madre que lo pari¨®, es un plan muy peligroso, pens¨® el flamante ayudante del marqu¨¦s de Coupigny. Aunque, claro est¨¢, se cuid¨® muy bien de no decir una palabra. El marqu¨¦s le hab¨ªa permitido, en reemplazo temporario de otro de sus adl¨¢teres, pasarse un rato en el campo oval que forman, detr¨¢s de la mesa de los generales, sus hombres m¨¢s experimentados. San Mart¨ªn estuvo dos horas detr¨¢s de Coupigny mientras ¨¦ste debat¨ªa con el estado mayor, y sobre todo con el gran general Casta?os, la estrategia para derrotar a los franceses. Estaban celebrando consejo de guerra en la casa de una familia tradicional de Porcuna, y se mencionaba una y otra vez el nombre del diablo: Pierre Dupont de I'Etang.
Dupont era un arist¨®crata que hab¨ªa presenciado la toma de la Bastilla, hab¨ªa hecho carrera en la Legi¨®n Extranjera, acababa de ser nombrado conde por Napole¨®n y lo esperaba en Par¨ªs el bast¨®n de mariscal si aplastaba la rebeli¨®n militar en Andaluc¨ªa. Hab¨ªa entrado en C¨®rdoba y hab¨ªa permitido que sus hombres la saquearan durante nueve d¨ªas de horror y pesadilla, donde los gabachos arremetieron contra iglesias, conventos y casas, asesinaron vecinos, degollaron ni?os, violaron monjas, y se robaron dinero, joyas, im¨¢genes religiosas, alimentos, veh¨ªculos y caballos. Despu¨¦s, al abandonar C¨®rdoba, tuvieron que avanzar muy lentamente por el bot¨ªn que llevaban: siete kil¨®metros de carros.
A Casta?os y a Dupont les tocaba jugar el ajedrez de la guerra en aquel caluroso junio de 1808, y los dem¨¢s ser¨ªan s¨®lo piezas sacrificables del pavoroso tablero. El plan del general Casta?os era arriesgado e imprudente. Hab¨ªa que cruzar el Guadalquivir con dos divisiones, reorganizar las tropas en Bail¨¦n y avanzar hacia And¨²jar para caerle al enemigo por la espalda. Mientras tanto, ¨¦l mismo fijar¨ªa a Dupont en And¨²jar y lo acosar¨ªa para hacerle creer que el ataque principal vendr¨ªa por el frente. No sabemos siquiera cu¨¢nta tropa tienen los franchutes -se dec¨ªa San Mart¨ªn a s¨ª mismo-. Y tenemos una marcha de 40 kil¨®metros en paralelo al flanco izquierdo del ej¨¦rcito de Dupont. Mala cosa.
El marqu¨¦s fue puesto a la cabeza de la II Divisi¨®n, que contaba con m¨¢s de 7.000 hombres y que ten¨ªa por objeto tomar posici¨®n inmediata de un punto cercano a Villanueva de la Reina, el poblado donde estaban instaladas algunas tropas estrat¨¦gicas del ej¨¦rcito franc¨¦s. El capit¨¢n ayudante ir¨ªa a su lado, preparado para entrar en acci¨®n directa en cuanto se lo mandase. Tambi¨¦n eran de la partida el subteniente Riera, mucho m¨¢s atr¨¢s, y el h¨²sar Juan de Dios, que cabalgaba con los ojos entrecerrados. El ej¨¦rcito del marqu¨¦s marchaba al infierno o la gloria en una explosi¨®n de color, cada uno con el uniforme del regimiento original al que pertenec¨ªa, por terrenos verdes, pr¨®digos y alegres donde reinaba, sin embargo, un silencio de muerte. Coupigny era alto y rubi¨®n, casi colorado, y no gastaba mucha saliva. Pero sent¨ªa gran estima por su protegido, aunque tal vez present¨ªa que San Mart¨ªn estaba librando su propia batalla.
Casta?os abri¨® el primer d¨ªa de operaciones con un fuerte ca?oneo de distracci¨®n. Y en La Higuereta, donde improvisaron un campamento, Riera se le acerc¨® a San Mart¨ªn y le pregunt¨® qu¨¦ ocurrir¨ªa. Los dos se pasaban el agua de la carama?ola y se escond¨ªan de los ¨²ltimos rayos del sol abrumador. Los correremos de Villanueva, sable en mano -le respondi¨® el capit¨¢n en voz muy baja-. No habr¨¢ piedad ni miramientos. Riera se encogi¨® de hombros, Ellos no tuvieron ning¨²n miramiento en C¨®rdoba. Y escupi¨® al suelo pensando que su capit¨¢n se solidarizar¨ªa con su odio. He estado en muchas guerras como para saber que nosotros no somos mejores, pens¨®, pero no se lo dijo.
Al d¨ªa siguiente, el marqu¨¦s le orden¨® que participara de la ofensiva contra los dos batallones que ocupaban esa peque?a poblaci¨®n e imped¨ªan el paso. San Mart¨ªn se puso en l¨ªnea, extrajo el sable y se uni¨® a la carga. Cruz¨® luego el r¨ªo a los gritos con la caballer¨ªa ligera, sinti¨® la t¨¦trica respuesta de la fusiler¨ªa, y de costado not¨® que derribaban a dos de sus hombres. El chapotear de las aguas del Guadalquivir, el ruido de las herraduras, los alaridos de dolor, las blasfemias en espa?ol y las maldiciones en franc¨¦s, y de repente la orden de retirada del jefe de los gabachos y una persecuci¨®n sangrienta m¨¢s all¨¢ del r¨ªo y del camino de And¨²jar a Madrid. Los jinetes corr¨ªan a los soldados imperiales, y San Mart¨ªn se puso las riendas entre los dientes, se pas¨® el sable a la mano izquierda, sac¨® de la funda de arz¨®n una de sus pistolas y descerraj¨® un tiro a la carrera. Un sargento de las tropas napole¨®nicas recibi¨® el disparo en la baja espalda, se revolvi¨® sobre su caballo y cay¨® pesadamente en la huella.
Hubo muchas muertes en esa cabalgada, y en un momento Coupigny orden¨® volver grupas y tomar posiciones en la desalojada Villanueva de la Reina. Al regresar, San Mart¨ªn cruz¨® miradas con Juan de Dios. El h¨²sar tra¨ªa en su caballo, como trofeo, un morri¨®n franc¨¦s. El capit¨¢n reconoci¨® en el car¨¢cter del cazador que lo hab¨ªa salvado de la muerte los mismos rasgos de algunos camaradas que hab¨ªan combatido a su lado en ?frica, en Portugal y en los Pirineos. Hombres singulares que combaten con alegr¨ªa y despreocupaci¨®n hasta el mism¨ªsimo instante final en el que los atraviesa el acero.
La algarab¨ªa del triunfo no lo distrajo de los ca¨ªdos en el r¨ªo. El capit¨¢n desmont¨® en la orilla y mir¨® los dos cad¨¢veres espa?oles que sus infantes hab¨ªan sacado del agua. El subteniente Riera era uno de ellos. Ten¨ªa un impresionante orificio de bala en la garganta y los ojos desorbitados e inexpresivos. Reivindicar su honor perdido le hab¨ªa salido muy caro. San Mart¨ªn se acuclill¨® a su lado, le despej¨® el pelo mojado de la cara y le cerr¨® los ojos.
Esa noche apenas pudieron dormir, y a las cinco de la tarde del d¨ªa siguiente, el marqu¨¦s observ¨® con sus catalejos c¨®mo otra divisi¨®n de Dupont se retiraba por el camino que bordeaba el cauce, haciendo exhibici¨®n de poder¨ªo y control del terreno. No me gusta ese desfile -dijo a sus principales espadas-. Los hostigaremos en el flanco y la retaguardia toda la noche.
El h¨¦roe de Arjonilla acompa?¨® la operaci¨®n. La caballer¨ªa de Borb¨®n y el batall¨®n de Voluntarios de Catalu?a cargaron contra la columna francesa y la tuvieron a mal traer durante horas. Los gladiadores de aquellas legiones francesas que no conoc¨ªan la derrota, aquella tarde mord¨ªan el polvo o se entregaban. Al final de la expedici¨®n hab¨ªa muchas bajas, sesenta prisioneros y un regalo del cielo. Las tropas de Coupugny hab¨ªan logrado capturar a un correo del maldito Dupont, y San Mart¨ªn comparti¨® con su jefe la lectura a viva voz de varias misivas en las que el general gabacho les describ¨ªa a sus superiores de Madrid su complicada situaci¨®n militar. El marqu¨¦s dispuso entonces que se las enviaran a Casta?os. Y el jefe m¨¢ximo orden¨® que las cartas fueran traducidas al espa?ol, copiadas y repartidas entre la tropa para levantar la moral.
Necesitaremos toda la moral del mundo para derrotar al 'petit caporal', dijo San Mart¨ªn afeit¨¢ndose con una navaja. El marqu¨¦s, que fumaba mirando el horizonte, asinti¨® en silencio. En grave silencio.
Los dos ajedrecistas carec¨ªan de informaci¨®n, estaban enojados con sus generales y se cagaban diariamente en todos los dioses del Olimpo. Casta?os no pod¨ªa entender por qu¨¦ sus dos divisiones no hab¨ªan cruzado todav¨ªa la l¨ªnea del Guadalquivir y c¨®mo era que tardaban tanto en unificarse, tal como lo hab¨ªan planeado en el consejo de Porcuna. Para no seguir contrari¨¢ndolo, la I Divisi¨®n cruz¨® entonces en Menj¨ªvar, con el agua a la cintura y las armas sobre la cabeza, y despanzurr¨® durante catorce horas a las fuerzas francesas. La divisi¨®n de Coupigny lleg¨® esa noche y los dos ej¨¦rcitos se convirtieron finalmente en uno. San Mart¨ªn vio la enorme cantidad de soldados de ambos bandos que yac¨ªan muertos, heridos o terriblemente mutilados en las tiendas de campa?a.
El otro ajedrecista, leyendo el parte de aquel encontronazo, montaba en c¨®lera con sus mariscales de campo y daba directivas a los gritos. Sabiendo que le estaban haciendo una encerrona y que su situaci¨®n era delicada, resolvi¨® en ese mismo momento retroceder hasta Bail¨¦n. Pero con much¨ªsimo sigilo, burlando la vigilancia de Casta?os.
Dupont esper¨® hasta la madrugada del 18 de julio y, antes de abandonar And¨²jar, orden¨® taponar silenciosamente el puente sobre el Guadalquivir con carretas y vigas, y dej¨® apostada all¨ª una unidad de caballer¨ªa para cubrir las apariencias.
Casta?os roncaba en su vivac cuando Dupont part¨ªa en puntas de pie hacia Bail¨¦n al frente de una columna que ya med¨ªa doce kil¨®metros de largo y en la que se movilizaban nueve mil soldados aptos para la guerra, familias y funcionarios, y carros con trofeos, v¨ªveres y enfermos.
El clima se presentaba agobiante, pero las noticias eran a¨²n peores. Cuando el general espa?ol fue avisado del ardid de Dupont ya era demasiado tarde. Aunque habituado a la frialdad del soldado profesional, a Casta?os le sal¨ªa espuma por la boca. No pod¨ªa creer que esto le hubiera sucedido bajo sus propias narices. Arm¨® un revuelo gigantesco y mand¨® a un grupo de caballer¨ªa en persecuci¨®n del convoy franc¨¦s. Pero el puente bloqueado los retuvo varias horas.
A esa altura nadie estaba demasiado seguro de nada. Ninguno de los bandos en pugna ten¨ªa idea sobre las fuerzas y las posiciones de sus enemigos. Era de noche y se hab¨ªa tocado diana en todos los campamentos, pero los generales espa?oles y franceses ten¨ªan miedo por flancos donde no hab¨ªa nada que temer y se confiaban en sitios donde hab¨ªa serio peligro. La luna estaba en su cuarto menguante, y cuando las vanguardias de las dos fuerzas se adivinaron en la oscuridad comenzaron los tiros.
Desde ese momento hasta el final transcurrieron diez horas de sangre y fuego con marchas y contramarchas y asaltos mortales. Coupigny envi¨® a su segundo comandante a destrozar la vanguardia, y hubo escenas r¨¢pidas y crueles en las tinieblas de la noche. Los espa?oles tomaron dos piezas de artiller¨ªa del enemigo, pero los gabachos contraatacaron a fuerza de bayoneta y las recuperaron.
Cuarenta y cinco mil jinetes, infantes, ingenieros y artilleros luchaban con la sed y con la crueldad. Hubo duelo de ca?onazos y cargas y deg¨¹ellos en todo el frente de combate.
En ese instante, San Mart¨ªn escuch¨® que ordenaban atacar a los franceses por los flancos. El Regimiento de ?rdenes Militares y los Cazadores de la Guardia Valona bajaron un cerro a toda prisa y cuatrocientos jinetes de Dupont les presentaron batalla. Entre las dos fuerzas exist¨ªa un profundo barranco que los franchutes ten¨ªan que rodear. Los espa?oles aprovechaban ese desfiladero para dispararles. Tuvieron muchas bajas, pero as¨ª y todo lo atravesaron y cargaron contra la infanter¨ªa espa?ola.
El marqu¨¦s avanz¨® con dos regimientos, una compa?¨ªa y un escuadr¨®n. Pero en una carga feroz, los dragones y los coraceros franceses consiguieron diezmar a los jinetes espa?oles, acabar con decenas de zapadores y lanzarse sobre el Regimiento de Ja¨¦n, matar a un coronel y a su ayudante, y apoderarse de una bandera.
Durante esa misma tarde, cuando todo hab¨ªa terminado, San Mart¨ªn s¨®lo podr¨ªa recordar cr¨¢neos destrozados, espuelas clavadas, bramidos de caballos, disparos y alaridos, y luego el ruido salvador de las piezas de a doce de la bater¨ªa de la izquierda espa?ola que disparaban a mansalva sobre los jinetes franceses y los pon¨ªan en fuga.
Dupont realiz¨® distintos asaltos y contraataques ya a la luz plena del d¨ªa 19 y fue gastando fuerzas y moral mientras sub¨ªa la temperatura y agobiaba la fatiga. El capit¨¢n San Mart¨ªn, como todos, ten¨ªa la boca seca del calor y del miedo. No tem¨ªa por la vida, sino por el fracaso y la deshonra. Y hab¨ªa momentos en los que cre¨ªa que estaban ganando y otros en los que pensaba que ya perd¨ªan.
A las doce en punto, Dupont arm¨® la l¨ªnea con todos sus efectivos dispersos, en el centro coloc¨® cuatrocientos marinos de guardia, detr¨¢s de ellos dos batallones y a ambos lados cien jinetes de la caballer¨ªa pesada. Luego recorri¨® a caballo sus apaleadas filas evocando, en alta voz, las antiguas conquistas del ej¨¦rcito de Napole¨®n, les mostr¨® la bandera espa?ola que hab¨ªan capturado y les pidi¨® un ¨²ltimo esfuerzo. Se coloc¨® a vista de todos al frente de la formaci¨®n, junto a sus generales, y al ordenar la avanzada grit¨®: ?Vive l'Empereur! (...)
Pasado el mediod¨ªa, con el ej¨¦rcito desorganizado y abatido, Dupont envi¨® a su ayudante a pedir el alto el fuego y el paso libre a trav¨¦s de Bail¨¦n. Se le acept¨® lo primero y se le dijo que lo segundo era cosa de Casta?os. Su antagonista lleg¨® poco despu¨¦s, cuando la faena estaba cumplida, y al desplegar sus tropas hizo jaque mate y as¨ª finaliz¨® de hecho la partida de Bail¨¦n. Qued¨® una divisi¨®n importante que sigui¨® guerreando, pero alguien advirti¨® a Dupont que si no los disuad¨ªa pasar¨ªan a cuchillo a toda su tropa. Dupont envi¨® a un oficial con una bandera blanca y los disuadi¨®. (...)
Os entrego esta espada vencedora en cien combates, dijo Pierre Dupont para la Historia y le extendi¨® ceremoniosamente al general Casta?os su sable franc¨¦s. Los dos ajedrecistas de Bail¨¦n se miraban a los ojos. Y el capit¨¢n ayudante del marqu¨¦s de Coupigny, en primeras filas, contemplaba atentamente esos protocolos de la rendici¨®n. Hab¨ªan pasado casi tres d¨ªas desde el fin de los disparos, y las dilaciones hab¨ªan crispado los nervios de todos los contendientes. (...)
Apenas firmada la capitulaci¨®n, Coupigny visit¨® a su ayudante en la tienda de campa?a y le confi¨® que lo recomendar¨ªa para un ascenso. Brindaron con licor de petaca por el teniente coronel San Mart¨ªn y por Fernando VII. Que era como brindar por un h¨¦roe iluminista de sentimientos contradictorios y, a la vez, por la oscura y enmohecida Espa?a de antes. El capit¨¢n luchaba internamente con esa paradoja en la plenitud de su carrera. Hab¨ªa comandado la columna del marqu¨¦s, hab¨ªa participado y opinado en las estrategias, hab¨ªa entrado en combate y hab¨ªa formado parte de muchas acciones heroicas. Ten¨ªa muy merecidas la medalla y el cargo, y pod¨ªa disfrutar de la gloria. Pero algo muy hondo le hac¨ªa preguntarse qu¨¦ clase de patria estaba ayudando a edificar. Y m¨¢s inconfesable a¨²n, ?era ¨¦sta verdaderamente su patria? -
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