?De la Independencia o de la Libertad?
Las conmemoraciones hist¨®ricas -milenarios, centenarios, etc¨¦tera- destapan la caja de los t¨®picos y amenazan con anegarnos, impulsadas por el conformismo de la costumbre y las lecciones parvulares, mantenidas en el inconsciente colectivo con tenacidad de lapas. El famoso 2 de Mayo, con hero¨ªsmos de cartel y consignas de monumento en piedra, es una fecha propicia para dejar sueltos los demonios del patriotismo m¨¢s rastrero y del nacionalismo m¨¢s exaltado de pancarta y pared¨®n. ?Pobres h¨¦roes de la guerra de la Independencia, que no ten¨ªa nada que ver con la guerra de la Libertad! Siempre me he hecho una pregunta contra corriente: ?por qu¨¦ aquella guerra del 1808 se ha llamado desde el principio, sin ninguna vacilaci¨®n, guerra de la independencia y no guerra de la libertad o, como se dir¨ªa hoy, guerra de liberaci¨®n?
Los verdaderos h¨¦roes de aquella batalla fueron los afrancesados
La de 1808 fue una guerra civil m¨¢s entre dos visiones diferentes de Espa?a
Pero al fin me he dado cuenta de las razones que asisten al pensamiento hist¨®rico conservador, que es el que en Espa?a siempre ha cortado el bacalao, para llamar a aquel conflicto guerra de la independencia y no guerra de la libertad. Porque no son dos expresiones iguales e intercambiables, ni tampoco sin¨®nimas, ni tan siquiera equivalentes. La independencia es circunstancial y la libertad es esencial. La independencia se produce frente a algo, contra algo que no se tolera. Luchar por la independencia es tratar de evadirse de una opresi¨®n que nos impide vivir. La libertad, por su parte, es un producto singular que afecta a los individuos, como personas, como proyecto de vida, como ascensi¨®n de su individualidad se?era. Es una cuesti¨®n que se le plantea a cada ser humano. Uno puede ser independiente pero no libre. Sin embargo, es imposible ser libre si no se es independiente. Digamos que la independencia es el primer paso hacia la libertad.
Por eso es justo llamar a la iniciada en 1808 la guerra de la Independencia, porque era esto lo que se dirim¨ªa y no nada relacionado con la libertad, que es una palabra, como se sabe, nefasta, peligrosa, prohibida en el habitual vocabulario de la Espa?a oficial, relegada, por no decir confinada, a la literatura de los panfletos y las proclamas revolucionarias, tan mal vistas y tan mal traducidas por la historia ad usum Delphini.
Parece natural que esta dicotom¨ªa sem¨¢ntica explique el significado de aquel enfrentamiento, que en muchos aspectos, ocultaba una m¨¢s de las guerras civiles espa?olas, probablemente la primera o m¨¢s importante, que dejar¨ªa tan dolorosas secuelas en la historia de la Espa?a moderna y contempor¨¢nea, a lo largo del siglo XIX y gran parte del XX. Aceptar que aquel hecho luctuoso, que sac¨® a la luz tantos trapos sucios nuestros, fue el
punto de partida que dio cohesi¨®n y validez a la idea de Espa?a como naci¨®n no s¨®lo es un abuso de confianza y una mentira hist¨®rica, sino una contribuci¨®n a perpetuar la idea de Espa?a como pa¨ªs cainita, fratricida, hirsuto y montaraz, condenado a una convivencia imposible y a una larvada guerra civil interminable, que tendr¨ªa tan largas secuelas y justificar¨ªa tantos desmanes, apoyados en la idea de que Espa?a es diferente.
Porque, entre los diversos grupos que se enfrentaron en aquella conflagraci¨®n nacional, tan admirablemente analizados y clasificados por el profesor Artola, no todo fue lucha entre gabachos indeseables y castizos angelicales. Hubo unos cuantos espa?oles, perseguidos y demonizados, que no ve¨ªan en los franceses napole¨®nicos a sus enemigos naturales, sino a los representantes de una herencia valiosa de liberaci¨®n y racionalidad, que ven¨ªa directamente de la Revoluci¨®n Francesa y propiciaba el cultivo de la libertad y la modernizaci¨®n del pa¨ªs. Eran los afrancesados, las mentes m¨¢s l¨²cidas y m¨¢s cultivadas, que por eso mismo recib¨ªan el odio de los poderes f¨¢cticos -la aristocracia terrateniente y la Iglesia cat¨®lica-, que ve¨ªan en ellos los liquidadores de sus privilegios hist¨®ricos, como hab¨ªa ocurrido en el antecedente franc¨¦s.
En los levantamientos populares contra el invasor, tuvieron mucha participaci¨®n los p¨²lpitos, que excitaban las conciencias de sus feligreses para considerar a los franceses como enviados por el demonio a colonizar la cat¨®lica Espa?a, camuflando as¨ª sus intereses como el inter¨¦s general. Incluso corri¨® de mano en mano un catecismo, en forma de preguntas y respuestas, en el que, imitando los textos de las sacrist¨ªas, pod¨ªan leerse cosas como ¨¦stas: "?Qui¨¦n eres t¨², ni?o? Espa?ol, por la gracia de Dios. ?Qu¨¦ son los franceses? Antiguos cristianos convertidos en herejes". Se mezclaba as¨ª religi¨®n y pol¨ªtica y se llegaba a jugar fr¨ªvolamente con el misterio dogm¨¢tico de la Sant¨ªsima Trinidad, como en el siguiente di¨¢logo de ese catecismo: "?Qu¨¦ es el emperador de los franceses? Es un malvado, la fuente de todos los males, de todos los vicios. ?Cu¨¢ntas naturalezas tiene? Dos, la naturaleza humana y la diab¨®lica". "?Cu¨¢ntos emperadores de los franceses hay? Uno verdadero en tres personas enga?osas. ?C¨®mo se llaman? Napole¨®n, Murat y Godoy. ?Cu¨¢l es el peor? Los tres son iguales. ?De qui¨¦n procede Napole¨®n? Del pecado. ?Y Murat? De Napole¨®n. ?Y Godoy? De la fornicaci¨®n de los otros dos. ?Es pecado matar un franc¨¦s? No, padre, matando a uno de esos perros herejes se gana el cielo".
Cuando estaba preparando mi primera novela, El cuarzo rojo de Salamanca (1993), sobre la francesada en mi ciudad, trat¨¦ de ilustrarme sobre los entresijos de aquella guerra y se me fue haciendo evidente que los verdaderos h¨¦roes de aquella batalla, sin menoscabo de los hero¨ªsmos individuales del pueblo, fueron los afrancesados, divididos entre sus ideas liberales y su rechazo de la invasi¨®n napole¨®nica, digamos, entre su pensamiento y su coraz¨®n, si es posible aceptar esta separaci¨®n, por aquello que dec¨ªa Unamuno de siente la cabeza y piensa el coraz¨®n.
Que se lo digan a Goya, que tuvo que sufrir el exilio y encontrar la muerte en Burdeos, muy lejos de Espa?a, como consecuencia de la persecuci¨®n de sus ideas por el rey Fernando VII, heredero de la Espa?a castiza, que endios¨® la guerra de la Independencia, sacraliz¨¢ndola y coloc¨¢ndola en el altar de sus devociones, que no de la libertad. Goya vio la carga de los mamelucos en la Puerta del Sol desde una ventana de la calle del Arenal y perpetu¨® aquel gesto en un cuadro inmortal. Despu¨¦s, en su estudio, cambi¨® los retratos de los generales franceses que hab¨ªa pintado por los retratos de los generales espa?oles, lo que no le sirvi¨® para nada, porque, a fin de cuentas, tuvo que salir del pa¨ªs por piernas antes de que el casticismo nacional lo liquidase.
Es verdad que aquellos sucesos son complicados de interpretar por la complejidad de cualquier hecho hist¨®rico (s¨®lo el reduccionismo analfabeto y la interesada voluntad de tergiversaci¨®n no tienen problemas a la hora de saber lo que pas¨® en realidad). Pero la historia siempre es as¨ª y el punto de vista depende del observador. Como Merleau-Ponty escribi¨®, "la Historia no s¨®lo es un objeto que se halla frente a nosotros, lejos de nosotros, fuera de nuestro alcance, sino que tambi¨¦n nos suscita a nosotros como sujetos". Y m¨¢s claro todav¨ªa, Sartre, tan denostado por el pensamiento neocon, dijo: "La Historia en lo que tiene de inteligible es el resultado inmediato de la voluntad y, en el resto, una opacidad impenetrable". Y, naturalmente, la voluntad es lo que nos define.
L. G. Egido es escritor, premio Nacional de la Cr¨ªtica 1996 y premio de las Letras de Castilla y Le¨®n, 2004.
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