Proust y su abuela: una llamada perdida
Una ma?ana de verano, el marqu¨¦s Robert de Saint-Loup le propone un experimento a Proust (o cuando menos al narrador de En busca del tiempo perdido que espor¨¢dicamente es identificado como Marcel). Saint-Loup, que hace su milicia en la guarnici¨®n de Donci¨¨res, ha sabido del establecimiento de una l¨ªnea telef¨®nica entre esa imaginaria ciudad costera y Par¨ªs, y conociendo el gran amor que su joven amigo siente por su abuela, ha previsto que ¨¦sta telefonee a una hora fijada de la tarde al nieto, quien para responder a la llamada deber¨¢ esperar en la oficina de correos donde se halla el ¨²nico aparato de Donci¨¨res. La conversaci¨®n anhelada no se produce a la hora convenida, por distintos fallos humanos y t¨¦cnicos en un servicio a¨²n entonces, la ¨²ltima d¨¦cada del siglo XIX, tentativo y rudimentario.
Somos v¨ªctimas del af¨¢n de lucro de las telef¨®nicas y la groser¨ªa de muchos viajeros
S¨®lo las medidas coactivas impedir¨¢n la proliferaci¨®n de esta pr¨¢ctica odiosa
Pero "como la costumbre tarda tan poco en despojar de su misterio las formas sagradas con que estamos en contacto", el narrador y protagonista del episodio se incomoda, se decepciona, se indigna, a?adiendo a su enfado esta reflexi¨®n: "Como todos ahora, no encontraba suficientemente r¨¢pida para mi gusto, en sus bruscos cambios, la admirable maravilla (f¨¦erie) a que bastan unos instantes para que aparezca a nuestro lado, invisible pero presente, el ser a quien querr¨ªamos hablar en el momento en que nuestro capricho lo ha ordenado" (cito por la traducci¨®n de Pedro Salinas).
Los caprichos que nos permite la telefon¨ªa contempor¨¢nea han evolucionado hasta un punto que ni siquiera el clarividente y ansioso Proust imagin¨®, aunque es de suponer que no todos ellos le habr¨ªan satisfecho. ?Es una paradoja que la ominosa medida recientemente anunciada por Air France, permitiendo el uso del m¨®vil dentro de sus aviones, proceda de la patria del escritor m¨¢s celoso de la palabra articulada y menos vociferante del mundo?
A m¨ª no me sorprende nada de esa compa?¨ªa a¨¦rea desde que le¨ª L?chet¨¦ d'Air France (Cobard¨ªa de Air France), el hilarante pero demoledor panfleto del novelista y redactor de Lib¨¦ration Mathieu Lindon. Los abusos que denunciaba Lindon no ten¨ªan que ver con el tel¨¦fono sino con el racismo y el atropello de los derechos del usuario por ¨¦l sufridos, si bien yo mismo podr¨ªa aportar una peque?a lista, no tan grave, de disgustos en mis contactos con esa firma de bandera francesa que ahora se presenta como la abanderada de un acontecimiento o prodigio fe¨¦rico. Nadie en Air France, ni en Emirates, Qantas o Ryanair, tambi¨¦n a punto de introducir el m¨®vil en el interior de sus ingenios volantes, nos habla sin embargo -como tampoco la Renfe, otra que tal- de lo que hay detr¨¢s de ese supuesto gran
avance en el tejido de las comunicaciones interpersonales: la codicia avasalladora de las telef¨®nicas que, pagando de su bolsillo (llevan en ello no menos de tres a?os) las investigaciones tecnol¨®gicas pertinentes, buscan, con el acuerdo t¨¢cito y tal vez comprado de las compa?¨ªas a¨¦reas y ferroviarias, lo que casi toda empresa persigue, enriquecerse sin mirar a qui¨¦n, o mirando s¨®lo a su propio provecho.
En este caso, y salvando las distancias que llevan de lo contingente a lo trascendente, yo hablar¨ªa de una invasi¨®n (como la de Irak) motivada por los intereses comerciales de unos pocos, la complicidad de los muchos y el da?o colateral de unas v¨ªctimas sacrificadas en el cruce de fuego entre el lucro y la groser¨ªa.
Porque, naturalmente, el dicho ingl¨¦s, como casi todos los dichos, lleva raz¨®n: "It takes two to tango", el tango no se baila sin el otro, del mismo modo que no hay invasora conversaci¨®n telef¨®nica sin la persona, hombre o mujer, dispuesta a ponerse a hablar por el m¨®vil en cualquier lugar donde le dejen. As¨ª que, podr¨ªan arg¨¹ir Air France, la Renfe y todas las dem¨¢s empresas que se apresuran a ofrecernos esta comodidad en sus aviones y trenes, ellos s¨®lo facilitan un servicio, recayendo la culpa en quien hace uso indebido de la misma.
El argumento es falaz, y se estrella contra la evidencia m¨¢s palmaria de la realidad cotidiana, en la que la inmensa mayor¨ªa de viajeros con posibilidad de hacerlo habla constantemente a voz en grito y recibe llamadas timbrad¨ªsimas sin moverse de su asiento, situado junto al de quienes no hemos comprado, con el precio del billete, la obligaci¨®n de dejarnos atronar por una melopea (o melonada) telef¨®nica a menudo convertida en el disco rayado de un dignatario mand¨®n o una se?ora reci¨¦n enviudada que recibe condolencias. Y digo posibilidad porque hasta hace no mucho en los trenes espa?oles se aconsejaba hablar s¨®lo en las plataformas, e incluso lleg¨® el AVE a no dar "permiso" para hacerlo en el interior de los convoyes; muy pocos hac¨ªan caso de esas normas anunciadas por altavoz al iniciarse el viaje, alg¨²n damnificado protest¨®, y ahora, para evitar el derramamiento de sangre, se ha establecido la permisividad desenfrenada.
Estos desga?itados del tren (y pronto del avi¨®n) son, sin embargo, no me cabe duda, personas honradas, honestos padres de familia, ejecutivas competentes, abuelas compasivas que llaman a sus nietecitos igualmente dotados del aparato para desearles suerte en el examen de Lengua. Pero tambi¨¦n eran buena gente los que, cuando no hab¨ªa prohibici¨®n y, sobre todo, no hab¨ªa castigo, se tomaban unas copas antes de conducir su coche, o se fumaban un puro (en Espa?a se sigue haciendo con bastante facilidad) encima del chulet¨®n del vecino de mesa, o, amantes del mar sin aglomeraciones, edificaban en una peque?a cala protegida o, rom¨¢nticos de la picaresca, se saltaban la entrada al metro sin pagar el billete o compraban, compran, la versi¨®n pirata fraudulenta de una pel¨ªcula en cartel no s¨®lo porque cuesta menos sino "por joder a las multinacionales".
?nicamente las medidas coactivas podr¨¢n, como en esos ilegales casos citados, impedir la proliferaci¨®n de la que para m¨ª, y ojal¨¢ que para muchos m¨¢s (e interpr¨¦tese esto, por favor, como una llamada de alistamiento a la resistencia pasiva y, si se hace preciso, a las barricadas), constituye una de las pr¨¢cticas m¨¢s desvergonzadas, odiosas y agresivas de la vida social, en breve extensible al reducto a¨¦reo que quedaba libre del telefonazo del telefonino.
La Comunidad Europea, que inspecciona con su aparatosa burocracia las minucias del envasado de la horchata valenciana y el delicioso aguardiente producido por los alambiques caseros de Extremadura o Galicia, ya ha dado a conocer que en el asunto de esta violaci¨®n ac¨²stica del espacio com¨²n no va a intervenir, dej¨¢ndolo al arbitrio, sabidamente interesado, de las compinchadas compa?¨ªas a¨¦reas y telef¨®nicas. Como pudo verse en asuntos de mucha mayor gravedad, por ejemplo la vigilancia mar¨ªtima del tr¨¢fico criminal de pateras entre ?frica y Europa, la lachet¨¦ de Air France se queda corta al lado de la cobarde ineficiencia de Bruselas.
Me temo que Gran Breta?a, tan desconfiada de sus socios comunitarios, es en este caso de un rigor ejemplar, llev¨¢ndonos una gran ventaja civil: en sus ferrocarriles ya existe la discriminaci¨®n positiva, gracias a lo que, en un eufemismo de fino humor brit¨¢nico, denominan entertainment-free carriage, es decir, vagones desprovistos del pelmazo entretenimiento que a la fuerza imponen los esclavos del Wi-Fi, los jueguecitos electr¨®nicos y las llamadas de m¨®vil. En estas quiet zones (alg¨²n otro pa¨ªs n¨®rdico las tiene instauradas) uno puede pensar, dormitar, leer incluso a Proust sin las interferencias del griter¨ªo ("?abuela, abuela!", "?escucho!", "?h¨¢blame!") que el Marcel muchacho tuvo que proferir en aquella llamada perdida de Donci¨¨res. El d¨ªa de verano en que, v¨ªctima de las Furias del tel¨¦fono o Danaides de lo invisible que "se transmiten las urnas de los sonidos", cuelga al fin -elevando el tono de heroica guasa de su relato- el aparato receptor jocosamente calificado de tron?on sonore: el tarugo sonoro.
Vicente Molina Foix es escritor.
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