No hay error judicial
Anda el cotarro judicial estremecido a causa de ciertas lenidades forenses, de actualidad y comentario general. La pereza siempre tuvo cobijo entre los legajos y aunque ahora vivo alejado de calamidades judiciales, las sufr¨ª en gran cantidad, por mi mala cabeza unas veces, otras por inquinas o desidias. La revolera que ha causado la incorrecta puesta en libertad de un paid¨®filo irrecuperable y reincidente y la confluencia de los focos de atenci¨®n sobre el tema, han iluminado la actualidad nacional.
Siempre que alguien escribe sobre los a?os de la dictadura de Franco los moteja de grises, necios, funestos y deleznables, cuando menos. Probablemente lo fueron para muchos, pero tambi¨¦n algunos milloncejos de espa?oles vivieron aquella ¨¦poca con privaciones y entereza, sobreponi¨¦ndose al infortunio general con esfuerzo y tenacidad personal. Trato de algo que, como tantos otros, conoc¨ª de cerca: la estolidez de las dictaduras, la falta de riqueza mental y espiritual y la ausencia generalizada del humor y tolerancia.
Lo que me fastidia de la dictadura es su est¨²pida cerraz¨®n e incoherencia
En medio de aquel inacabable estado de excepci¨®n, la gente se remov¨ªa buscando acomodo en su profesi¨®n, sacando adelante la familia, intentando prosperar, con el pisito, el seiscientos, las vacaciones en Benidorm o la parcela en la sierra. No es que las cosas funcionaran todas mal, sino que lo hac¨ªan de forma distinta. Tres a?os de Guerra Civil aver¨ªan cualquier convivencia.
Entre lo que funcionaba con ancestral perversidad era la maquinaria de la justicia. Hab¨ªa, ya lo creo, jueces ¨ªntegros, secretarios intachables, denodados oficiales al servicio de la ley, pero lo m¨¢s frecuente se asentaba en la corrupci¨®n, el soborno, "la astilla", seg¨²n el lenguaje coloquial. As¨ª apodaron, instant¨¢neamente al lugar donde se trasladaron los juzgados, Castellana arriba: plaza de la Astilla.
Los procuradores y abogados aumentaban sus ¨¦xitos profesionales seg¨²n el olfato para saber qu¨¦ manos estaban abiertas y cu¨¢nto estaban abiertas para recibir la mordida. De mis recuerdos figura la integridad del juez Mart¨ªn de Hijas y la de otro, al que confinaron en el Juzgado de Orden P¨²blico para mortificarle y de cuya bondad con la prensa he tenido much¨ªsimas muestras. Habr¨¦ pasado 15 o m¨¢s veces por sus manos, directamente o acompa?ando a colaboradores notorios, como Antonio Gala, Jos¨¦ Bergam¨ªn, Chummy, Haro Tecglen y otros, y jam¨¢s inco¨® expediente alguno. Charlaba con nosotros, correg¨ªa a veces la declaraci¨®n -que se prestaba en su presencia- eliminando expresiones que pod¨ªan ser contraproducentes en el posible recurso fiscal y nos acompa?aba hasta el ascensor del Palacio de Justicia. Luego, vejado una vez m¨¢s, volvi¨® a la jurisdicci¨®n ordinaria y le he visto salir, en persona, al pasillo, para llamar en voz alta al reo o al testigo, a quienes, en todo caso, atend¨ªa directamente, como era su obligaci¨®n. Ignoro cu¨¢l es su estado actual, y si contin¨²a entre nosotros, cual ser¨ªa mi deseo, pero quiero que conste su nombre: G¨®mez Chaparro. Nunca le vi fuera de la sede judicial.
La an¨¦cdota que basa esta columna tuvo como protagonista a un se?or fiscal que, por la edad sospecho haya pasado a otra vida. Se llamaba don Enrique Jim¨¦nez Asenjo. Hab¨ªa sido, entre otras cosas, subdirector general de Seguridad y le trat¨¦ personalmente por la estrecha relaci¨®n que mantuvo con la actriz Nin¨ª Monti¨¢n, hacia quien sent¨ª un prolongado afecto.
Largo exordio para llegar al meollo. En un acto p¨²blico, celebrado en la naciente Escuela Oficial de Periodismo, abarrotada de alumnos, presidido por Juan Aparicio, director del centro y de la Delegaci¨®n Nacional de Prensa, se discurr¨ªa sobre la justicia y los sucesos; un alumno -creo que fue una alumna- en el supuesto coloquio final se le ocurri¨® preguntar con qu¨¦ frecuencia se produc¨ªa en Espa?a el error judicial.
Aquel hombre, cuyo trato posterior le revel¨® como persona educada, sensible y culta, dio un pu?etazo en la mesa y rugi¨®: ??En esta Espa?a no hay errores judiciales!!
A todos se nos encogi¨® el ombligo, por la feroz rotundidad de la afirmaci¨®n. Me acuerdo bien porque era uno de los cuatro oradores. Los otros, Ardila, redactor de sucesos del diario Pueblo; Pedro G¨®mez Aparicio, un mendrugo que lleg¨® a dirigir la agencia Efe; el fiscal y un servidor. Mir¨¦ de reojo a Juan Aparicio que no se atrevi¨® a otra cosa que a dar por cerrado el acto, sin la menor explicaci¨®n. Era una f¨®rmula para esquivar situaciones comprometidas.
Dejando aparte los delitos contra la vida, lo que me fastidia de la dictadura es su est¨²pida cerraz¨®n e incoherencia.
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